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Libros

Unamuno y la Guerra Civil

Los autores de ‘En el torbellino’ intentan acercarse a la verdad histórica del escritor y del hombre que nunca encajó en ninguno de los bandos y acabó odiado y marginado por todos

Andreu Navarra 11/04/2018

<p>Retrato de Miguel de Unamuno, de Sorolla.</p>

Retrato de Miguel de Unamuno, de Sorolla.

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Se trata de un rumor palpable, pero inverificable. Para muchos, Unamuno pasó a la historia como un perfecto fascista. Sus desacuerdos con la Segunda República fueron notorios, nadie los niega. Sin embargo, sin conocer la naturaleza anfibológica del pensamiento de Unamuno, resulta muy difícil resumir qué pensó en términos políticos entre 1931 y 1936. En el torbellino. Unamuno en la guerra civil (Marcial Pons, 2018), que acaban de publicar Colette y Jean Claude Rabaté, se propone arrojar luz sobre este tema candente, quién sabe si de forma definitiva, tras décadas de mitos y polémicas. Para estos jueces resultaría una primera sorpresa saber que el rector fue elegido concejal de la coalición republicano-socialista del Ayuntamiento de Salamanca, y que fue él, precisamente, por designación de sus compañeros, el encargado de proclamar la República el 14 de abril. No era solo Azorín quien pensaba que entre la protesta de los noventayochistas y la llegada de la democracia tres décadas después existían muchos nexos de unión. Los republicanos salmantinos lo tenían muy claro: Unamuno fue nombrado alcalde honorífico de la ciudad, fue confirmado como rector entre aplausos y, durante el bienio siguiente, fue colmado de honores por los nuevos gobiernos. Su estreno de Medea en la Mérida de 1933 representó un hito cultural de la República, quien le nombró, también, Ciudadano de Honor.

Unamuno empezó a tomar distancia hacia mayo de 1931. Junto con otros intelectuales (Gabriel Alomar) firmó un manifiesto contra las minorías que se dedicaban a incendiar monasterios e iglesias. El 4 de junio, en Madrid, en un homenaje al gobernador civil Eduardo Ortega y Gasset, banquete organizado por los estudiantes, Unamuno lanzó a los cuatro vientos su voluntad de no ser clasificado como hombre de partido. Sin embargo, el 28 de junio, fue elegido diputado por la conjunción republicano-socialista. Mientras iba escribiendo para El Sol, su nombre llegó a sonar para el cargo de presidente de la República, como sonó también el de Gregorio Marañón unos años después. 

Los autores se encargan de reseguir con detalle las diferencias que fueron produciéndose entre Unamuno y Manuel Azaña. El 28 de noviembre de 1932 critica duramente en la tribuna del Ateneo tanto la quema de conventos como la Ley de Defensa de la República, que juzga inquisitorial. Tampoco le parece bien la expulsión de la compañía de Jesús. La conferencia sobre “El momento político de hoy” fue publicada en El Sol al día siguiente. El 3 de diciembre de 1932, los artículos de Unamuno ya no pueden publicarse en un periódico tan cercano al gobierno, y las alumbra Ahora, el periódico que había fundado Manuel Chaves Nogales el 16 de noviembre de 1930, y que también recogería las firmas de Baroja, Ortega, Gómez de la Serna, Madariaga y Valle-Inclán. En definitiva, desde que Azaña llega a jefe de Gobierno, Unamuno no deja de hacer lo que hizo siempre: oposición. Es decir, molestar, inquietar, remover. En la primavera de 1933, Unamuno dimite como presidente del Consejo Nacional de Instrucción Pública porque no está de acuerdo con las nuevas leyes laicistas. El pensador vasco considera un error arrancar los crucifijos de las aulas, no porque sea católico, sino para que no dejen de serlo los españoles. Llegó a escribir: “Eso que llaman laicismo ha desencadenado la más solapada e innoble persecución contra la fe tradicional de la mayoría de los españoles. Y conste que no comparto esa fe…” (p.73). Es lo que llevaba defendiendo toda la vida: los españoles no debían ser apartados de su fe consoladora, puesto que el mundo moderno solo traía infelicidad. Es lo que se desprendía de su aún reciente novela San Manuel Bueno, mártir (1931). 

Unamuno tronó también contra la autonomía catalana, que consideró cara y antiliberal. Porque precisamente era la tradición del liberalismo español de Cádiz lo que le interesaba destacar como médula del régimen del 14 de abril. Ese pensamiento liberal unamuniano, unitarista, se perfiló como incompatible con la izquierda radical republicana. El mundo político se iba polarizando y Unamuno no conseguía encajar en ninguno de los dos imaginarios ascendentes. El 19 de noviembre de 1933, el Partido Radical de Lerroux presentó a Unamuno como candidato por Madrid sin su consentimiento, pero no resultó elegido. Las calamidades amenazan la serenidad del viejo escritor: en julio de 1933 muere su hija Salomé, y en 1934, su esposa Concha pierde la salud. 

Curiosamente, el mismo día en que empieza a haber muertos en Salamanca, concretamente el 19 de julio de 1936, aparece el último artículo de Unamuno en el diario Ahora, texto en que el que ya se entrevé su voluntad de retraerse del mundo circundante. En el momento del golpe de Estado, Unamuno se encuentra claramente a favor del campo rebelde. En febrero de 1935 había acudido a un mitin de Falange Española al lado de José Antonio Primo de Rivera. En los meses anteriores al estallido, dejó escrito que se sentía aislado y vagamente amenazado por extremistas republicanos. Escriben los autores que “el viejo catedrático parece creer que el golpe de Estado de 1936 es uno de esos típicos y frecuentes pronunciamientos liberales del siglo pasado o, mejor dicho, uno de esos “levantamientos plebiscitarios” sufridos por la joven República en 1932, 1933 o 1934” (p.53). Lo que está claro es que Unamuno llegó a 1936 con la cabeza llena de construcciones político-culturales del siglo anterior, y que no consiguió actualizar su visión del presente. Los autores hablan de “auténtica ceguera”. Franco, Queipo de Llano y Cabanellas, al principio de la guerra, defendían concepciones cristianas y “amor a España y a la República”. Unamuno cayó en la trampa, y no pareció reaccionar hasta que llegaron los fusilamientos de algunos de sus amigos. 

Unamuno “se va hundiendo en un ensimismamiento reforzado por la obsesión del pasado que le impide tener una visión lúcida del golpe militar” (p.54). El viejo escritor no está precisamente en su mejor momento de forma. Por no decir que desbarra. Porque se ha desconectado de la juventud, que considera presa de los extremismos comunista y fascista: “Su adhesión al bando rebelde remata un largo e inexorable proceso de alejamiento de la República al mismo tiempo que traduce el deseo de sumirse en los valores liberales del pasado” (p.55). No andaba muy lejos de lo que fue escribiendo Baroja desde París. Pero esa tercera España liberal, no acertó a imaginarla y defenderla. Posiblemente ya estuviera demasiado cansado. Unamuno pasó los últimos meses de su vida confiando su angustia a su cuaderno Del resentimiento trágico de la vida, leyendo a Shakespeare y poesía italiana, y escribiendo los últimos poemas de su inmenso Cancionero. Todo andaba revuelto, envenenado y confuso. Recibió una carta de la hija de Valle-Inclán, quejándose de que Baroja había escrito que su padre era comunista. Iba consolándose con la Biblia y con llorar a sus muertos de ambos bandos. Su particular “Tercera España” no era más que un cristianismo soñado y alejado del mundo real. Él mismo lo confesó consignando que su España “no era de este mundo”.

A partir del 24 de julio de 1936, Unamuno es uno de los once miembros que continuaría en el nuevo Concejo Municipal de Salamanca. Aún cree que el golpe es un correctivo para el sistema nacido en 1931, no una ruptura sangrienta. Cree que la guerra no va a durar y confía en un triunfo rápido e incruento de Franco. El elemento más incomprensible de la biografía del último Unamuno es la fe y la conexión personal que le unían a Franco. Hay que recordar que el 12 de octubre de 1936, abandonó el Paraninfo de la Universidad de la mano de Carmen Polo. Cuando Unamuno abrió los ojos, tras el asesinato de Lorca y de su amigo Casto Prieto Carrasco, continuó creyendo que Franco estaba mal asesorado, y que su causa seguía siendo cristiana. El objeto de sus diatribas eran Mola y Falange. Lo sorprendente es que no relacionara a Franco con la Guerra de África o la represión de Asturias, siendo un antimilitarista convencido. 

Cuando Azaña destituyó a Unamuno como rector de Salamanca, Franco personalmente lo restituyó en el cargo (decreto de la Junta de Defensa del 1 de septiembre de 1936). Culminaba de esta forma la animadversión personal que existía entre ambos. Desde ese cargo se le indica que debe purgar las plantillas de maestros y profesores izquierdistas. Parece probado que Unamuno intentó mitigar al máximo la labor represora. Sin embargo, anduvo implicado en un total de once expedientes de suspensión de sueldo. Unamuno estaba a favor de restituir la bandera rojigualda y el crucifijo en las aulas, pero no de expulsar a maestros sospechosos ni de fomentar la injerencia del clero en la educación. Mientras perdía su prestigio en el bando republicano, por razones evidentes, desde el bando rebelde ya empezaba a despertar, también, suspicacias, por su falta de entusiasmo. En las entrevistas, su pensamiento era manipulado y tergiversado para dar más realce al bando franquista: cuando se dio cuenta de que se le manipulaba, Unamuno también dejó de concederlas. Se le atribuían adhesiones que no había firmado. Al final, casi no salía ya de casa, preso de dudas, miedos y remordimientos. Sus artículos finales, “Examen de conciencia” y “En el torbellino” quedaron inéditos. 

Sin embargo, consta que Unamuno intentó ayudar a varias familias republicanas en apuros. Todo ello culmina en la fecha redentora del 12 de octubre de 1936, momento en que Unamuno y Millán Astray se enzarzan en una microdiatriba mitificada que oponía la razón del escritor a la necrofilia del militar extremista. Unamuno no podía encajar en ninguno de los bandos, y aunque fue enterrado con ritos falangistas, acabó odiado y marginado por todos. El más duro fue el intelectual soviético Ilya Ehrenburg, quien le había conocido en París, y que le acusó de haber dado la espalda a su pueblo. Para unos era sospechoso, y para los otros un traidor y un indeseable irreconocible. En realidad, se arrepintió de haber dado su adhesión, siempre tímida, a uno de los dos bandos. La culpa lo acompañó a la tumba. Pero está claro que no encajaba ni por asomo en los presupuestos ideológicos del bloque franquista. Unamuno siguió lejos de la épica enloquecida de los propagandistas del Régimen: los Ors, Pemán, Giménez Caballero, Yzurdiaga… Ors y Sáinz Rodríguez, y no Unamuno u otro liberal, iban a tener la voz cantante en la cultura y la enseñanza a partir de 1938. El 26 de julio de 1936, el vasco ya no acudía a los sesiones del Ayuntamiento. Tres días después, se entera de que los cuerpos sin vida de Casto Prieto Carrasco y José Andrés y Manso han sido encontrados en la cuneta de la carretera de Valladolid. Casto Prieto, exalcalde republicano, era íntimo amigo suyo. A partir de entonces, Unamuno llama “perros”, “dementes” y asesinos a los falangistas sin descanso. Millán Astray es “grotesco y loco histrión”. La guerra en curso no era como la que él imaginaba, la guerrita doméstica carlista que había poetizado en Paz en la guerra, sino un conflicto total que no lograba comprender, y que analizó como una patología homicida, a través de categoría que no había actualizado desde 1900.

Las últimas concepciones unamunianas sobre España y la guerra, tampoco pudo llegar a concretarlas en un escrito definitivo o suficientemente coherente. Quedaron las notas de su cuaderno: “No son unos españoles contra otros –no hay Anti España–, sino toda España una, contra sí misma. Suicidio colectivo” (p.144). El principal error de todos era considerar al otro como una Anti-España, cuando la solución era la integración de todos en un espacio tan español como liberal. En los días finales, solo recibe las visitas de algunos jóvenes admiradores falangistas: Eugenio Montes, Bartolomé Aragón y José María Ramos Loscertales. El 31 de diciembre de 1936, ruega a este último que no lo visite más con la camisa azul, justo antes de desvanecerse y fallecer. 

Actualmente se abusa del término fascista. Para que alguien sea “fascista”, han de converger, entre muchos otros, dos factores que no pueden faltar: la creencia en un Estado corporativo que niegue o encauce los conflictos laborales y sociales y la apelación a la violencia para eliminar al oponente político. Ninguno de los dos aparece en la prosa y los comportamientos de Unamuno, siempre pacifista, y siempre dispuesto a pensar o soñar un espacio “liberal” de convivencia donde todas las propuestas tengan espacio y tribuna. Su patriotismo fue tolerante y especialmente amigo de las minorías étnicas y religiosas. El liberalismo le parecía una opción moderada entre catastrofismos antisistema. En este sentido, no andaba muy alejado de Baroja y de Ortega. A las puertas de la guerra civil, a Unamuno le horrorizaban tres cosas: la debilidad de los republicanos, la osadía de los extremistas y la ignorancia de los seguidores de los partidos. Es lo que llamaba “degeneración espiritual de nuestra juventud militante espantosa”.

En el torbellino era un libro necesario. Cada vez se impone más la historiografía que nos traslada del mito al logos. Sin serenidad ensayística, nadamos entre deseos y fobias en lugar de escudriñar en el archivo lo que pasó de verdad. Esta clase de libros, con su exquisito rigor documental, ponen las cosas en su sitio. O, por lo menos, lo intentan. No resulta fácil catalogar el pensamiento de Unamuno. Para una mente compleja hace falta un acercamiento complejo. Colette y Jean-Claude Rabaté han conseguido cimentar esa base metodológica tranquila sin la cual resulta imposible aclararse y orientarse. Explican: “Animados por el deseo de acercarnos lo más posible a una “verdad” histórica por supuesto multiforme y compleja, juntamos y contrastamos documentos, colocando las declaraciones y escritos públicos de Miguel de Unamuno en perspectiva, manejando con cautela la prensa de aquella época, especialmente las entrevistas con periodistas extranjeros”. Y además, han logrado un libro vibrante, ameno. Marcial Pons se apunta otro tanto para su catálogo excepcional.

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Andreu Navarra

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3 comentario(s)

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  1. jose

    Los intelectuales y sus mixtificaciones. Es que ellos no pertenecen a ninguna clase ni disfrutan de los beneficios de esa clase.

    Hace 5 años 10 meses

  2. Para Uno

    Triste sí. Patética, vergonzosa y ridicula es la figura del español medio. Aquel que no supo crear una ideología suficientemente sólida (incluso hoy sucede) para plantar cara a un levantamiento fascista. Un levantamiento, no olvidemos contra un gobierno que se supone de izquierdas pero que en ese momento histórico venía de asesinar a mineros asturianos. Una izquierda que en mitad de un conflicto bélico contra los verdugos fascistas se dedicó a ajustar cuentas entre ellos sin haber terminado con el enemigo (hablo del triste, patético, vergonzoso suceso que tuvo lugar en Cataluña en el que los comunistas asesinaron a dos centenas de anarquistas) Unamuno, como muchos otros fue incapaz de decidirse entre el salvajismo fascista y la ignorancia, torpeza y cainismo republicano. Y es que ¿por qué elegir entre tanta mediocridad?

    Hace 6 años 7 meses

  3. Uno

    "... siempre pacifista, y siempre dispuesto a pensar o soñar un espacio “liberal” de convivencia donde todas las propuestas tengan espacio y tribuna" -> "Ahora hay que seguir apoyándolos [al bando franquista], es la única opción" (citado de memoria de 'Agonizar en Salamanca'). Y ésto después de haberse dado sobrada cuenta de lo que hay y haber protagonizado el dichoso incidente con M. Astray. En definitiva, que está bien que vayan saliendo libros que nos ayuden a comprender mejor la triste, patética, vergonzosa y ridícula figura del fascista y ultranacionalista español Unamuno.

    Hace 6 años 7 meses

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