Niños esclavos. Con fama y dinero –administrado o robado por sus progenitores– pero infelices. La lista es larga, de Marisol a Macaulay Culkin. Progenitores, productores, managers, representantes… Chantajistas, crueles y mangantes viviendo de la estrella infantil. La mayoría de esos niños han heredado, como Luis Miguel, el oficio de un padre o madre obsesionados por el éxito profesional. Quizá el empeño del ídolo mexicano –o puertorriqueño– por cantar un dueto con Michael Jackson no se deba solo a la ambición artística: ambos eran niños prodigio explotados por unos padres maltratadores.

Luisito Rey, padre y hacedor de El Sol de México, fue a su vez un cantante con niñez vagabunda por los tablaos de España, buena muestra de cómo una infancia infeliz produce adultos destruidos, controladores y mentirosos, incluso patologías más graves. La serie de Netflix –éxito rotundo en Latinoamérica, donde Luis Miguel es un ídolo de masas– consigue lo que nunca consiguió Luis Rey: superar como personaje a su hijo. Oscar Jaenada roba la cartera al protagonista (Diego Boneta, a su vez niño trabajador en la televisión y la música) con un villano de Disney con acento de Cádiz, hiperbólico y divertido. La creadora de la serie, Carla González Vargas, y sus guionistas lo tienen claro: el padre es el malvado. De los cientos de teorías que rodean la desaparición sin resolver de Marcela Basteri, madre de Luis Miguel, eligen la más interesante desde el punto de vista narrativo. Hacen bien. También mostrando un machismo estructural en “coproducción” de México-España-Italia, contra todos los personajes femeninos de la serie. Y el mérito de bregar con un material tan antipático como el del biopic, del que sacan oro puro: el cantante convertido en Edipo Rey, obligado a matar al padre para resolver un misterio; la desaparición de la madre. Un misterio muy real que sostiene la trama, apasionante incluso para quienes ni siquiera hemos oído una canción entera de Luis Miguel.

Pero el tema principal de Luis Miguel, la serie, no es otro que la explotación infantil. Niños y niñas aterrorizados por la carga de trabajo, la disciplina cuartelera, privados de una infancia anónima por la presión del éxito, por haber heredado un talento o una responsabilidad que nunca eligieron. El público consumidor del producto infantil se espeluzna con los padres como Luisito Rey. ¿Un padre responsable puede utilizar a un hijo o una hija por motivos egoístas? Inverosímil. ¿Seguro? ¿Qué ocurre cuando esa anomalía la ejercen sin rubor instituciones que se deben al Estado de Derecho? La constitución española prohíbe el trabajo infantil en su artículo 32, con excepciones sometidas a una protección especial: “contra la explotación económica o contra cualquier trabajo que pueda ser perjudicial para su seguridad, su salud, su desarrollo físico, psíquico, moral o social, o que pueda poner en peligro su educación”

¿Será el trabajo infantil un nuevo logro del postcapitalismo? ¿Relegado a historias basadas en hechos reales? ¿O republicanos? De momento, y como diría Pablo Casado, ¡Viva el Rey!