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Hortera, cantoso, marica, pintas, son algunos de los adjetivos que nos han dedicado a casi todos los hombres cuando nos hemos atrevido a traspasar la plúmbea etiqueta de vestuario que nos han impuesto desde niños.
De adolescente mi padre ya intentaba prohibirme llevar pendientes y el pelo largo, y cada día me recordaba que me marginarían por ir “con esas pintas”. En los noventa, en Salamanca, casi todos los adultos vestían como vivían, es decir, con el mayor apego posible a la normalidad, mientras sus hijos nos esforzábamos por distanciarnos de ellos y por significarnos entre nosotros disfrazándonos de eso que llamaban “tribus urbanas”.
Sin embargo, con el ingreso en la vida adulta muchos hombres perdimos ese placer por expresarnos con la ropa, mientras muchas mujeres lo siguieron cultivando. Yo guardé en el altillo mis camisetas de calaveras taladradas por chinas, y adopté el uniforme de tipo aburrido. Y cierto es que las mujeres de mi entorno no vestían como en los videoclips, pero se lo seguían pasando en grande yéndose de compras, maqueándose para las bodas, noches de fiesta o salidas vacacionales. Mis compadres y yo, al contrario, nos abandonábamos al estilo más utilitario, tan poco personal que hasta dejábamos que nuestras mujeres nos eligieran la ropa. Sí, el abandono final coincidió con el momento de emparejarnos.
Por supuesto, muchas mujeres se visten alienadas, son esclavas de la moda y se desesperan por señalarse con su vestuario como los miembros más gregarios de la tribu. Pero su margen de selección siempre será más amplio. En casi cualquier reunión ellas vestirán de forma más diversa, más personalizada, más divertida. Siempre dispondrán de una variedad de tejidos, cortes, complementos, joyas y maquillajes abrumadoramente superior, y la necesidad (y presión) de orientarse en la variedad estilística siempre procura una mínima educación estética. Esa educación en la belleza que comienza por una misma no me parece desligada del hecho de que la mayor parte del público cultural sea femenino.
Por suerte, la sociedad ha seguido transformándose, y ahora los hombres también podemos mirarnos más al espejo y cultivar la coquetería. Se lo debemos a las mujeres que luchan por la igualdad entre géneros; también a la comunidad gay que, como dice Luis Alegre, lleva años abriendo brecha para que los heterosexuales se puedan liberar del manual de instrucciones completo para “ser una persona normal”. Y se lo debemos además a muchos hombres heterosexuales que desde niños se han rebelado contra las agresiones y el rechazo hacia esa sensibilidad que los más machotes consideran de mariquitas, pero que es, simplemente, sensibilidad a secas.
Los hombres podemos considerarnos afortunados de estar dejando atrás ese tipo de maltrato que nos infligíamos despreciando nuestro cuidado de la belleza y la salud. Con suerte, viviremos un poquito más. Detrás de gestos en apariencia tan frívolos como echarse crema hidratante o comprar ropa favorecedora, hay una receta contra el desasosiego que las mujeres suelen practicar con más naturalidad. Yo mismo, cuando me separé y me quedé solo, encontré una forma de darme cariño a base de cuidar más mi salud y mi aspecto.
Los hombres podemos considerarnos afortunados de estar dejando atrás ese tipo de maltrato que nos infligíamos despreciando nuestro cuidado de la belleza y la salud
Sin embargo, la evolución del look masculino no ha ido mucho más allá; del viejo aburrimiento hemos pasado al nuevo uniforme de hombre que se cuida. En la nueva coquetería masculina no hay ninguna revolución ideológica, ninguna reconfiguración profunda de la idea de ser hombre. El cambio está bastante dirigido desde el mercado y solo sirve para actualizarnos como tipos enterados que ostentan cierto estatus en la vida, o aspiran a él.
Con el propósito de dar un paso más allá, le he pedido a mi amiga fotógrafa Mayte que me acompañe a algunas tiendas baratas de segunda mano, para probarme ropa con la que jamás me había atrevido antes. Me dirijo a la cita pensando que, si el hábito hace al monje, puede que hoy haga visibles facetas de mi personalidad que nunca he expresado físicamente. Y tras quince minutos en El templo de Susu, ya me he hecho con un conjunto inédito en mí.
La camisa tiene la tela de las blusas de mi abuela, y el estampado de sus sillones, y la cazadora me hace fantasear con los gays de San Francisco en los setenta. ¿Podría ir a currar con este atuendo? Yo sí, porque vivo de un sector creativo que premia la originalidad y hasta cierta ambigüedad sexual. Pero en otros muchos trabajos pagaría un alto precio por ello. Las organizaciones no te alientan a expresar tu autenticidad, sino a uniformarte con la masa, y subordinarte a un ideal de poder que casi siempre es viril, mientras que lo femenino, o sea, lo sensible, queda para el ocio y el hogar (por algo muchas profesionales adoptan una estética masculina). Pero como dice Ben Barry, aunque la masculinidad se nos presente como el epítome del poder y la fuerza, se trata en realidad de una identidad muy frágil, pues es tan rígida que siempre se halla en peligro de romperse, y de rompernos a nosotros con ella.
En Retrocity, nuestra segunda parada, Mayte y yo nos centraremos en cortes imposibles de encontrar en una sección masculina: vestidos, suéteres ajustados sin mangas... Cuando me pruebo un kimono ya siento que me estoy saliendo de las barreras invisibles que han limitado durante décadas mis elecciones de vestuario. Una fuerza superior a la masculinidad nos mantiene bien uniformados, tanto a unos como a otras: la normalidad.
Después me probaré dos vestidos que no me gustan especialmente, si bien sí me gusta (y mucho) llevar la prenda en sí. Me descubro adoptando posturas frente al espejo que no imaginaba tener tan interiorizadas; miro de espaldas mis gemelos y mis pantorrillas, la caída de la tela sobre mi culo; constato cómo mi pecho hundido enrarece el volumen dispuesto en el diseño para los senos de una mujer. Cuando Mayte me baja la cremallera de la espalda, caigo también en que esta ropa no solo me aportaría un nuevo look, sino también una serie de rutinas muy sugestivas. Ahora me apetecería quitarme medias, maquillarme, probarme diferentes pendientes con diferentes trajes o comprobar el vuelo de la tela bailando frente a un espejo. Y si pudiera ser, en compañía de amigos. Pero no me veo especialmente femenino; mi fotógrafa me dice que más bien parezco un escritor del XVII a punto de meterse en la cama.
Ya de vuelta en casa observaré mi nueva ropa fabulosa en el armario y me preguntaré en qué contexto ponérmela. Solo una moda generalizada podría cambiar la percepción social de un hombre vestido con la misma diversidad de tejidos, cortes, complementos y diseños que cualquier mujer. Hasta entonces, los tíos no podremos vestir así en la vida normal sin dar a entender que A) estamos disfrazados; B) estamos travestidos; C) estamos haciendo política. Sin embargo, si yo me pongo ropa fabulosa no es para travestirme, pues no deseo parecer una chica; ni para disfrazarme, pues aspiro a ser real. Y menos quiero hacer política, pues no veo sentido a construir con la ropa ni con nada un discurso político para el nuevo hombre hetero. Sí lo tiene que las mujeres refuercen su identidad para colectivizar su lucha, y convertir así la feminidad, que antes era su cárcel, en una fuerza aglutinadora. Pero la hombría, tradicional opresora de las mujeres y de nosotros mismos, lo que tiene que hacer es disolverse. Como desertor de un ejército sin causa, yo quiero tirar la bandera, romper mi arma, y quemar el uniforme.
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Autor >
Miguel Espigado
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