
En CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
CTXT necesita un arreglo de chapa y pintura. Mejorar el diseño, la usabilidad… convertir nuestra revista en un medio más accesible. Con tu donación lo haremos posible este año. A cambio, tendrás acceso gratuito a El Saloncito durante un mes. Aporta aquí
Mi abuelo había sido falangista. Falangista siervo, pobre. No pobre de no comer, me decían. Hambre no pasó nunca ni él ni mi abuela porque se llevaban bien con el señorito y atendían a sus requerimientos con el lomo blando. El señorito, cuentan, los respetaba. Si no conocieron el hambre, fue por azar y por una forma de inteligencia que consiste en ajustar el deseo y la sentimentalidad a las condiciones que te permiten masticar tranquilo y sobrevivir.
Este abuelo me recibía siempre en el umbral: no nos besaba, a él se le daba la mano, y si yo llevaba una bolsa en la derecha y le ofrecía la izquierda, me corregía: “No, no, los hombres dan la mano con la derecha”, lo decía con gracia, y yo cambiaba y le tendía la diestra y apretaba fuerte, y él lo celebraba con su boca húmeda, y a mí me entusiasmaba que me considerara hombre, y luego, al bajar a la calle, me ponía a repartir mi mano derecha como garantía de algo que no terminaba de entender. Até cabos años después, cuando supe que mi familia, como todas, formaba parte de una historia más grande. El caso es que mi abuelo no conocía el color rojo, él decía colorado. “¿Quieres un chupete (caramelo, en manchego)? De los coloraos te gustan a ti, ¿eh?”. El rojo para él era otra cosa: un estado necrosado del alma. Las fresas, las manzanas, la chistorra eran colorás.
Mi otro abuelo, mi yayo, 20 años más joven, sí pasó hambre de no comer. Cuentan que un día mi bisabuela expulsó del útero una especie de piel de pollo cruda: ése era mi yayo. Comida no había, pero el pellejito respiraba. Días después, al llegar del campo, su padre miró cómo su mujer se asomaba a un montoncito de telas mullidas y hacía alguna carantoña: “¿Aún está vivo ese?”, preguntó él, entre admirado y triste. Mi yayo creció comiendo cáscaras de cosas y robando a los niños de uniforme algún que otro bocadillo de panceta. Él sabía que era socialista porque lo habían sido en su casa, pero tampoco conocía el color rojo. “Toma, pinta eso de colorao”, decía dándome un bolígrafo y mirándome dibujar como quien observa a un guacharillo tropezándose en las olas en la orilla. Se mondaba de la risa.
Yo me acostumbré a que en el colegio me hablaran del rojo de las rosas mientras mis abuelos decían siempre colorado. Gracias a eso, percibía una doblez maravillosa en ese color, era como si tuviera un alma variable, como si respirara. Eso, reconozco, también me asustaba un poco. Una vez, una niña de clase, jugando a eso de fingir ser padres y madres (a papás y mamás, lo llamábamos), dijo que yo haría de su hijo y me soltó un beso en la cara. Nunca supe si me había puesto rojo o colorado.
Fueron los franquistas quienes quisieron erradicar ese color como quien decreta prohibir el oxígeno o las semillas. Pero seguían existiendo las amapolas, las frambuesas, los rubíes, las mejillas... Tuvieron que optar por cambiarle el nombre. Creían que así secuestraban una parte de la realidad. Eran unos ilusos: unos ilusos que mataron a cientos de personas.
Ahora se vuelve a prohibir un color. Le toca al amarillo. En un partido de fútbol, en esa cosa que llaman Copa del Rey, se plantó la policía a las puertas del estadio y prendió decenas de objetos amarillos –dicen que en mitad del cacharreo del registro se quedaron mirando, con los colmillos fuera de la boca, cómo cruzaba el cielo una bandada de canarios.
Esposaron camisetas y bufandas que ahora están en prisión preventiva porque hay riesgo de reiteración delictiva. Son prendas que se contradicen, uno no se puede fiar de ellas. Parece que en las noches deponen su actitud y se vuelven oscuras, pero a poco que haya luna y entre algo de luz, reinciden: amarillean. Un enemigo tan testarudo amenaza la estabilidad del país.
Imagino que andarán reunidos en una mesa larga y caoba. Se habrán congregado algunos miembros del CNI, la cúpula policial, un par de ministros y algún sepulturero de palabras homologado y miembro de la RAE. Como periodista, mi tarea es hacer las cosas fáciles al Gobierno y por eso me atrevo a sugerir algunos sustantivos para sustituir al condenado amarillo. Ahí van: color solsticio, narciso, otoño, trigal, maíz, verano, iris, alboreá; color mediodía, limón, arroz, domingo, color Vivaldi; color quizás, playa, arpegio…
CTXT necesita un arreglo de chapa y pintura. Mejorar el diseño, la usabilidad… convertir nuestra revista en un medio más accesible. Con tu donación lo haremos posible este año. A cambio, tendrás acceso gratuito a El...
Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí