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Madrid Broadway

La cartelera madrileña acusa los efectos de una colonización anglosajona que se desentiende una rica tradición de teatro musical

Carlos García de la Vega 19/05/2018

<p>Cabaret, en el Teatro Rialto de Madrid.</p>

Cabaret, en el Teatro Rialto de Madrid.

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Quien quiera pensar que a Madrid los musicales llegaron en 1992 con la adaptación de Los miserables en el teatro Nuevo Apolo, de la mano, entre otros, de Plácido Domingo, es que no conoce la historia de Madrid. Actualmente están en cartelera El guardaespaldas, Billy Elliot, El Rey León, etc. Esta colonización anglosajona viene a reflejar, de una manera un poco más agresiva que en el pasado, una tradición muy madrileña: la de adoptar, adaptar y hacer propios los usos del teatro extranjero. Madrid siempre fue y sigue siendo un lugar de acogida que no hace preguntas, y que integra a todo el que viene de fuera como si llevase aquí toda la vida. Gracias a la influencia italiana, Madrid se convirtió en el siglo XVI en un verdadero Broadway, cuando el actual barrio de Huertas era el epicentro de esa ciudad trufada de corrales de comedias, donde la música y el teatro no paraban de trenzarse.

Hay una figura de vital importancia en el panorama teatral de la ciudad en el siglo XVI, y que fue mencionado por todos aquellos que le conocieron, y que después de su muerte se popularizó todavía más como personaje del teatro de títeres. Se trataba del actor y empresario italiano Ganassa, que llegó por primera vez a Madrid en torno a 1575. Era empresario y actor de una compañía de commedia dell'arte. La introducción de esta disciplina teatral en España sirvió de puente para el público español entre Lope de Rueda y los autores del Siglo de Oro, seduciéndoles con su visión arquetípica y farsesca de lo dramático. Pero en tanto que no hablaban español, para hacer sus espectáculos más accesibles, tuvieron que recurrir, durante sus representaciones, a actores españoles que intercalaban en medio de las escenas canciones a las que el público se fue aficionando.

Gracias a la influencia italiana, Madrid se convirtió en el siglo XVI en un verdadero Broadway

Ganassa también contribuyó de manera significativa a que corrales como el de la Pacheca y su contiguo, el del Príncipe, que estaba en el solar del actual Teatro Español, estabilizaran su aportación a las Cofradías que sostenían económicamente los Hospitales de la Villa de Madrid. Fue él quien introdujo la fórmula de alquilar el corral por largas temporadas, permitiendo que fuese rentable dotarlo de un escenario estable, y no portátil. Es sorprendente y muy moderno este sistema de corrales de comedias de la Villa de Madrid, al encarnar un modelo de gestión cultural (si es que podemos hablar de ese engendro de concepto en aquella época), en el que todos ganaban: las cofradías, que financiaban los hospitales que atendían a los enfermos; las compañías de comediantes, y además, los habitantes de Madrid, que acudían encantados a los espectáculos. Cabe señalar además que, a diferencia del sistema de teatros de corte o nobiliarios de otras partes de Europa, la transversalidad social era un hecho palpable en estos teatros, aunque debidamente compartimentada en los diferentes espacios. Pero tener que compartir carcajadas, aplausos o abucheos de gente de distinta clase social suponía un avance democrático impensable en el teatro cortesano. 

Ganassa fue uno de los morteros que ensamblaron de forma orgánica la música y la declamación en los corrales de Madrid, y fue generando un caldo de cultivo que dio lugar a la consolidación del teatro del Siglo de Oro español, que sin lugar a duda siempre fue musical, en el sentido de que la música estaba presente a lo largo de la representación, y sobre todo en sus entreactos. Era normal que los actores tocasen algún instrumento, y entretuviesen el público con tiradas de coplas con estribillo de contenido burlesco en forma de seguidillas, un género genuino que resistió intacto otro embate italiano. 

Gracias al gusto esnob de la corte del momento, otra compañía de italianos fue impregnando Madrid con un aroma como de café: el aroma de la ópera. Vista en perspectiva la historia de la ópera, desde un punto de vista económico, es la historia de una continua bancarrota. Más bien de una estafa piramidal. Con la ópera mucha gente ha ganado mucho dinero, pero también mucha gente lo ha perdido, invertido sin recuperar ni un céntimo, y lo ha gastado como quien consumía un bien de primera necesidad. Pensemos en la sensación de prestigio y autosatisfacción que hoy en día provoca en los usuarios de productos Apple. Pues algo así ha sido la ópera a lo largo del tiempo para nobles, reyes y burgueses. A través del Coliseo del Buen Retiro (en el actual parque del Retiro) y el Coliseo de los Caños del Peral (donde ahora está el Teatro Real) la ópera fue seduciendo cada vez más al público madrileño.

Con la ópera mucha gente ha ganado mucho dinero, pero también mucha gente lo ha perdido, invertido sin recuperar ni un céntimo, y lo ha gastado como quien consumía un bien de primera necesidad

Hubo géneros propios que se hibridaron con el tándem recitativo-aria da capo de la ópera italiana y otros que permanecieron intactos integrados en la gramática del teatro musical. Uno de ellos, cuya evolución es interesantísima, es el género de la jácara. Comenzó siendo un romance que hacía las veces de entremés, y que describía las andanzas de los "jaques", una especie de arquetipo español, quién sabe si influido por la commedia dell'arte, del rufián, del pícaro. Se hicieron tan populares que dieron lugar a la jácara musical, una de las danzas más populares de la época, y que tenía un esquema musical ternario, muy vivaz, y de fórmulas melódicas muy cortas. 

Madrid también fue testigo de un género de vida cortísima pero que animó sus teatros y corrales en la segunda mitad del siglo XVIII. Siempre explican la transición del Barroco al Clasicismo poniendo el foco en La Serva Padrona de Pergolesi (1733), especialmente a partir de su segunda interpretación en París, que fue aparentemente escandalosa por lo que se conoce como la Querella de los bufones. La polémica enfrentó a los defensores de la tradición francesa y los que pretendían, con Rousseau a la cabeza, internacionalizar el lenguaje del teatro musical francés. Es otras palabras: italianizarlo. En Madrid, sin embargo, con la hibridación ya resuelta con mucha maestría a lo largo de los dos siglos anteriores se originó la Tonadilla Escénica. Fue un género particularísimo, que en lo estético sentó las bases de lo que todavía hoy conocemos por "lo español" y que en lo musical era una adaptación local del clasicismo que imperaba en Europa, mezclado con los elementos más característicos del lenguaje musical local que pervivían desde la época de Ganassa. Tenían pocos personajes y un marcado carácter satírico. Fue un género que desapareció tal como vino, arrollado por la invasión francesa. Lo que nosotros hoy en día conocemos por “tonadilleras”, derivan directamente de que estas tonadillas eran muy a menudo para soprano sola, y hubo cantantes/actrices que se encasillaron en esta especialidad. 

En las jácaras y las tonadillas encontramos dos ejemplos perfectos de lo que sería un verdadero teatro musical nacional, pero todavía hay un tercer factor para tener en cuenta. Por iniciativa de varios compositores de mitad del siglo XIX, se creó en Madrid la Sociedad Lírica Española, un proyecto empresarial para producir teatro musical en castellano, que inició sus funciones en el Teatro del Circo de la Plaza del Rey (curiosamente donde hoy está el Ministerio de Cultura). En un principio Barbieri y compañía, en aquella primera época de la zarzuela, no hicieron otra cosa que adaptar al castellano piezas de teatro musical francés. Pero al público madrileño el teatro musical en castellano le encantó, y tuvo un éxito sin precedentes que hizo ricos a aquellos accionistas. De hecho, ellos mismos reunieron en poco tiempo el capital para construir el actual Teatro de la Zarzuela, que inauguraron en 1856. Con aquel género y sobre todo con el casticismo que se empezó a introducir a partir del último cuarto del siglo XIX, Madrid sonaba y resonaba cada noche en sus teatros en representaciones que mezclaban texto declamado con texto cantado. Con la aparición de lo que conocemos como género chico, aquel cuyas piezas tenían menos de una hora de duración, la asequibilidad y el éxito fueron tales que los teatros programaban hasta tres representaciones diarias. La lista de títulos de zarzuelas chicas es eterna, y aunque al repertorio se han incorporado relativamente pocos, su producción era casi industrial, y hoy podríamos equipararlo a la incesante producción de ficciones audiovisuales para la televisión, por su carácter eminentemente efímero.

Con el siglo XX llegó el segundo momento dorado de la zarzuela, con una vocación más internacionalista en el sonido y más ampuloso en los libretos. En aquella época el epicentro era el Teatro Lírico o Gran Teatro de Madrid, en la calle Marqués de la Ensenada, actual sede del Consejo General del Poder Judicial. Paralelamente, surgía un género musical que sí  encandiló a Madrid y que, por razones obvias, se mantuvo durante el franquismo: el de la revista musical.

Si, en vez de querer pensar con grandilocuencia, hiciésemos un repaso imparcial de lo que ha tenido éxito en Madrid, verdadera ciudad del teatro musical, desde hace más de tres siglos, sería muy fácil darse cuenta de que el teatro musical autóctono no tendría necesidad de nutrirse de productos importados y replicados. Además, quien dice en Madrid dice en el resto del territorio nacional, porque todavía hoy lo que se gesta en la capital es lo que después sale a girar con el éxito prácticamente asegurado. Sería hora de que los filólogos y los musicólogos se juntasen a entrelazar sus disciplinas, y se dieran cuenta de que compartieron intérpretes y espacios durante mucho tiempo. Además, en el plano práctico, sería perfecto que los músicos y los actores, con el grado de profesionalidad actual de ambas disciplinas volvieran a juntarse en el escenario. 

Mientras tanto, últimamente hemos podido disfrutar en este Broadway que siempre ha sido Madrid de una deliciosa hibridación de música y palabra en las versiones de La dama boba y Los empeños de una casa, dirigidas la primera por Alfredo Sanzol y la segunda por Yayo Cáceres sobre un concepto Pepa Gamboa, en las que un elenco en estado de gracia, formado por actrices y actores de la última promoción de la Joven Compañía de Teatro Clásico, actúan, cantan y tocan instrumentos para acercarnos a lo que de verdad fue el teatro [tan musical] del Siglo de Oro. 

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Autor >

Carlos García de la Vega

Carlos García de la Vega (Málaga, 1977) es gestor cultural y musicólogo. Desde siempre se ha dedicado a hacer posible que la música suceda y a repensar la forma de contar su historia. En CTXT también le interesan los temas LGTBI+ y de la gestión cultural de lo común.

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