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“Berta Isla”, la última novela de Javier Marías, fue recibida por la prensa generalista como una de las mejores obras de su autor y elegida por Babelia como el mejor de los libros publicados en España en 2017. Todo ello ante la indiferencia feroz de varias generaciones de lectores. Lejos de querer atraer su atención, la novela se sitúa obstinadamente en un territorio cultural delimitado por sus exclusiones. Habiéndonos quedando fuera, ¿tenemos forma de hacerla inteligible?, ¿tiene sentido sospechar que Javier Marías está empezando a escribir “contra mí”?
I
Berta Isla comienza en una cama, de noche. Asistimos a las divagaciones de su protagonista, que evalúa la prolongada ausencia de su marido, un espía al servicio del gobierno británico desaparecido durante la guerra de las Malvinas; de paso, reflexiona sobre algunas cuestiones trascendentales para la novela europea del siglo XX.
El primer capítulo consta de apenas dos páginas, escritas con un nivel de esfuerzo estilístico que solo se repetirá intermitentemente: los hipérbatos se acumulan sobre todo en los inicios de capítulos y se diluyen a medida que la novela avanza y la fatiga apremia. En estas páginas iniciales, la subjetividad de Berta Isla está, inevitablemente, enajenada: la convención que permite hacer pasar una voz narrativa en tercera persona por la reflexión subjetiva de un personaje (el estilo indirecto libre) queda desbaratada por la forma en que la intensidad de los formalismos reclaman atención sobre el autor: se diría que Berta está por fin completamente dormida y que es el texto el que se contorsiona, unas veces obligándonos a rastrear hasta veinte líneas más arriba el sustantivo al que se refiere un adjetivo, otras repitiendo un recurso en el que se apoya gran parte de la escritura de Marías y que a menudo genera la falsa impresión de que incurre en anacolutos: poner comas donde todo parece indicar que debería ir un punto.
Es difícil imaginar un lector capaz de leer este comienzo sin hacer un juicio a la totalidad que no coincida punto por punto con el que hará si termina la novela. En dos páginas escasas y suntuosas, Marías consigue poner ejemplos suficientes como para rellenar un catálogo de recursos retóricos y mencionar todos los términos que sus críticos afines van a celebrar como los asuntos que explora en su narrativa: “tiempo”, “espera”, “conciencia”, “incertidumbre/certeza”, “real/imaginario”, “sospecha” o “recuerdo”. No es demasiado relevante que decidamos ahora si el peso conceptual acumulado por todos ellos, sumado al virtuosismo decorativo, confirma la pertenencia de Marías a la alta literatura o la ansiedad kitsch por esa pertenencia, aunque el género de la crítica literaria parece hacer impensable que la presentación de un juicio no vaya acompañada de una declinación del gusto.
En dos páginas escasas y suntuosas, Marías consigue poner ejemplos suficientes como para rellenar un catálogo de recursos retóricos y mencionar todos los términos que sus críticos afines van a celebrar como los asuntos que explora en su narrativa
En su crítica para El País, el crítico J escribió un término que quisiera usar en estas líneas como herramienta de análisis. Al referirse a la repetición de las constantes temáticas y estilísticas de la obra de Marías con las que se encontró al leer Berta Isla, celebraba su “feliz contumacia”. Llamemos contumacia a la presencia constante y disruptiva de una voz autoral que, de avasalladora presencia en el campo cultural, hace imposible imaginar la lectura de sus obras si no es en relación a su figura; dicho de otra forma: sería lo que convierte en ingenua la decorosa disociación entre autor y narrador. Por ejemplo, Berta Isla está plagada de referentes culturalistas high-brow, reflexiones generales sobre la cortesía, la buena educación, las malas traducciones y las esencias contrapuestas de lo español y lo inglés, además de diagnósticos de época que lamentan la mundanidad reinante y añoran una excelencia que solo sale a la luz cuando es crepuscular. La mayoría de estos excursos están tan poco vinculados con el relato que aparecen a veces entre paréntesis (se menciona una película y Marías opina en un aparte) y tienen un acople directamente catastrófico cuando se le asignan a un narrador personalizado como es la propia Berta Isla, cuya voz está tan poco cuidada que el autor ni siquiera se ha molestado en cambiar al femenino el genérico “uno” cuando ella reflexiona sobre sí.
Quizá lo que hizo “feliz” al crítico de toda esa contumacia sea, sencillamente, una cuestión de familiaridad: encontró temas que excitaron su locuacidad (ya los conocía, así que le permitieron trabajar más deprisa) y además un mundo afín, una comunidad de intereses y una macrovisión ideológica compartida. Pero tanto el crítico J como Javier Marías parecen convencidos de que Berta Isla no puede ser leída en términos culturales o ideológicos porque, al no ser pensada como la expresión cultural de una minoría, no está condenada a hablar en nombre de esta, sino que su cultura es global y, de hecho, no se trata de cultura, sino de Literatura: al fin y al cabo, el mundo que se describe garantiza las condiciones necesarias para que los personajes puedan departir largamente sobre Shakespeare. La crítica recoge la apuesta de Marías y corrobora su pertenencia a un campo inmanente y sacralizado, como si fuera necesario invocar a la “Literatura” para proteger una pureza que no es de este mundo: “todos los matices de lo que nunca podrá decirse fuera de la gran literatura” (crítico P, ABC), “una idea de la literatura que vuelve a mostrarse arraigada, imperturbable, fatal” (crítico N, El Mundo), o, al borde de la cháchara indescifrable: “la novela se sumerge además en la mejor literatura” (¿?) (crítica B, Zenda). La posición prominente en las listas y resúmenes anuales de Javier Marías se da por mera necesidad: es lo único que prueba el compromiso de los críticos con una Literatura sin más atributos que ella misma.
En Berta Isla, una tardía novela programática, la contumacia revela como su reverso una agresiva autosuficiencia cultural que ayuda a entender que el novelista se sienta tan cómodo al imponer a los personajes y a las voces, prolongaciones naturales de su sentido común, sus opiniones de articulista. Después de todo, en el marco de sus novelas, y teniendo en cuenta cómo la crítica repite los argumentos literarios que él mismo propone, cualquier cosa se vuelve difícilmente revocable. Así que aquellas dos primeras páginas no eran el ritual de iniciación del lector en las prácticas retóricas que guiarán el texto, sino un pacto propuesto por el autor para que aceptemos como claves de lectura (y motivos de excelencia) el peso conceptual (o los conceptos al peso) y la elevación estilística. La esencia de este pacto nos obliga a leer a la contra en cuanto subrayemos cualquier aspecto relativo a su visión de las clases, los roles de género (la dependencia de la mujer de la mirada del hombre, aspecto que no cambia la débil voz de Berta: “Un barbero siempre puede cortar sin querer, un dentista tocar una encía o un nervio, un médico cambiar de expresión y mostrar preocupación, un hombre hacer daño a una mujer, y si ella es inexperta más aún”), la política (“El pueblo no es sino el sucesor de aquellos reyes arbitrarios, volubles, solo que con millones de cabezas, es decir, descabezado”) o la jerarquización de la cultura. O a rechazar la misma idea de lo novelesco si nos rechinan los dientes con descripciones tan aleatorias como esta: “Berta Isla era netamente madrileña…, una belleza morena, templada, suave o imperfecta. Si se analizaban sus rasgos, ninguno era deslumbrante, pero su rostro y su figura en conjunto resultaban turbadores”, que, incapaces de establecer ninguna conexión con el mundo que conocemos, solo pueden ser inteligidas en el marco de cierta literaturización de lo femenino.
II
En el año 2000, Fernando Sánchez-Dragó dedicó uno de los episodios de su programa Negro sobre blanco a La fiera literaria, el boletín difamatorio dirigido por Manuel García Viñó, que quiso probar la indigencia expresiva de una serie de escritores de prestigio aupados por el grupo Prisa. Para ello, la revista practicaba la “crítica acompasada”, una forma de close reading que quería denunciar el uso impreciso del léxico (guiado casi siempre por la elevación del tono retórico), las repeticiones indecorosas o el incumplimiento llano de las normas gramaticales.
En el plató se dio un conato de discusión en torno a Marías finalmente abortado por la estricta incapacidad de los presentes para hablar en términos comunes. La situación es la siguiente: de un lado García Viñó con chaquetilla de lana y dos señores con jerséis enfáticamente anticuados y limitadas habilidades dialécticas: los tres dicen haber sido enviados por la revista en sustitución de los autores para que estos mantengan el anonimato. Del otro lado, tres críticos, a los que llamaremos, en progresivo nivel de beligerancia, A, B y C, convocados para defender la honestidad y buena praxis crítica de los suplementos culturales de la prensa nacional. Los críticos B y C están muy enfadados y asumen que han sido llamados para hacer una enmienda a la totalidad de las actividades de La fiera…, a sus posturas disidentes y a la indisciplina académica de su lenguaje. Por desgracia, García Viñó es un hombre destemplado que se enreda en los detalles menos relevantes del discurso de sus contendientes y que para serenarse cuenta con la ayuda de aquellos dos señores, que a cada frase refrendan la grisura de sus atuendos con criterios de valor que no se corresponden exactamente con la postura atrabiliaria de La fiera…. Así, por ejemplo, el que lleva el jersey más extravagante llega a decir que el hecho de que Marías cometa laísmos es prueba suficiente de sus deficiencias literarias. Este criterio nos sumiría en una irreversible tristeza, y amenaza con hacerlo, si no fuera porque sirve para poner de relieve que, del otro lado, no hay criterio alguno, sino la afirmación tautológica de un puñado de aserciones del gusto camufladas como juicios de valor. El crítico C tiene como único argumento su propia perplejidad. “Pero, ¿cómo se puede decir que Javier Marías escribe mal el castellano?” es, digamos, su alegato final (y el único).
La forma en que el crítico C parte de la validez de sus posturas y confía en la autoridad que otros le han conferido se extiende a sus modales y a la elección de una americana azul marina demasiado holgada y torpemente combinada con otros azules en el chaleco y la corbata que disuenan por su proximidad tonal y que son, en todo caso, bastante elocuentes respecto a la relevancia sociocultural que el crítico asigna a su trabajo. El efecto es cómico porque los presentes parecen completamente ajenos a la atildada extravagancia del atrezzo. Independientemente de la distancia emocional que el concepto “año 2000” genere en cada una de nosotras, es difícil no ver en el vídeo uno de los reductos de la realidad en ruinas en el que ese asumió la posición de privilegio literario que ocupa hoy Marías, y que se compone, al parecer, de fotocopias enmarcadas de grabados con escribas y ropa de Cortefiel.
Hay una continuidad estricta entre la forma en que el crítico C se siente seguro a la hora de identificar la excelencia literaria y en la que elige, sin que medie ninguna sensibilidad estética (quizás sí su gusto), una ropa que cree que reafirma la dignidad de su labor. Esa misma seguridad es la que está en la génesis de Berta Isla, una novela hecha de asertividad cultural que reflexiona obsesivamente sobre los temas que dice estar tratando y especula con los significados de sus elementos narrativos, todos ellos dispuestos para reiterar la importancia de la forma-novela a la hora de pensar la Conciencia, la Historia y el Acontecimiento. Y, en efecto, Berta Isla continúa el trabajo de Marías a la hora de producir modulaciones originales de algunas preocupaciones centrales de la novela europea. En ella, un narrador omnisciente abre y cierra la novela que, en su mayor parte, la central, está narrada por la voz (diferenciada exclusivamente por el uso de los pronombres) de Berta Isla. El narrador omnisciente encuentra, no obstante, un límite en su labor y comparte con la protagonista el desconocimiento de la actividad como espía del marido; en la medida en que este no está autorizado a configurar su actividad de detective como experiencia pública, esta permanece inaccesible para ambos narradores.
Berta Isla continúa el trabajo de Marías a la hora de producir modulaciones originales de algunas preocupaciones centrales de la novela europea
El carácter inaprensible del acontecimiento y la pertenencia problemática de lo acontecido al territorio de lo real, en la medida que depende de la habilidad y buena fe de los narradores, son temas rectores de las novelas de Marías. De hecho, si todas ellas tematizan que estamos condenados a hacer depender nuestra percepción de lo real de la fiabilidad de los narradores, es más fácil explicar, quizás, que la inestabilidad de los significantes o los retorcimientos de la sintaxis en los que incurren los suyos (la sinuosidad, rayana por momentos en lo estridente, de su prosa) puedan considerarse aspectos integrales del contenido de verdad de su obra. Podemos convenir que refrendar laudatoriamente los argumentos que explican su excelencia y que va desvelando el propio autor, e incluso destacar (en listas o con ditirambos) que la primacía de estos por sobre otros criterios, acaso más secretos, acaso menos literarios, es una inclinación del gusto que no depende tanto de nuestro juicio o perspicacia crítica (que poco trabajo tiene que hacer) como de nuestra convicción cultural.
Para los críticos A, B y C, la abrumadora evidencia con que la que se sienten arrebatados por la calidad de la obra de Marías es un criterio de valor suficiente. E incapaces de asumir la particularidad de sus encuentros con los textos, han sido invitados a asumir que a esa evidencia llegan guiados por el trabajo implacable de su intelecto y en ningún caso determinados por la cultura que comparten con el autor. La incapacidad, de un lado, o la voluntad, del otro, para evaluar la propia posición cultural explica en gran medida el sentido de la batalla generacional y ayuda a entender la preeminencia que las nuevas generaciones de lectoras hemos dado a los instrumentos de la crítica cultural (que esa generación, aunque no esos señores, articuló): ante la resistencia de aquellos a aceptar que su cultura también es minoritaria y que su gusto es político y afectivo, esos instrumentos nos siguen sirviendo para desvelar parte de la lógica que subyace a la inmediata validación de una literatura por incluir unos y no otros rasgos (que no solo afectan a los temas o a un determinado sensus communis ideológico, sino también a la editorial o a los medios en que se difunde). Si pensamos la cultura en términos de apropiación de los espacios disponibles, parece sensato intentar sobreponercriterios de los que sí somos capaces de dar cuenta y que estamos dispuestos a someter a debate a la naturalización aculturizada de sus juicios. Tanto es así que, frente a la celebración endogámica de la propia elocuencia, casi puede parecer sensata la paupérrima propuesta de salir a la caza de laísmos.
Cualquiera que hable un lenguaje ligeramente disonante (yo: tengo 31 años, soy homosexual, odio –asumo que por envidia– las formas previstas de prestigio social…) respecto a los esperantos naturalizados de un sector cultural de hombres que ocupan todo el espectro que va desde las americanas que ya no se cierran a las que compraron demasiado holgadas, correrá el riesgo de vivir como una afrenta la visión global y el tono altivo de esta novela troll. Así, en la medida en que nuestros presupuestos críticos soslayen otros elementos de co-pertenencia cultural (yo: uso americanas, a menudo debo de leer libros parecidos, con frecuencia tiendo a esparcirme por los espacios discursivos con ocurrencias irresponsables y generalizaciones vacías) y privilegien, para ganar la batalla, las disensiones, las novelas de Marías serán no solo inaceptables, sino también incomprensibles.
Quizás con Berta Isla Javier Marías haya conseguido una victoria contra la que era difícil prevenirse: una novela que es la obra perfecta de Javier Marías tanto para sus críticos naturales (su propia selección cada vez más excluyente) como para sus contendientes en la batalla, que seremos incapaces de leerla sin señalar todo aquello que confirma nuestro resentimiento.
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Autor >
Carlos Pott
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