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ANÁLISIS

Reecontrarse con la verdad

La Comisión de la Verdad chilena sirvió para reconocer de forma colectiva que lo sucedido durante el golpe militar y la dictadura había sido un error que no podía volver repetirse

Beatriz Silva 12/09/2018

<p>Museo de la memoria y los derechos humanos de Chile</p>

Museo de la memoria y los derechos humanos de Chile

WIKIMEDIA

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“Lo único que sé es que nos mataron en la cuesta”. Es la frase con la que Patricio Venegas resume una experiencia singular: haber vivido un fusilamiento y sobrevivir a él. Venegas, como miles de chilenos tras el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, se encontró una noche ante un pelotón de fusilamiento. Por alguna razón, quedó vivo para contarlo. Su historia y la de otros que pasaron por la misma experiencia sirvió para reconstruir lo que había sucedido a muchos otros que habían pasado por lo mismo pero habían acabado en una fosa.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunció hace unos días su intención de crear una Comisión de la Verdad. Aunque no dio detalles, sí adelantó que el objetivo era crear “una versión de país” de lo que ocurrió en España durante la Guerra Civil y la dictadura. La noticia no fue bienvenida por algunos sectores de la derecha que han rescatado el viejo argumento de que no vale la pena resucitar el pasado después de 40 años. Otros han dicho que el gobierno debería dedicar sus esfuerzos a cuestiones más “urgentes”.

Como chilena tuve la oportunidad de vivir de cerca lo que significó la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación que se creó en Chile en abril de 1990, un mes después del fin de la dictadura. Durante nueve meses, un grupo de especialistas recavó información y entregó un informe, conocido como Rettig, en el que se detallan 3.550 denuncias de violaciones a los derechos humanos de las cuáles 2.279 corresponden a homicidios. Unos años más tarde, este informe se complementó con el informe Valech, que detalla las torturas y violaciones a los derechos humanos que se vivieron en cárceles clandestinas.

Ninguno de los dos informes restituyó a las víctimas su sufrimiento ni tampoco sirvió para llevar a juicio a los responsables que siguieron protegidos por la amnistía heredada de la dictadura. Pero sí permitió reconocer de forma colectiva que lo sucedido había sido un error y que no podía volver a repetirse.

Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de la transición que se abrió tras la dictadura ocurrió el 4 de marzo de 1991, cuando el primer presidente democráticamente elegido, Patricio Aylwin, compareció en televisión para reconocer todo lo que había sucedido. Aylwin explicó emocionado los aspectos más relevantes del informe Rettig y en nombre del Estado chileno reivindicó la dignidad de las víctimas injustamente denigradas. Y pidió perdón.

Los que habíamos crecido en la oscuridad de la dictadura, escuchando entre susurros noticias escalofriantes sobre cuerpos que aparecían en las riberas de los ríos con marcas de torturas indescriptibles, no olvidaremos nunca ese momento. Seguramente tampoco aquellos familiares, en su mayoría mujeres, que habían pasado años buscando a sus seres queridos y recibiendo siempre como respuesta la negación. “Debe estar con otros terroristas viviendo en el extranjero. Pregunte en los consulados”, era la respuesta que recibían las madres y esposas que preguntaban día tras día por sus parejas o por sus hijos e hijas que habían desaparecido sin dejar rastro.

Es difícil resumir en pocas palabras los informes Rettig y Valech y probablemente muy pocos chilenos y chilenas han leído su contenido íntegramente porque está compuesto de varios tomos. Durante la redacción del primero de ellos tuve la oportunidad de entrevistar a algunas de las víctimas que habían dado su testimonio a la Vicaría de la Solidaridad, un organismo de la Iglesia Católica que recopiló testimonios de violaciones a los derechos humanos durante la dictadura y que sirvió de base a los dos informes. Hablé con mujeres jóvenes que habían sido sometidas a todo tipo de torturas y violadas sistemáticamente por uno o varios hombres. Eran testimonios indescriptibles. A algunas les habían introducido ratas y objetos en la vagina. Una de ellas me explicó que su recuerdo más intenso era la fragancia del detergente que utilizaban en la cárcel, decía que cuando lo percibía revivía todo aquel terror. Hasta el día de hoy cuando veo una publicidad de ese detergente, yo también siento escalofríos.

En España se ha escrito mucho, y seguramente la mayor parte de la ciudadanía sabe lo que sucedió durante la Guerra Civil y la dictadura. Algunos historiadores lo han apuntado estos días. Pero no existe una verdad oficial, no ha habido una reparación aunque sea simbólica de todo el sufrimiento ni tampoco una declaración de Estado prometiendo que no volverá a ocurrir. Hace unos años entrevisté a una superviviente de la prisión vasca de Saturrarán. Había sido encarcelada por ser pareja de un sindicalista republicano. Cuando la trasladaron de Barcelona al País Vasco estaba embarazada de tres meses. Su hija nació y vivió hasta los dos años en la prisión donde murió de una de las muchas enfermedades que acababan con las criaturas en unas cárceles donde mujeres y niños se hacinaban en medio de la suciedad, el frío y el hambre. Ella nunca había querido visitar la tumba de su hija. Muchas veces le habían negado que la criatura hubiese existido. A muchas de sus compañeras les habían arrebatado a sus hijos e hijas y ella creía que el sufrimiento de vivir pensando que estaba viva y no poder encontrarla era aún peor que el suyo.

Estas personas se merecen que al menos su historia forme parte de la memoria histórica, su pasado no puede permanecer para siempre en un limbo donde muchas veces se pone incluso en cuestión lo sucedido. Los muertos no pueden seguir enterrados en las cunetas.

En Chile, la redacción del informe Rettig dio lugar a medidas compensatorias para los familiares de las víctimas y se creó la Corporación Nacional de Reparación y Reconciliación que estableció pensiones de reparación. También se identificaron los cuerpos que estaban en fosas comunes y sus familiares pudieron por fin saber dónde estaban.

No fue la solución perfecta ni ha sido definitiva. Recientemente, miembros del gobierno de Sebastián Piñera han puesto en cuestión lo sucedido asegurando que todo lo que sucedió aquellos años tendría que ser valorado dentro del “contexto social” de la época. Muchas más han sido, sin embargo, las voces que han salido al paso alegando que ningún contexto puede justificar la pérdida de humanidad, los fusilados al azar, las torturas, los cuerpos enterrados en el desierto o arrojados al mar. Porque ningún futuro puede construirse a partir de la barbarie.

Esa barbarie está recogida en Chile en el Museo de la Memoria que fue inaugurado en 2010 por la socialista Michelle Bachelet, veinte años después del fin de la dictadura para estimular la reflexión y el debate sobre el respeto y la tolerancia y para que estos hechos nunca más volvieran a repetirse. A través de testimonios orales y escritos, documentos, cartas, relatos, material audiovisual y fotografías, se intenta explicar lo que significó el golpe de Estado, la represión de los años posteriores, la resistencia, el exilio, la solidaridad y la defensa de los derechos humanos.

España necesita una Comisión de la Verdad. No será como la de Chile porque han pasado 40 años pero hay muchas cosas que aún pueden hacerse, por ejemplo, en relación a los bebés robados, a la identificación de personas enterradas en fosas o a la recolección de datos respecto a víctimas y exiliados. Es necesario que exista también un lugar donde las nuevas generaciones puedan conocer su pasado, aprender de él y construir un futuro donde el horror y la guerra no estén presentes.

La historia de Patricio Venegas está recogida junto a la de otros en el libro de la periodista chilena Cherie Zalaquett, Sobrevivir a un fusilamiento. En él se reflexiona también sobre los riesgos de medir la violencia siguiendo una pauta sumativa: tantos torturados, tantos desaparecidos, tantos condenados a muerte, tantos asesinados. Cantidades elocuentes para dar cuenta de la crueldad pero que sirven para consolidar cifras y contribuir a alimentar las estadísticas escondiendo de cierto modo la deshumanización de la situación. En España es posible todavía rescatar lo otro: la verdad humana que se esconde tras las cifras. Uno de los protagonistas del libro de Zalaquett relata la desorientación que le produjo descubrir que su verdugo era un sargento que le invitaba a jugar al fútbol. No era capaz de integrar que aquel personaje, el ciudadano que era su amigo, ya era otro, un funcionario del Estado que no sólo no lo iba a ayudar sino que lo iba a fusilar. Comprender estas cuestiones es crucial para reencontrase con la verdad, porque el horror no incumbe sólo al pasado sino también a lo que se desea para el futuro. 

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Autora >

Beatriz Silva

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