Tribuna
El discurso del método
El mensaje de Felipe VI el 3 de octubre de 2017 tranquilizó a algunos y puso nervioso a otros. La fría exposición de la razón de estado en horario de máxima audiencia
Jordi Amat 20/04/2018
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Desde primeras horas del 1 de octubre, X. –un hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra– fue incapaz de levantarse de la cama. Vivió demasiadas horas depresivas. Su mujer no sabía exactamente qué hacer para apaciguar su angustia. Ella llamó a algunos amigos para que les acompañasen, prácticamente como si estuviesen viviendo un duelo. Desde la cama, X. se cruzaba mensajes con su padre. Demasiada zozobra. Sentía el resquebrajamiento nacional como una ruptura interior. Hasta que apareció el Borbón, la razón de estado se impuso catódicamente y él sintió que la herida empezaba a suturar. Y respiró.
Algo similar le ocurrió a Y., otro amigo desarbolado. Eran ya demasiadas semanas de intensificación de las emociones. ¡Qué semanas! Meses, incluso años. Tantas horas, tantos días, pensando que ese día, a pesar de tanta propaganda y tantas manifestaciones, no iba a llegar. Pero, al fin, la tragedia era presente y la catarsis apaciguadora parecía que no sería posible. No podría volver a sentir su ciudadanía como la había vivido desde hacía décadas. La extraña huelga general del 3 de octubre, cuando el procés mutó –de acumulación de legitimidad empezó a transformarse en un movimiento desestabilizador–, Y buscó las seguridades perdidas. La calle estaba paralizada, su despacho solitario y su espíritu estaba en combustión en las calles vacías. Encontró algo de paz en casa de su exmujer, pensó que tal vez hallaría más paz si pasaba unas horas en la casa del Padre. Parece una escena pensada para que la interprete Luisa Elena Delgado con su caja de herramientas. Y entonces Y. supo que el Borbón hablaría. Lo escuchó como todos lo escuchamos. Y como casi todos, quedó paralizado. Pensó en esas palabras que había escuchado y, al cabo de media hora, respiró.
En mi nube, no fueron sólo ellos. Z., un hombre de letras constructivo (no es contradictorio) que llevaba años trabajando para evitar que se produjese esa ruptura convivencial, que durante las últimas semanas incluso había discutido con amigos de letras con los que se había bebido Barcelona entera durante años; Z., digo, sentía que tal vez lo mejor sería preparar las maletas y recorrer a la inversa el cordón umbilical que le devolvería a la seguridad de su Madrid natal. Demasiada desazón. Hasta que ese hombre paralizó la angustia. Z. no bajó al garaje. Dio un beso el bebé. Deshizo las maletas. Colocó de nuevo la ropa en los cajones de casa y colgó las camisas en el armario del piso. Y él también respiró.
A otros, en cambio, más que respirar, se les aceleró el pulso. Durante los últimos meses ese político con cargos de responsabilidad en la Generalitat de Catalunya recibía llamadas de algunos empresarios importantes de la ciudad. Paradlo, le pedían. Pero había otros, con el pelo suelto de la estelada moldeando el viento (en el mástil, severo e inhiesto, plantado en el jardín de su segunda residencia), que esa noche por primera vez enviaron mensajes al consejero. El medio no era el mensaje. El mensaje era el mensaje. Paradlo, le imprecaban.
El método del discurso había sido la fría exposición de la razón de estado en horario de máxima audiencia. Fernando Savater, desde su columna, aplaudía porque en su hora más grave Felipe VI no había pronunciado la infausta palabra: diálogo. Ese había sido su acierto. Esa, como si lo nuestro fuese ETA matando y extorsionando, sería la salvación. El Rey severo, en el séptimo párrafo de su discurso y ante la atenta mirada de Carlos III, pedía que se abriese la puerta del Castillo: “Ante esta situación de extrema gravedad, que requiere el firme compromiso de todos con los intereses generales, es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y el autogobierno de Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía”.
¿Hasta dónde podía bloquearse la autocrítica para impedir un cuestionamiento de lo ocurrido?
¿Hasta dónde podían llegar “los legítimos poderes del Estado” para asegurar la unidad territorial, y emocional, amenazada tras 72 horas instalados en Cataluña en un escenario de revolución banal, estéril y violenta represión policial, desbordada parálisis social? ¿Hasta dónde podía llegar la desconexión entre estado de derecho y una mecánica democrática averiada por la dejación de responsabilidades de los líderes políticos que han gobernado durante el último lustro? ¿Hasta dónde podía bloquearse la autocrítica para impedir un cuestionamiento de lo ocurrido?
Como no son preguntas que toleren el subterfugio como respuesta encubridora, más valía empezar a suministrar placebo a gran escala para cimentar la ofensiva. Ante la posibilidad de que el Estado de Derecho mostrase su lado oscuro, cuando el fuego de Mordor debía arrasar el llano, el mejor analgésico sería el nacionalismo como consolador. Banderas, banderas, banderas. Y a más nacionalismo, mayor tolerancia colectiva para que la ley –el nacionalismo español tiene una lectura pétrea de la Constitución como sacrosanto factor diferencial, la Carta Magna se ha transformado en el sagrario donde se adora una soberanía grande y libre– resolviese una crisis constitucional mutada en crisis institucional y, al fin, en tensión social sufrida por unos y por otros con un nivel de emotividad que a día de hoy imposibilitan el pacto. Lo tuvieron clarísimo los manifestantes que inundaron el centro de Barcelona en una manifestación de cara constitucional y cruz nacionalista. Debían dar un viva. Y gritaron a una, viva el Rey.
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