La paradoja Walmart
La compañía más rica de Estados Unidos es un ejemplo del uso de herramientas clásicas de marketing político para parecer una empresa ejemplar mientras discrimina a sus empleadas
Liza Featherstone (The Baffler) 22/05/2018
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Las madres hablan de despidos, sus jornadas laborales se han reducido, sus salarios congelados y ahorran céntimos de cualquier cosa: quitan la televisión por cable, utilizan menos el coche para ahorrar gasolina, recortan cupones de la compra, etc.
Cuando les preguntan cómo van las cosas en el país, utilizan palabras como “deprimente”, “da miedo”, “descorazonador”, “confusión” y “agrio”. Sienten que la economía cada vez va peor. No se creen las noticias que dicen que la cosa está mejorando, ni a los políticos que lo dicen.
No ven ninguna prueba de recuperación, al menos no en su día a día. “Si voy a la tienda una vez más y veo que ha subido el precio de la leche, voy a pegar un grito”, clamaba una madre.
En el caso de la política, no les preocupa ni el matrimonio gay ni el aborto, solo piensan en una cosa: trabajo. Les importa cómo pagarán la universidad de sus hijos, aunque esos hijos tengan aún dos años.
Procuran ser positivas. Hay que tener fe en Dios y, también, ser agradecidas. Aman a sus familias. Al menos hay un adulto del núcleo familiar que tiene trabajo. Las madres se las saben ingeniar, y hacen lo que tienen que hacer para salir adelante. Donan sangre, recogen latas…
La mayoría de ellas votó por Obama la última vez. Les gustaría pensar que lo está haciendo lo mejor que puede, pero no están del todo seguras. Sienten que ha perdido la pasión y dudan si darle otra oportunidad.
Algunas madres culpan a Wall Street y a los grandes bancos por los problemas de la economía. Les cabrea que los bancos fueran rescatados y que nadie ayude a familias como la suya. No le echan la culpa a Obama o al Congreso por los problemas económicos del país, pero les frustra que los políticos no hayan hecho más para ayudar. La mayoría no conoce los nombres de los congresistas (como John Boehner o Nancy Pelosi), y aun así les parece que el Congreso podría discutir menos y llegar a más acuerdos. No obstante, cuando ven la situación económica del país, se culpan a sí mismas y a otros ciudadanos normales como ellas, por vivir por encima de sus posibilidades y por comprar casas que no podían pagar.
¿De dónde salen estas opiniones? ¿De un grupo focal organizado por Occupy Wall Street? ¿De un sindicato? ¿Del partido demócrata? ¿De un gobierno en busca de aportes sobre sus políticas económicas? ¿De un profesor de sociología buscando información sobre el impacto de la desigualdad económica?
No, el sorprendente patrocinador de este grupo focal era Walmart.
Los grupos focales “madres de Walmart” tuvieron lugar en otoño de 2011 en Orlando, Florida, Manchester, New Hampshire y Des Moines, Iowa, con mujeres con hijos menores de dieciocho años que habían comprado en Walmart al menos una vez durante el último mes. Walmart encargó el trabajo a empresas de investigación demócratas y republicanas, y publicó los resultados del estudio con gran fanfarria: ¡mira lo que piensan las madres de Walmart!, clamaba uno de los titulares típicos. Los medios lo aceptaron como una mirada reveladora sobre lo que piensan las madres de la clase trabajadora en dificultades, y de alguna manera, quizá fuera cierto.
Walmart es una empresa conocida por discriminar a las mujeres trabajadoras –se salvó de la mayor demanda por sexismo de la historia– y por no pagar salarios dignos a la mayoría de su plantilla femenina. También es famosa por generar unos beneficios pasmosos gracias a esa plantilla de trabajo, que convierte a la familia Walton, los herederos del fundador de Walmart, Sam Walton, en la más rica de Estados Unidos.
Walmart es una empresa conocida por discriminar a las mujeres trabajadoras –se salvó de la mayor demanda por dexismo de la historia– y por no pagar salarios dignos a la mayoría de su plantilla femenina
Las mujeres cobran menos que los hombres en casi todos los puestos de la compañía, hasta los cajeros cobran más que las cajeras. La empresa también ha sido acusada de fomentar una carrera a la baja en lo que a salarios se refiere dentro del sector minorista, y de provocar una caída generalizada de los salarios en un sector donde la mayoría de los empleados son mujeres. Ese tipo de críticas persigue a Walmart desde hace años, pero como el caso sobre discriminación llegó a la Corte Suprema, los titulares sobre discriminación adquirieron mayor importancia el año en que se reunió el grupo focal.
Como es lógico, Walmart quiso posicionarse ante las mujeres obreras no como opresor, sino como oyente, porque, al fin y al cabo, ellas son su grupo de clientes más numeroso con diferencia.
“Las madres de Walmart son muy importantes”, se puede leer en el adulador artículo que aparece en la página web de la empresa promocionando las conclusiones. Estos grupos permitieron a la empresa presentarse como un confidente que atesora una visión especial sobre la lucha de las madres del país.
Al mismo tiempo, Walmart creó una nueva categoría demográfica y se proyectó como un amigo de las mujeres luchadoras de Estados Unidos gracias a los grupos focales bipartidistas “madres de Walmart”. Eso solo sirvió para ratificar lo que la mayoría de los estadounidenses ya sabían: que la política y el consumismo se han convertido en una sola cosa. Ambos necesitan la participación y las opiniones de la gente normal, pero otorgan a las grandes empresas el poder de tomar las decisiones importantes. De manera igualmente significativa, demostró que una empresa asediada por las críticas, en este caso por el trato que da a las mujeres trabajadoras, puede cambiar de tema solo con escuchar. Al crear estos grupos focales y llamarlos “madres de Walmart”, la compañía consiguió cambiar de forma muy hábil el enfoque de la marca, para pasar de opresor a defensor de las mujeres trabajadoras del país.
Ante todo, el grupo madres de Walmart (y la campaña de publicidad que lo acompañaba) supuso una de las mayores paradojas políticas de nuestro tiempo: se escucha a la gente corriente más que nunca, aunque cada vez tengan menos poder real. Solo en el entorno político actual es posible que una compañía famosa por explotar a las mujeres trabajadoras y dejarlas sin poder, dé un giro de 180 grados y deje oír sus voces. Este es un mundo en el que las élites ignoran las necesidades reales de las masas (en el caso de esta empresa, la necesidad de salarios vitales, seguro sanitario y trato igualitario), pero las escuchan sin cesar.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Aunque el propósito del temprano grupo focal de mediados de siglo era político –recordemos que se contrató a Paul Lazarsfeld para poner a prueba la propaganda del gobierno sobre la II Guerra Mundial, un objetivo de la élite al servicio de un programa democrático que se mantuvo durante las décadas posteriores– su uso terminó por reflejar una relación cambiante entre las masas y las élites: una en la que las élites persiguen un programa decididamente antidemocrático, que escucha a las personas sin cesar, pero con el objetivo de venderles cosas que no necesitan, como por ejemplo las toallitas húmedas de pies a cabeza, o políticas que van en contra de sus propios intereses.
A comienzos del siglo XX, cuando los sondeos comenzaron a ocupar un lugar central en la cultura política estadounidense, el investigador de la opinión pública Paul Cherington celebró el potencial de su industria para dar a la “vox populi” una “voz” y para “restablecer una verdadera democracia”.
Esta forma de entender los estudios de mercado como un proyecto populista y democrático perduró. En 1939, el eslogan que utilizó una agencia de publicidad para anunciar sus servicios empleaba de manera explícita el argumento político de que los estudios de mercado eran un instrumento democrático y sus participantes eran igual que votantes:
El árbitro final de la publicidad es el hombre de la calle. Por eso la publicidad puede decir con seguridad que representa el mejor método democrático… Por eso la publicidad nunca se cansa de estudiar las necesidades, deseos y miedos de los … consumidores…
El auge del grupo focal político vino acompañado de afirmaciones similares. A medida que las herramientas para vender bienes de consumo se integraban cada vez más en el sistema político, aumentaba la exaltación lingüística de los grupos focales como si aportaran mayor democracia al mercado de consumo; a los directores ejecutivos de Sawyer Miller les gustaba decir: nosotros nos “sometemos a elecciones cada día”. El mundo del marketing se había convencido a sí mismo de que sus métodos para evaluar la opinión pública eran realmente más democráticos que otros mecanismos políticos como el voto, y por tanto, utilizarlos para democratizar la democracia de la vida real era una idea brillante.
En la década de los 80, los grupos focales sobre política adoptaron un papel cada vez más estratégico como parte de una drástica expansión del sector de los sondeos y de la influencia. Reagan gastó más de un millón de dólares al año en encuestas (incluidos los grupos focales), mientras que Carter, su predecesor, solo gastó 250.000 dólares.
A partir de la década de 1960, los candidatos políticos comenzaron a buscar más allá de sus partidarios y voluntarios, y para eso necesitaron la ayuda profesional de las empresas de investigación y los medios de opinión pública
El estallido de la cultura de la consulta recibió el impulso de personas llamadas, de manera muy apropiada, consultores. A partir de la década de 1960, los candidatos políticos comenzaron a buscar más allá de sus partidarios y voluntarios, y para eso necesitaron la ayuda profesional de las empresas de investigación y los medios de opinión pública. En la década de 1980, la industria ya era inmensa: todas las campañas presidenciales y estatales contrataban consultores políticos. En 1982, el New York Times señaló que “los políticos confían más que antes en los consultores de campaña”, y que estos profesionales estaban diversificándose más allá de sus especialidades para “adueñarse de las campañas por completo”. El Times también indicó que el número y el sueldo de esos profesionales estaba aumentando cada año.
Uno de los consultores más importantes fue el encuestador de Reagan, Richard Wirthlin. Wirthlin se dedicaba a verificar los efectos de la retórica de Reagan y a garantizar que se hiciera uso de los valores compartidos, sobre todo en temas relacionados con la familia, la vecindad, el entorno de trabajo y la libertad. Esta estrategia aseguraba, según el escritor en la sombra de Wirthlin, Wynton Hall (un estratega de comunicación también), que aunque “las políticas de Reagan no fuesen populares, la retórica que las rodeara sí podía serlo”. Este fue un cambio fundamental en lo que respecta al uso del grupo focal: se podía utilizar no para saber lo que quería la gente, sino para saber cómo conseguir que aceptaran cosas que no querían en absoluto.
Wirthlin hizo que los televidentes dispusieran de un dial que podían utilizar para indicar si un pasaje concreto de un discurso les gustaba o no. Parecido al analizador de programas de Lazarsfeld-Stanton, estos dispositivos se habían utilizado para hacer pruebas sobre los anuncios de campaña desde la década de 1960. Sin embargo, Wirthlin fue el primero en integrar esa tecnología dentro de la estrategia de comunicación de un presidente en funciones.
“Se convence con la razón”, decía Wirthlin, “pero si quieres motivar tienes que hacerlo mediante la emoción. Eso se hace apelando a los valores de la gente”. Realizaba “mapas de afecto” para representar gráficamente cómo se sentían los estadounidenses sobre diversos temas.
Wirthlin utilizó los grupos focales en algunos momentos históricos clave. Por ejemplo, en 1985, cada vez que Reagan pronunciaba un discurso sobre las relaciones con la Unión Soviética y el desarme, el presidente utilizaba frases que ya habían sido probadas en grupos focales formados por público estadounidense y que se habían seleccionado por los buenos resultados que habían dado. Sabía lo que quería hacer (terminar la Guerra Fría), pero necesitaba envolverlo de forma adecuada para que el público estadounidense lo aceptara, y enfatizar temas como la paz armada y frases como “empezar de cero”. En 2010, en una entrevista para el New York Times, Wirthlin dijo que estaba orgulloso del papel que habían desempeñado sus grupos focales para ayudar a Reagan a crear las condiciones que propiciaron el desarme, y que permitieron al halcón conservador, que inicialmente había llamado a la Unión Soviética un “imperio del mal”, encontrar una retórica pacifista que aprobaran los ciudadanos de EE.UU.
Tanto los consultores demócratas como republicanos de esa época tenían claro que los grupos focales no conformaban las políticas; más bien, los líderes sabían lo que querían hacer y utilizaban los grupos focales para encontrar la manera de vender esas políticas.
El grupo político focal despegó durante esa época gracias en parte a que era más necesario que nunca acortar las crecientes distancias entre las masas y las élites. Como las experiencias de ricos y pobres diferían de forma exponencial, los programas políticos también discrepaban, y por eso el objetivo de los grupos focales pasó a ser, de manera creciente, no averiguar lo que quería la gente, sino determinar cuál era la mejor manera de venderles políticas que se oponían a sus propios intereses.
Al fin y al cabo, durante el período en que la Guerra Fría cesaba de forma gradual, se fue exacerbando la guerra de clases, también porque la clase dominante pasó a la ofensiva. Durante la década de 1970, las élites capitalistas se preocupaban por la predictibilidad de sus beneficios y por averiguar si podrían seguir dominando el mundo. Por un lado, la Unión Soviética proporcionaba apoyo a los países comunistas de Latinoamérica y África y, por otro, en Estados Unidos los trabajadores estaban organizando huelgas salvajes y los sindicatos se habían hecho fuertes en muchos sectores. Asimismo, el movimiento en defensa del consumidor de Ralph Nader y la creciente concienciación sobre el medioambiente también asustaban al mundo empresarial estadounidense. Aunque la participación electoral no fuera particularmente elevada durante ese período, todas las otras formas de participación política sí lo eran, ya fuera asistiendo a manifestaciones o participando en campañas electorales. Las élites temían que ellos, y sus privilegios, estuvieran siendo amenazados.
En 1971, Lewis Powell, un abogado corporativista que Nixon promovería para la Corte Suprema al año siguiente, escribió un informe para Eugene Sydnor, el director de la Cámara de Comercio, en el que expresaba esos miedos de forma elocuente. Aunque sin duda los adeptos de las teorías de la conspiración han dado demasiada importancia al informe Powell, sí es cierto que permite atisbar cómo piensa la élite; aunque adelantado a su tiempo, ayudó a catalizar una nueva forma de pensar entre la clase dominante. Powell escribió: “El asalto al sistema empresarial cuenta con una amplia base y se persigue de forma sistemática. Está tomando impulso y ganando conversos”. Le preocupaba que tanto los medios como las universidades estuvieran dominados por opositores y por escépticos de la libre empresa, y que las élites empresariales se hubieran mostrado tan pasivas, tan proclives a apaciguar a quienes les criticaban, que había llegado la hora de movilizarse y contraatacar. “Ya es hora, más bien, ya es tarde”, exhortaba Powell, “de que la sabiduría, el ingenio y los recursos de las empresas estadounidenses se organicen contra aquellos que quieren destruirlas”. En el subtítulo que acompañaba al informe se preguntaba quejumbroso: ¿Qué se puede hacer con el público?”
En 1975, Samuel Huntington y un grupo de pensadores de la élite escribió un informe similar llamado Una crisis de democracia. La Comisión Trilateral, que la revista Foreign Affairs describió el año siguiente como “una organización de influyentes ciudadanos particulares”, se había formado en 1972 en una reunión de que tuvo lugar en la finca de 1.420 hectáreas que la familia Rockefeller posee en Pocantico, a una media hora de Nueva York. Con vistas al río Hudson, la finca construida con los beneficios de la industria petrolera, cuenta con terrazas ajardinadas de estilo Versalles, un campo de golf de nueve hoyos, una colección de coches de época y de caballos y una importante colección privada de arte con obras de Picasso, Calder, Warhol y Chagall. El anfitrión de la reunión fue David Rockefeller, presidente de Chase Manhattan Bank y nieto del magnate petrolero John D. Rockefeller, que comunicó a los asistentes que ya era hora de que las élites se organizaran: los gobiernos de los países ricos estaban yendo “a la deriva”. “Este es un momento propicio para que las personas del sector privado hagan una valiosa contribución a la política estatal”, apremió.
La Comisión Trilateral se fundó para fomentar una política exterior más favorable para las élites económicas mundiales, y una mayor coordinación entre las élites de los países occidentales, como respuesta a lo que algunos consideraron el unilateralismo del Gobierno de Nixon. Les preocupaba que la mayor coordinación entre los países exportadores de petróleo y, sobre todo, la “militancia del tercer mundo”, estuvieran amenazando su dominio económico y político. Aunque también les preocupaba su habilidad, en tanto que élites, para mantener la hegemonía y el orden en su propio país. Luego resultó que su idea de “crisis de democracia” era en realidad un “exceso de democracia”. Les preocupaba que todo ese empoderamiento popular hubiera ido demasiado lejos y se preguntaban: “La democracia política, tal y como la conocemos hoy en día, ¿es una forma de gobierno viable para los países industrializados de Europa, Norteamérica y Asia?”. Les inquietaba que la gente hubiera participado mucho y hubiera conseguido mucho de lo que quería. En consecuencia, el gobierno era demasiado grande y la autoridad de los que ostentaban el poder de estado no se respetaba. La Comisión Trilateral sugirió que la cura para este exceso de democracia era un poco menos de democracia o, según sus palabras, “un mayor grado de moderación de la democracia”.
El número de empresas de lobby dedicadas a promover los intereses capitalistas aumentó, como demostró un estudio de la Junta de Comercio de Washington: mientras que en 1977 había 1700 empresas de cabildeo, en 1980 había 2000 y cada semana se creaban una o dos nuevas
Estas advertencias fueron escuchadas y las élites capitalistas se movilizaron contra la voluntad popular. El resultado fue un tremendo fortalecimiento del poder de las élites durante la década de 1970 y 1980. El número de empresas de lobby dedicadas a promover los intereses capitalistas aumentó, como demostró un estudio de la Junta de Comercio de Washington: mientras que en 1977 había 1700 empresas de cabildeo, en 1980 había 2000 y cada semana se creaban una o dos nuevas. En el libro Los lobbies de EE.UU.: la política empresarial desde Nixon hasta el NAFTA, Benjamin Waterhouse sostiene que durante ese período, las empresas estadounidenses comenzaron a traducir su poder económico en influencia política y empezaron a elaborar políticas de forma más agresiva.
A pesar de los mapas de emoción afectiva y de la atención cada vez mayor a los sentimientos del estadounidense medio, recordemos que en 1981, el presidente Ronald Reagan despidió a los controladores aéreos que se negaron a desconvocar la huelga y desmanteló su sindicato (una acción que hizo envalentonarse a los empresarios de todo el mundo y que reconfiguró el entorno de trabajo para siempre a su favor). El poder corporativo estaba en alza y el poder popular estaba siendo atacado, independientemente de la atención con que los asesores de Reagan escuchaban a la gente.
Paradójicamente, a medida que disminuía el auténtico poder político de los estadounidenses (considerados como ciudadanos, trabajadores o gente que respira y bebe agua), se les escuchaba más que nunca. Podían dar su opinión libremente en un grupo focal y tener la sensación de ejercer influencia, pero cada vez más el estadounidense medio no podía pertenecer a un sindicato o esperar un salario digno y justo por su trabajo, con un cierto grado de seguridad laboral, que es lo que proporciona poder real a las personas.
Una década después del estallido de la consulta política, el New York Times, en un artículo que describía la influencia omnipresente de los grupos focales en las campañas electorales, observó la siguiente paradoja:
Se ha vuelto habitual en el debate político estadounidense que las denominadas personas normales no tengan ni voz ni voto en el proceso, que la opinión del ciudadano medio cuente cada vez menos en un sistema dominado por los grupos de interés. Aun así, casi a diario, en algún lugar del país, se escenifican conversaciones... entre personas que han sido elegidas precisamente por su normalidad. Se anima a estas personas a que digan lo que piensan. Se les atiende diligentemente y hasta se les paga una comisión por la molestia de expresar sus opiniones; luego, sus pensamientos y sentimientos pueden acabar, en ocasiones de manera literal, en los discursos políticos y en los folletos de campaña. Estas sesiones, llamadas grupos focales, se están volviendo cada vez más influyentes, aunque el poder del “más pequeño” se siga presuntamente evaporando.
El Times estaba en lo cierto al identificar el conflicto que existía, aunque se equivocaba al sugerir que el auge de los grupos focales ponía en cuestión el discurso “habitual”, pues no había nada de presunto en la evaporación del poder del más pequeño.
Tanto antes como ahora, las opiniones de la gente normal parecen haber tenido poco efecto sobre las políticas. En un artículo publicado en 2014, Martin Gilens y Benjamin Page, científicos políticos de Princeton y Northwestern respectivamente, estudiaron 1.779 políticas entre 1981 y 2002, y examinaron las opiniones de los estadounidenses del percentil 50 en cuanto a ingresos, del percentil 90 en cuanto a ingresos y de los grupos de interés que aparecían en la lista de Fortune como los 25 más poderosos. Gilens y Page concluyeron que mientras que los ciudadanos más acomodados y los grupos de interés de las empresas tenían una influencia significativa en el resultado de las políticas, los ciudadanos normales gozaban de poca o nada.
Hacia finales de siglo, las opiniones del estadounidense “medio” eran muy codiciadas, pero importaban más bien poco. Se escuchaba a la gente normal con entusiasmo, pero no tenían ningún poder. En realidad, los grupos focales hacían falta precisamente porque la verdadera gente normal desempeñaba un papel marginal en el proceso político; a medida que crecía el control que las élites ejercían sobre la política, aumentaba la brecha entre la clase política y la gente normal. Por eso, la proliferación del grupo focal representaba un síntoma del distanciamiento entre los políticos y los demás. La gente corriente había sido apartada del proceso de elaboración de políticas significativas, pero para poder obtener sus votos, los políticos todavía necesitaban escucharlos.
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Este artículo se publicó en inglés en The Baffler.
Traducción: Álvaro San José
Queremos sacar a Guillem Martínez a ver mundo y a contarlo. Todos los meses hará dos viajes y dos grandes reportajes sobre el terreno. Ayúdanos a sufragar los gastos y sugiérenos temas
Autora >
Liza Featherstone (The Baffler)
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