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Sede del Tribunal Constitucional en Madrid / Wikimedia Commons.
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Me permitirá el lector que sea algo exagerada al titular estas páginas, destinadas a analizar la posición en que se halla el Tribunal Constitucional. Ni dicho órgano está completamente solo, ni me parece que haya auténtico riesgo para su pervivencia. Pero la referencia me sirve para adentrarme en la evolución del Tribunal en términos cinematográficos, siguiendo los pasos de Un Tribunal para la Constitución, un excelente documental dirigido por Daniel Sarmiento y Miguel Beltrán.
El film recuerda la manera en que las fuerzas políticas pactaron la composición del primer Tribunal Constitucional y la forma en que actuaron sus primeros magistrados. Todavía estaba vigente la idea de consenso que permitió la aprobación de la Constitución y que permaneció en los primeros años de funcionamiento de dicho órgano. Nadie, por aquel entonces, ponía en duda la legitimidad de nuestra norma fundamental ni de su máximo intérprete. Había reglas de juego y se respetaba al árbitro que las aplicaba. Los magistrados que lo integraban estaban decididos a fomentar el patriotismo constitucional. Ya se anunciaban, sin embargo, momentos difíciles. El primero de todos fue la sentencia sobre la expropiación de Rumasa que, en 1983, cortó por la mitad al Tribunal Constitucional.
Desde entonces hasta ahora falta por rodar el resto del documental. A lo largo de estas décadas, el Tribunal Constitucional ha pasado por momentos difíciles, pero no creo que haya afrontado nunca una situación tan complicada como la que vivimos ahora. No es que esté como Gary Cooper a las doce en punto en Hadleyville, pero le ha faltado poco. Afortunadamente, no todos los del pueblo le han abandonado a su destino, ni ha tenido que desenfundar las pistolas. Y si lo ha hecho ha sido, por ahora, amagando y con las dos manos.
No es la primera vez, ni será la última, que el órgano de justicia constitucional está en el centro de la batalla entre independentistas y “constitucionalistas”
No sabemos cuál será el fin de la película. Hasta el momento, la escena más reciente ha sido la decisión de suspender la investidura telemática de Puigdemont como presidente de la Generalitat. No es la primera vez, ni será la última, que el órgano de justicia constitucional está en el centro de la batalla entre independentistas y “constitucionalistas”. Me permitirá el lector que use comillas al utilizar este último término como forma de distanciarme del mismo. No creo que sea una expresión muy feliz, porque no recoge el papel integrador, la fuerza inclusiva que corresponde a la norma fundamental. Ni la Constitución es patrimonio de determinados partidos, ni excluye a quienes quieran modificarla, siempre que pretendan hacerlo conforme a lo previsto en ella.
Antes del auto de 27 de enero, al que acabo de hacer referencia, el Tribunal Constitucional ha tenido que enfrentarse al mismo conflicto mediante sentencias (como las que dictó sobre la Ley de transitoriedad y la Ley del referéndum de autodeterminación), autos de suspensión y autos de ejecución. Alguien habrá que haga de este cúmulo de decisiones el objeto de una tesis doctoral, o mejor quizá de un proyecto de investigación colectivo, porque el asunto empieza a adquirir tintes enciclopédicos. Mientras tanto, podemos preguntarnos por el papel que le ha tocado desempeñar a nuestro órgano de justicia constitucional.
Ningún Tribunal Constitucional está al margen del conflicto político. Es más, estas instituciones surgen, precisamente, para resolver en términos jurídicos ese tipo de conflictos. Una de sus misiones consiste, efectivamente, en frenar a la mayoría a instancias de la minoría para impedir que la primera vulnere lo dispuesto en la Constitución. Este papel arbitral es inevitable incluso en los casos en los que no hay control de constitucionalidad concentrado, sino que la protección de la norma fundamental corresponde a la jurisdicción ordinaria. La Corte Suprema norteamericana ha tenido que arbitrar asuntos que dividían a la sociedad, como fue el caso del aborto, las cuotas, la igualdad racial o el matrimonio entre personas del mismo sexo. El máximo de la presión política llegó en el caso Bush v. Gore, donde la sentencia de la Corte decidía, en última instancia, quién iba a ser el presidente de los Estados Unidos.
El Tribunal de Justicia de la Unión Europea tampoco es un tribunal constitucional en sentido estricto pero, para cumplir con su misión de defender el ordenamiento jurídico europeo, está en primera línea a la hora de frenar las leyes polacas o húngaras que ponen en entredicho la independencia judicial, el acogimiento de refugiados o la acción de ONGs y Universidades que reciben recursos del exterior. Todos estos temas han sido banderas de nuevas formas de nacionalismo extremo.
En España, la posición del Tribunal Constitucional es todavía más compleja. Esta es una de las consecuencias no deseadas de la apertura de la norma fundamental en materia de organización territorial. Los Estatutos definen las competencias de las comunidades autónomas y, aunque hayan sido sometidos a referéndum, están sujetos al control del Tribunal Constitucional. De resultas, este órgano no sólo vigila el ejercicio de las competencias, tal y como sucede en otros países, sino también la titularidad de las competencias. Tiene que dibujar la delgada línea roja que separa el poder del Estado del que corresponde a las comunidades autónomas. En estas circunstancias, resulta casi inevitable que sus decisiones se lean en términos políticos, porque el Tribunal Constitucional debe desempeñar una labor que tendrían que haber completado los constituyentes. La STC 30/2010, sobre el Estatuto de Cataluña, así como las reacciones que levantó y sigue levantando, deben enmarcarse en ese contexto: la tensión no provino sólo de causas coyunturales, sino también estructurales, esto es, problemas que no resolveremos hasta que seamos capaces de cerrar, en la Constitución, el modelo territorial.
La LO 15/2015, que atribuye poderes de ejecución al Tribunal Constitucional, fue polémica desde sus orígenes. La presentación de la proposición de ley a los medios de comunicación por uno de los candidatos a las elecciones de Cataluña y en plena pre-campaña no favoreció una visión neutral de la iniciativa. Tampoco que, durante su tramitación en el Congreso de los Diputados, sólo contara con el voto favorable del partido de la mayoría y que se discutiera mediante el procedimiento de urgencia y lectura única. Sin duda, estos factores influyeron en la decisión de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa de pedir una opinión a la Comisión de Venecia acerca de la conformidad de lo dispuesto en la nueva ley con los estándares internacionales en materia de justicia constitucional.
En esa ley hay dos previsiones que resultan especialmente polémicas. De un lado, introduce la suspensión de autoridades responsables del incumplimiento de las Sentencias del Tribunal Constitucional; de otro, refuerza la imposición de multas coercitivas a autoridades o particulares que desobedezcan las resoluciones del Tribunal, multas que pueden ascender a los treinta mil euros y reiterarse hasta el cumplimiento íntegro de lo mandado. Ambas medias fueron, y siguen siendo, polémicas porque, para algunos, empaña la imagen arbitral que corresponde al Tribunal. Para salvaguardar mejor la neutralidad objetiva que dicho órgano precisa, la Comisión de Venecia recomienda que otros (como el poder ejecutivo o los tribunales ordinarios) sean los encargados de ejecutar sus mandatos.
La actuación del Tribunal se ha visto reforzada, además, porque, a pesar de la fuerte tensión política, ha logrado mantener el consenso entre sus miembros, ya que todas las resoluciones han sido adoptadas por unanimidad
Lo cierto es que, hasta el momento, el Tribunal Constitucional ha hecho un uso medido de esos poderes. No ha suspendido a ningún cargo elegido directamente por los ciudadanos y ha levantado las multas que había impuesto a los miembros del Ejecutivo catalán por desentender sus resoluciones sobre el referéndum del uno de octubre. La actuación del Tribunal se ha visto reforzada, además, porque, a pesar de la fuerte tensión política, ha logrado mantener el consenso entre sus miembros, ya que todas las resoluciones han sido adoptadas por unanimidad. Es cierto que algunas de estas decisiones van acompañadas de votos particulares. Pero la disidencia no afecta al fallo sino a las razones en las que se fundamenta y tienen, por tanto, un carácter eminentemente técnico.
El Tribunal Constitucional no ha estado, además, completamente solo. Al final, con la declaración del artículo 155 de la Constitución, los grupos parlamentarios mayoritarios en el Senado, los partidos políticos que los sustentan y el Gobierno han asumido el papel que deben desempeñar a la hora de hacer frente a una de las crisis más graves que ha experimentado nuestro sistema democrático. La utilización de ese precepto constitucional no ha sido del gusto de todos y, en estos momentos, se encuentra sometida al propio Tribunal Constitucional. Hay quienes piensan que tampoco ha sido la solución adecuada a nuestros problemas de integración territorial. En cualquier caso, la decisión sobre ese procedimiento ha sido eminentemente política. Quienes la han adoptado, y quienes se oponen a ella, tienen legitimidad política para estar a favor o en contra de la misma y responderán de ella ante los votantes en las próximas elecciones.
Todavía no estamos al final de Sólo ante el peligro. Los datos que tenemos no auguran nada bueno, ya que las noticias sobre la investidura del nuevo gobierno en Cataluña no son esperanzadoras. Esto significa que la presión sobre el Tribunal Constitucional seguirá existiendo, porque no cabe descartar que el Gobierno o las fuerzas independentistas sigan acudiendo al mismo, aunque sea sólo para dejar expedito el camino al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, lo que parece ser la intención de algunos de los líderes catalanes. Para no tener que llegar a la última escena, y evitar que el Tribunal Constitucional tenga que salvarnos a todos, aún a costa de poner en peligro su propia existencia, deberíamos empezar a pensar que quizá la película debería ser otra. En el nuevo guión, debería haber otras garantías de nuestro sistema de distribución territorial que no fueran sólo de naturaleza jurídica y no recayeran, exclusivamente, en el Tribunal Constitucional. Está claro que ni podemos forzar más a este órgano ni es posible confiar, únicamente, en la fuerza coercitiva del artículo 155 CE. Hay que devolver la política al mundo de la política, lo que no significa renunciar al Estado de Derecho. Pero, para este otro script, habría que encontrar nuevos títulos.
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Paloma Biglino Campos es Catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de Valladolid.
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Paloma Biglino Campos
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