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SOMBRAS DE VERANO (V)

El eterno laberinto de Alejandría

La ciudad egipcia es el territorio de la más sabia geometría amorosa en el cuarteto de novelas de Lawrence Durrell

Miguel Ángel Ortega Lucas 29/08/2018

<p>El incendio de Alejandría.</p>

El incendio de Alejandría.

Hermann Göll

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¡Ah, la miseria de los puertos y los nombres que evocan cuando no se tiene parte alguna adonde ir! Es como una muerte, la muerte del propio ser cada vez que se repite la palabra ‘Alejandría, Alejandría’.

Hay una Alejandría dentro de cada uno de nosotros; la misión, el mandato, consiste en su búsqueda. Puede ser un lugar físico, puede realmente existir ahí fuera, en cualquier verano de esta vida. Y si la encuentras (deberás recordarlo siempre, mientras dure la aventura) será sólo la proyección del espejismo propio, del anhelo: exactamente como enamorarse. Pero qué no es un espejismo en este mundo.

Alejandría es una ciudad egipcia en la desembocadura del Nilo; dotada, a principios del siglo XX, de un abigarrado mestizaje de religiones y cultos, de razas y nacionalidades y conspiraciones, de un dramatis personae igualmente sediento de algo que latirá más allá, siempre más allá; un lugar de belleza hipnótica, delirante a veces, como una epidemia que afectase sólo a los espíritus más audaces, trenzando su laberinto como un mapa exacto de correspondencias.

Ésa es, al menos, la Alejandría que el maestro Lawrence Durrell proyectó. Lawrence Durrell: un hijo de ingleses nacido en India con temperamento mediterráneo; casado cuatro veces (enamorado varias más), diplomático, exiliado voluntario en Francia, de simpatías budistas, inteligencia descomunal y humor vitriólico, para quien escribir exigía “cierto estado de ánimo”, algo “voluptuoso” que casi le hacía “sentir culpable”. La voluptuosidad poética de su prosa lo corrobora en ese hipnótico, bellísimo, delirante territorio literario que hoy conocemos como El cuarteto de Alejandría.

Cuarteto por tratarse de cuatro libros, llamados como cuatro de sus protagonistas: Justine, Balthazar, Mountolive, Clea. Cuatro libros que el autor concibió como una suerte de caleidoscopio con “tres lados de espacio” –los tres primeros volúmenes– más “uno de tiempo” –epílogo o desenlace–: “Una novela como un navío de cuatro puentes cuya forma se basa en el principio de relatividad”. Quizás  porque sospechara que el tiempo, tal y como lo percibimos, no existe; y que la realidad es exactamente un caleidoscopio de posibilidades infinitas –tantas como visiones hay de ella– en el que nos extenuamos para convencernos y convencer, para comprender al otro y descifrar el enigma de nosotros mismos: este colosal malentendido, en fin, con que tanto disfruta el demonio del deseo, haciéndonos buscar lo que no nos espera, y haciéndonos despreciar aquello que podría ser nuestro verdadero puerto:

“Me pregunto quién inventó el corazón humano –dice Justine–. Dímelo, y muéstrame el lugar donde lo ahorcaron”.  

El corazón humano: esta máquina de anhelo y pérdida, de euforia salvaje y desolación animal.

Alejandría, el calor de Alejandría, sus tormentas súbitas de arena o lluvia, sus noches de seda, sus crepúsculos imprevistos, sus amaneceres flagrantes con el canto del muecín en el alminar, son esa criatura, esa ciudad viva, el laberinto que todos habitamos aquí dentro. Nuestra aventura consiste en transitarla con el mayor coraje, la máxima humildad, la lucidez mayor a la hora de entender que vivimos como mendigos, buscando candorosamente que otros tan heridos, mutilados como nosotros, nos salven la vida.

Es una empresa ardua cuyo precio a pagar será directamente proporcional a la sabiduría que obtengamos tras la derrota. Pero estamos aquí para eso, no para quedarnos en los márgenes sin jugar. Ésta es sólo una de las moralejas que podríamos extraer de esta obra maestra en cuatro pilares del maestro Durrell. Apenas una, porque está toda constelada de ellas como el mismo cielo de Alejandría.

Por ejemplo:

Su belleza era de las que hacían presentir terriblemente que había nacido para ser blanco de las fuerzas más destructoras.

Por ejemplo:

Era el coqueteo de dos espíritus prematuramente extenuados por la experiencia, mucho más peligroso que un amor fundado en la atracción sexual.

Por ejemplo:

–Entonces, ¿cuánto va a durar?
–No lo sé.
–¿Tres semanas, tres años, tres décadas…?
–Eres como todos los demás… Tratas de abreviar la eternidad con cifras.

Quizás la eternidad sea una cifra única: ese continuum verbal que Durrell perseguía para ilustrar la épica conmovedora de la búsqueda del Otro. No hay, por tanto, hola o adiós reales en ese encuentro fatalmente fortuito del milagro amoroso. Todo está siempre comenzando y acabando, como la misma novela, como el mismo mundo, como la misma Alejandría. Y toda búsqueda en el laberinto de la ciudad vieja, entre el barrio árabe y el mar, nos llevará siempre a encontrarnos con quien debemos encontrarnos, en la hora exacta de la invocación: sólo cuando el espíritu de la ciudad considere que es la hora.

Hay una cita esperándonos siempre en algún sitio. Hay un desengaño inevitable que deberemos enfrentar, entendiendo bien que somos apenas las piezas de una partida infinita cuyo plan maestro nos sobrepasa. Y hay siempre, latiendo en la Alejandría de ahí fuera y la de aquí adentro, en el verano tardío o palpitante de esa latitud, una pregunta que un número incalculable de amantes se ha hecho desde hace miles de años: ¿Quién eres? Porque, para no variar, a quien buscamos en el otro es exactamente a nosotros mismos: un espejo que nos revele y salve, que calme por esta noche la sed horrenda que no se acaba nunca.

Cuando nos despidamos, entonces, de ese oasis, de ese verano (¿pero nos despediremos alguna vez de ese verano, de Alejandría?; ¿seremos acaso capaces?), será con la frente erguida del guerrero que sobrevivió a sí mismo. Brindando con una lágrima, con una bandera de luz rota en los ojos en llamas. Viendo pasar desde balcón el cortejo de nuestro propia sombra: todo aquello que fuimos. Lo que debimos pagar para ser éstos que ahora somos.

Porque hay una Alejandría dentro de cada uno de nosotros y la misión última, la fatalidad de ese mandato, consiste también en perderla después de haber hallado su milagro. Sabiendo, como en el poema inmortal de Cavafis, que no debes engañarte, creer que fue un sueño: sabías que sucedería así. Y cuando te suceda –quizás, quién sabe, este mismo verano–, cuando acabe ese milagro, te abandone de nuevo el dios, ve firme a la ventana: para brindar a solas con tu sombra, escuchar por última vez la música exquisita del cortejo. “Decir adiós a la Alejandría que pierdes”.

Algún día –confía en ella; no temas– volverás a encontrarla, volverás a merecerla en otra esquina, otro rostro, otra máscara letal de la belleza:

...Las mismas calles, las mismas plazas arderán en mi imaginación como el Faro arde en la historia. Ciertas habitaciones donde hice el amor, ciertas mesas de café donde la presión de unos dedos en la muñeca me dejaban hechizado, sintiendo a través de las calles recalentadas los ritmos de Alejandría que penetraban en los cuerpos, como besos hambrientos, como palabras tiernas murmuradas por voces que el deslumbramiento enronquecía.

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Autor >

Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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