RAFAEL REIG / Escritor
“Sólo en la infancia la vida sucede de verdad”
Miguel Ángel Ortega Lucas 25/04/2018
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Y si quieren saber del pasado del escritor, profesor, columnista, irredento bon vivant Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), si le preguntan por su infancia, por ejemplo, es posible que les responda, si no con una mentira, sí con una broma. Cuanto menos, enarcando esas cejas que tiene de lazarillo viejo, y carraspeando alguna risa que quite importancias al asunto.
Objetivamente, según él, tampoco tuvo mucho de qué quejarse.
De hecho, de lo que se queja es de haberse llevado tan bien con sus padres, de que fueran “burgueses ilustrados” contra los que no había manera de discutir, ya jovencito. “No tuve oportunidad de ser rebelde en casa porque mis padres eran más bien de izquierdas y no hubo ningún problema”. Pero ése, según él, fue justo el problema: “Tengo una falta de personalidad terrible, porque creo que la personalidad se hace en contra de alguien, y a mí mis padres me caían muy bien.... Eso de llamar viejo a mi padre”, como hacían sus congéneres de los ’70 y ’80, “a mí me parecía absurdo. Entendían más que yo de muchas cosas... Por eso soy un hombre sin sustancia; no tuve obstáculos”.
Nuestra conversación con este hombre sin personalidad, sin sustancia (esta revista es un experimento suicida que cobija a personajes así; no pregunten por qué), fraguada en el café de un hotel madrileño, comienza por ahí, por las infancias, porque Pedrito Ochoa nació el mismo año que Rafael Reig: 1963. Sólo que Ochoa no era hijo de ingeniero de caminos, como Reig, sino casi hijo de nadie y criado en un hospicio madrileño, artillado de monjas, mientras el mundo exterior llamado España se preparaba ya para la muerte del patriarca Francisco Franco y poder hacer películas de monjas travestidas.
Pedro Ochoa es el protagonista de la nueva novela de Rafael Reig, Para morir iguales (Tusquets). Un muchachín de doce años que miraba desde la ventana nocturna las luces “de la ciudad inalcanzable” y recibía en ocasiones la visita de la Virgen. “Llena de gracia”, con los pechos “como bóvedas de basílica”, y acento andaluz, de Málaga. Pedro no recordaba ya entonces el nombre de sus padres. Sólo que “mi madre estaba muerta y mi padre en la cárcel”. Su narración llega hasta nuestros días, recordando, para comprenderlo, todo aquello.
Hace ya rato, desde tres o cuatro novelas para acá, que Reig no escribe –como contó a Luis Alemany en El Mundo hace unos años– para “caer bien” a nadie, aunque le hayan dado (¡tú también, hijo mío!) algún premio, como el Tusquets de Novela en 2014 por Todo está perdonado. Pero lo cierto es que ya en sus artículos en Público de hace una década podía intuirse que el hacer la corte no fue nunca una de sus prioridades. Por eso es tan grato encontrarse en esta mesa con un hombre que cae bien de manera instantánea; de ésos que, si huyen de hacer la corte, es precisamente por no soportar solemnidades –la más refinada forma de la cortesía.
Allá al fondo de los ojos oscuros de pícaro bueno, de sibarita humilde, puede leerse también el dogma central del protagonista de su libro, según el cual “el mundo se divide entre los atractivos, llamados a dirigir, y los invisibles y sin opinión”. Algo que suele determinarse también en la infancia.
Que es un sitio del que rara vez se vuelve.
Al protagonista de su libro le sucede que, mucho después de salir del hospicio de monjas, y de juntarse con los que mandan, descubre que en el fondo nunca se fue de allí. ¿No le parece que varias generaciones de españoles, a pesar de no haberse criado en un hospicio, viven aún en un hospicio mental, emocional, moral...?
Ésa es mi idea. El pasado no termina nunca de pasar, como decía Faulkner. Y por otro lado lo que sugiero en la novela es que sólo en la infancia la vida sucede de verdad. Después de eso es una simulación. Los niños se ocupan sólo de las cosas importantes, mientras que los adultos estamos en imbecilidades... A partir de cierta edad algunos tenemos la sensación de que nuestra vida es falsa, de que hacemos un papel. Lo de los niños es más intenso. ‘Si te puedo dar una hostia y quedarme con tus canicas, pues te la doy’. Por eso, sienten también un rencor absolutamente majestuoso.... Nosotros ya ni querríamos darle una hostia al jefe, cuando deberíamos sentir ese rencor por no llegar a fin de mes. El protagonista dice también en algún momento que estaban muy orgullosos de dar miedo a los ricos. Piensa en los de abajo: ¿le damos miedo a alguien?
No. Pero tenemos Twitter.
Claro... Y sentido común, que es una losa, porque es el sentido común de los que mandan.
Y lo políticamente correcto.
Hoy en día nadie puede tener malos sentimientos. Esto de que a los niños no hay que darles juguetes bélicos: pues una tontería. Porque todo es una agresión; en los puestos de trabajo, en los sueldos... Cuando vas a alquilar una casa vaya agresiones sufres... “Sentido común” lo llaman. Es invasivo, aplastante. Un instrumento de represión. No hace falta el látigo. Con que les des un móvil y unas vacaciones de veinte días al año, y sentido común para que no se rebelen... Dicen: “Es que tienes que entender que la empresa ahora...”. Pero ¿qué tengo que entender si tú te has comprado otro coche? “Ah, no, es que es más complicado...”. Ningún niño se contentaría con eso. Diría: no, no es nada complicado; ¿cuánto ganas tú? Es un sentido común mucho más peligroso el de los niños. Lleva a entender las relaciones de una forma más directa.
[A pesar del sentido del humor, vitriólico, del que suele tirar Rafael Reig, parecen resonar ecos, leyendo esta novela suya, de algunos antecedentes literarios que testaron de manera implacable el frío de las infancias de posguerra: Delibes, Umbral, Laforet... Ese frío y esa tristeza de la España de entonces parecen desembocar naturalmente en este hospicio madrileño que cuenta Reig, bien entrados ya los ’70. Por ejemplo, en el párrafo (tan sin sustancia) que sigue:
“El halo tembloroso de la luna daba frío y Escurín, de tanto imaginar a su madre contando estrellas, tenía los ojos encharcados, y al parpadear se le mojaban las pestañas como un pincel. Cuando se acabó el cigarrillo que compartíamos, cerramos la ventana:
–Cerco de luna, agua segura –vaticinó.”]
...Y no es mi caso personal, porque yo viví esa época en una posición social de privilegio, la España alegre y faldicorta de los ‘70 y ‘80... Pero alguien de mi edad que hubiera estado en un orfanato hubiera estado en una burbuja temporal, una prolongación de la posguerra. Por eso me parecía más interesante ese grupito de amigos, que podían decir: ‘Yo no voy a protagonizar la transición, pero es que además me ha quedado el franquismo metido en la sangre’. Este chaval lo que dice es: ya no tengo arreglo. El sexo para él siempre va a ser algo culpable.
Sería lógico pensar que a la gente de su generación, los que rebasan ahora los 50, no tendría por qué alcanzarles ese tipo de losa, y sin embargo existe, ¿no? Aquí en España no hubo en los ‘60 festival de Woodstock, ni París...
No hubo nada de eso y no hubo democracia consolidada... Pero yo es que creo también que no es posible hacer lo que te dé la gana. Hay que ser lo más libre posible. Pero comparto con mi protagonista eso de que las relaciones sexuales son complicadas. Producen dolor. Dolor moral. Sentimientos contradictorios. Muchas veces la única libertad que tienes es la de renunciar a parte de tu libertad por la otra persona. La libertad a ultranza no me convence porque no funciona.
Puedes hacer daño a quien más quieres por hacer lo que te da la gana... Me recuerda todo esto a José Alfredo Jiménez, cuyos versos utiliza siempre como pórtico a los capítulos de la novela: ¿por qué?
Porque es la música que yo oía siempre en mi infancia y juventud, y la que sigo oyendo. Me crié en Colombia en parte y oíamos muchos vallenatos y rancheras... El cancionero de José Alfredo me parece más importante que el de Petrarca, porque es realmente un depósito de sabiduría y de análisis de la emoción humana violento, intenso, trágico, dulce... que llega a todo el mundo, sí, y además con esa música maravillosa... La novela, a mi modo de ver, empieza con algo muy realista, que es la infancia, y luego se transforma en lo que es nuestra vida; una fantasmagoría. Ese ambiente nebuloso bajo el cual está sin embargo la realidad, llena de placer y de dolor, de rencor y de amor, todo ese archipiélago de sentimientos, porque los sentimientos no son islas sino archipiélagos: odias y amas a la vez. Entre los creadores que con más acierto lo han expresado es José Alfredo Jiménez.
[...Y si quieren saber de tu pasado,
es preciso decir una mentira.
Di que vienes de allá, de un mundo raro;
que no sabes llorar, que no entiendes de amor
y que nunca has amado...
‘Un mundo raro’; J. A. Jiménez. Cantado por Chavela Vargas.]
¿...Es preciso decir una mentira, es decir, es necesario matizar con el humor a veces el relato, para decir algo que de otra forma resultaría demasiado crudo?
También por eso en la novela aparece mucho la cultura popular. El Lute, las apariciones, los niños robados... Lo que ahora se llama leyendas urbanas –un término un poco idiota...–. Entonces todo el mundo tenía miedo de desaparecer. Podían raptar a los niños en cualquier sitio; los hippies, los gitanos... ¿Por qué era tan fuerte eso entonces? Porque estaba desapareciendo la gente. Aquí, pero en Chile y Argentina de mil en mil. Pero eso no se podía contar. Creo que la leyenda, la cultura popular, está contando una verdad deformada, desfigurada, para contarla de la única forma balbuceante que puede. Por eso a mí me interesa mucho la cultura popular. Puedo leer mucho a [T. S.] Eliot, pero me interesa José Alfredo al mismo nivel.
Rafael Reig era, por esos años de su niñez, “muy buen estudiante”, y también “gordito, el gordo de la clase”. “Entonces, creo que en todo lo que yo haga”, responde cuando le preguntamos por la intención profunda de este libro, “estoy vengándome de lo que sufrí con eso. Bueno, no hay que magnificar... Pero ese rencor hacia la gente atractiva que hay en la novela tiene una base autobiográfica. Había quizá una especie de... Siempre me he planteado que el atractivo físico, la inteligencia, el dinero... en el fondo es lo mismo. Sigue siendo la lucha por el poder. Por qué yo, porque puedo argumentar mejor, puedo ganar una discusión con mi pareja. Ella te puede decir: ‘Sé que no tienes razón, pero no me sé defender como tú’. Qué diferencia hay entre eso y uno que da un puñetazo a otro; como soy el más fuerte me hago valer, como en el colegio; como soy inteligente también... Puedes ser fuerte, y eso ¿a qué te da derecho? Del atractivo físico ni discutimos. Todos lo aceptamos. Pero los niños al listo de la clase le dan una hostia... Yo reivindico el rencor del que ha sufrido, al que han hecho daño”.
¿Qué sería para usted alguien ‘pobre’?
Es que yo he sido rico y la diferencia está muy clara. Si ganas por debajo de 15 o 20.000 euros al año, eres pobre. No hay mucha discusión. Tu vida estará siempre limitada por la falta de dinero. Ser pobre no es ninguna tontería. Ni ser rico. Yo quiero ser rico, como el de la novela, aunque él es un poco cabrón y yo soy partidario de la igualdad.
Será también de la opinión de que hasta para morirse los habrá unos más iguales que otros.
En todo, en todo... A ver por qué mi hija tiene que tener menos oportunidades que otro que ha podido llevar a la suya al liceo francés... Por qué uno tiene que ganar no sé cuánto más que otro que se pasa el día desatrancando tuberías... Vivimos en un mundo cada vez más desigual. Tiene que haber diferencias, pero no tan grandes. Y cada vez son mayores.
¿Y sabe cómo le gustaría morirse?
Sí. Desde luego en mi casa. Vamos, no me voy a morir en un hospital. Y escuchando a José Alfredo. Con mis libros, mi música, mi whisky, mi tabaco... Y si es necesario mandaré a mi hija a comprar coca o heroína para mantenerme sin dolor. Lo que considero que es una muerte digna. Yo soy un caballero y me muero en mi cama. He procurado vivir de forma tal que puede que tenga una muerte casi repentina, lo cual me complace porque no voy a ser una carga para nadie. Es lo que me gustaría.
...Y si quieren saber de mi pasado,
es preciso decir otra mentira.
Les diré que llegue de un mundo raro;
que no sé del dolor, que triunfe en el amor
y que nunca he llorado.
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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