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Voy a Madrid a ver el espectáculo La Fiesta de Israel Galván, Pedro G. Romero y el Niño de Elche (y más gente) en los Teatros del Canal.
En el autobús, detrás, una chica gitana y guapa dice por teléfono: “Esta noche voy a hacer la soleá de La Serneta”, y otra chica y chico joven que se acaban de conocer hablan de esas cosas que tiene Madrid y no tiene su pueblo.
Parada en Almuradiel, los camiones, el frío, las pulgas de jamón, los bocadillos, las tortillas de patatas, los llaveros de la tienda de recuerdos. “No te irás de esta villa sin probar una rosquilla”.
Ya estoy en el teatro, faltan veinte minutos, me voy al servicio. A mi lado orina un tío alto, y mientras lo hace chatea por el móvil. Si la conversación o la meada duran diez segundos más se mea en su teléfono.
Aquello empezó y la fiesta resultó ser una ristra de latigazos de noventa minutos, una ocupación echando abajo las puertas a patadas. No hubo convención, instrucción de orden que no fuera minuciosa y agresivamente vapuleada. Todo fue una radical defensa de las incoherencias de la vida, de su irreductibilidad, un acto de rebeldía contra cualquier forma de dictado, una bacanal de vitalismo no carente de oscuros, la apología de una vida que no admite juicios. En esta propuesta el humor se desata con particular virulencia, algo que Galván venía apuntando cada vez más, particularmente en Flacomen, y se ha convertido tanto en un modo de conocimiento como en un arma de destrucción masiva. De la mano del humor, la imprevisibilidad y el inconformismo se fraguó una propuesta colectiva extraña que aún no sabemos qué terminará siendo.
La Fiesta fue la soleá de La Serneta, las rosquillas de Almuradiel, una pulga de jamón, una meada en un móvil.
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Autor >
Ángel Ramírez Troyano
Es sociólogo del Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA) del CSIC.
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