Una poesía gay para el siglo XXI
Vicente Monroy acepta el reto de autorreseñar su último libro de poemas ‘Las estaciones trágicas’ editado por Suburbia
Vicente Monroy 12/10/2018
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La fuerza de la costumbre
¿Cómo escribir una poesía gay verdaderamente contemporánea? ¿Cómo desarrollar con honestidad y lucidez una visión poética de la identidad sexual que sea útil para nuestro tiempo? ¿Qué tiene el estilo que decir todavía sobre esa intimidad, y de qué forma? ¿Cómo aproximar nuestra orientación a una manera del lenguaje previa a la narración, ese trino de pájaros, ese puro presente que es la poesía, evitando los tópicos y caer en el ridículo?
Son cuestiones fundamentales en un momento histórico donde el lenguaje como instrumento político vuelve a ocupar el centro del debate, y donde se observa una fantástica proliferación de neologismos y fórmulas discursivas que matizan y enriquecen nuestra identidad. Estos nuevos términos lingüísticos son también nuestra competencia como poetas, porque rozan en muchas ocasiones lo inexplicable, lo invisible y lo estructural, es decir, lo poético.
La nueva situación del lenguaje contrasta con las ideas de un un país donde los principales referentes en un posible discurso gay de la poesía siguen siendo personajes como Leopoldo María Panero, Jaime Gil de Biedma, Vicente Aleixandre o, incluso, Federico García Lorca. Poéticas inútiles para una aproximación razonable a la cuestión, en la actualidad, y que llegan a rozar lo absurdo cuando se elevan a la categoría de ejemplos paradigmáticos del drama íntimo y la represión supuestamente universal, como si no dependiesen de la situación histórica.
Todas las figuras que he citado se encuentran en el mismo punto: la idealización trágica y oscura de la condición sexual. Las suyas son visiones dramatizadas y desnaturalizadas del conflicto identitario, donde el ser ostenta un poder reverencial sobre el estar. Por todas partes flota lo imposible. Todo es sufrimiento, muerte, castigo, remordimiento y éxtasis. Hay, sobre todo, mucho, muchísimo deseo: deseo prohibido, deseo carnal… Deseo: el más bochornoso y apolillado de los términos que definen nuestra orientación.
Todavía entre los jóvenes poetas de hoy, la fuerza de la costumbre marca el camino de las tentativas de articular una poética gay contemporánea. Un vistazo rápido al panorama actual aclara que el pensamiento poético redunda en los lugares comunes.
La naturaleza esquiva de la poesía sirve como excusa para la ocultación y para retorcer el lenguaje. La identidad se esconde en los poemas, que se vuelven oscuros y enigmáticos. La represión se traduce en símbolos y retruécanos, abunda en banalidades. Lo gay en el canon español carece de una voluntad de claridad expresiva. Lo incomprensible –y esto suele ocurrir allí donde aparece la mala poesía– se equipara a lo complejo y a lo fascinante. La poesía como forma de ocultarse.
Casi cualquier poeta que se proponga acometer una poesía que incluya como argumento central la orientación sexual o la identidad de género sigue una de estas dos corrientes fundamentales: la confesión sentimental o la experimentación vanguardista. Las dos caras de la misma moneda.
La confesión sentimental redunda en la idea manida de la poesía como forma de expresión personal. El poeta que la alimenta, fascinado por la idea de descubrir y moldear su propia voz, se enroca en las cosas de su propio ser, se recrea en dramas propios para hacerlos fascinantes, invoca el poder del descubrimiento. Es el padre primerizo de la literatura. Empeñado en demostrar la profundidad de sus experiencias, termina por volverse prosaico.
Nadie –esto es un convencimiento personal– tiene una personalidad tan rica como para articular sobre ella toda una poética. E, incluso en el caso de que alguien la tuviera, nunca sería tan rica como el propio universo del lenguaje, que debe ser el interés central del poeta. A esto se le suma que las intimidades de la identidad sexual suelen ser bastante idiotas, como lo son todas las intimidades demasiado reflexivas: están llenas de mentiras y de ridiculeces, de trampas autoimpuestas, de esfuerzos por negar la realidad y de muchas disculpas internas. Suelen estar empapadas de ego.
La segunda tendencia no es menos torpe, aunque se crea capaz de doblegar a la primera. Me refiero a la búsqueda de neolenguajes. Este anticuado sueño vanguardista presupone una incapacidad manifiesta de articular la complejidad del mundo a través de la palabra, y busca, en palabras de Gonzalo Torné, “revelar por enésima vez la naturaleza tramposa y limitada del lenguaje”.
Quizás hubiera bastado con una vez, la primera, para lograr este efecto liberador, pero el poeta vanguardista está dispuesto a darse de bruces con un vacío que confunde con una forma de pureza. Su trabajo no es sólo manifiestamente inútil, sino que parte de una ilusa conciencia de la propia lucidez y de la incomprensión de los otros: el gran mal de nuestro tiempo.
Ser y estar
Esta torpeza refleja a menor escala una confusión tradicional entre el poema (la herramienta) y la poesía (el sistema), que nuestros jóvenes autores son incapaces de descubrir. Las posibilidades de que vaya a resolverse favorablemente serán escasas hasta que no nos desembarazemos de la “experiencia”, tópico psicoanalítico, y la “experimentación”, tópico fenomenológico, Las dos grandes tramas científicas que agotó el siglo XX.
¿Qué escapatoria nos queda? ¿Es posible repensar este asunto desde una posición distinta? Y de ser así, ¿quién, entre nuestros jóvenes autores, se propondrá como redentor? No será Vicente Monroy. No, al menos, en su nuevo poemario Las estaciones trágicas. Él no. Sus poderes como escritor todavía deben observarse con precaución. Su literatura es entusiasta, pero indecisa. Ribetea y explota, redunda y se embelesa. A veces resulta demasiado caprichosa en su abstracción, y otras veces demasiado efectista en su rotundidad.
Sin embargo, debemos reconocerle el esfuerzo de intentar integrar en su poética la homosexualidad desde un punto de vista contemporáneo, lejano de lo confesional y de lo experimental. Su apuesta es clara y contundente: se atreve a explorar una tercera vía, pese a no tener ninguna voluntad combativa o reivindicativa. Exploremos su ejemplo.
La visión gay está presente en Las estaciones trágicas desde el comienzo, con una serie de poemas introductorios que reivindican figuras masculinas casi ensoñadas, sin atributos, en un espacio y un tiempo veraniegos y ajenos a la experiencia real. El lenguaje parece querer aproximarse a ellos, pero antes de conseguirlo se pierde en un mundo de gestos. El deseo no existe, es apenas una leve ensoñación.
La voluntad del mundo por imponerse a sus personajes es constante, como si las condiciones del verano fueran una extensión de los cuerpos que lo recorren: nubes, jardines, árboles, animales... Todo conspira para construir un estado emocional suspendido, pero ajeno a la confesión. Frente a la insistencia de una dimensión psicológica de la poesía, reaparece una visión naturalista del mundo. En última instancia, se afirma la inocencia de los hombres por lo que sienten, como sucede en el poema “Un poeta sale a correr de noche”:
Inventabas poemas en medio de la noche,
en el sueño eran claros, pero cuando despertabas
habías olvidado las palabras.
Entonces salías a correr tranquilo,
libre del peso de algunos versos tristes.
En la calle, la canción del cielo,
máquinas expendedoras reluciendo
debajo de la lluvia, nubes negras
cayendo del espacio
entre el vacío y el suceso puro.
¿Quién animó todo esto
y lo hizo brotar así de lento, impedido,
de su propio interior, de las palabras
que lo nombran? Esta lenta zozobra
de todo lo que veo, ¿quién la soñó?
No fuiste tú. Tú amabas
el silencio en los parques, el olor de los hombres.
Monroy propone una visión del amor gay profundamente naturalizada, donde el hombre y el espacio recuperan de forma casi mística el vínculo que lo social, representado aquí por el lenguaje, les había arrebatado. Es importante remarcar la ausencia total de cualquier elemento trágico en la representación de la identidad. La tragedia se reserva al paso de las estaciones, al misterio del tiempo. La visión sentimental aparece completamente ausente de conflictos.
Esta idea, que podría parecer trivial, merece que nos detengamos un momento. La historia de la literatura nos ha acostumbrado a una visión tremenda del conflicto identitario. Es casi un principio narrativo: los gays deben sufrir por necesidades estéticas. Como ha apuntado en varias ocasiones Luis Magrinyà, no es común encontrarse con una película o un libro donde los protagonistas gays no sean castigados por el mero hecho de serlo. La poesía confesional abunda en este tópico hasta tal punto que parece disfrutarla.
En Las estaciones trágicas, los gestos demuestran un poder de atracción mucho mayor que el conflicto emocional. Los hombres son figuras repetidas y benignas, fantasmales y fuertes, que promueven una constante exaltación de la amistad. No hay represión, ni trauma, ni violencia, ni deseo. Lo argumental es suplantado por lo emotivo. Es un poemario de amor, pero no de amor trágico, ni pasional, ni psicológico. Porque no es un poemario sobre el ser homosexual, sino sobre el estar.
Anoche, bajo el cedro, intermitentes
motas de azul, oleadas de rojo.
Bebimos hasta que el cuerpo entró en calor,
se llenó de rincones, puro espacio
rozando otros espacios.
Te gusta tanto hablar, y hablaste en contra
del viento, construyendo hermosas frases.
Habitar lo visible redunda en habitarse.
(...)
La concentración en los asuntos del estar nos revela una naturaleza expresiva. No es prolija, ni presenta trazas pastoriles o evasivas. El lenguaje parece empeñado en reestablecer la conexión perdida entre el universo introspectivo y el universo radiante. El amor parece una consecuencia de esta búsqueda. Las elipsis y los gestos intuidos ganan poder. Nada es frontal, todo argumento psicológico exige un rodeo previo por el espacio y el tiempo. Los poemas se articulan a través de imágenes casi inconexas y reemplazables. Nada en los hombres o en el paisaje es terrible. La dimensión que prima es el espacio, donde está lo que amamos. Los clímax y los golpes de efecto aparecen como abstractas amenazas exteriores, derivadas del tiempo, esa dimensión violenta que pone en peligro la calma suspendida.
Incluso cuando los hombres se vuelven menos abstractos, y hacia la mitad del libro aparece Iñaki, la pareja de Monroy, aquél se limita a actuar como personaje apelativo. Es un individuo-nombre sobre el que el lenguaje se apoya y se impulsa para alcanzar otros espacios. Ninguna violencia atraviesa los cuatro poemas donde se le menciona, no descubrimos la menor intención de definirlo o de poseerlo, ninguna actitud reverencial o romántica. Es una figura que no es, sino que está, y en ese estar invoca la idea de una intensa belleza:
Piensa, Iñaki, en las estrellas esta tarde,
aunque no puedas verlas,
piensa en la luz que disparan en todas direcciones,
y que de pronto, después de un largo viaje,
casi sin querer nos toca, se prenden hilos
de luz sobre nosotros que nos hacen inmortales.
Piensa en todo lo que nos hace inmortales,
y que no podemos ver, y que sentimos.
(...)
Call me by your name
Las estaciones trágicas no es el poemario de un lógico, ni el de un inductivista. La experiencia y la experimentación son ajenas a su mirada sobre el amor homosexual. En su leve universo, la posición desde la que se discute la identidad aparece idealizada, más allá de los traumas y los golpes. La poesía española ya tiene su Call me by your name.
Pero no podemos dejar de preguntarnos, ¿es suficiente? Esta fluidez de todo, esta falta de violencia. ¿Es siquiera lícito el gesto poético que muestra, pero que no demuestra? ¿Desde qué posición nos relata este joven escritor una homosexualidad libre de conflictos, apegada a una naturaleza orgánica y efeba? ¿No hay algo de profunda injusticia en la manera en que se esquivan los problemas sociales que acarrea la cuestión identitaria?
Aunque el intento sea loable quizás es demasiado pronto, y quizás siempre lo sea, para generalizar una poesía plácida sobre la identidad. ¿Puede una poesía que se desentiende así de las tensiones sociales aspirar a llamarse “contemporánea”? Como ocurre con toda mirada centrada en el estilo y la forma no encontramos una posición moral clara en sus poemas. Demasiada abstracción, demasiada música, muy poca urgencia. Una grave corriente de palabras. Una estructura expuesta, y un dolor escondido.
En el esfuerzo por reestablecer el dudoso vínculo entre psicología y naturaleza, la lucha de Monroy pretende abarcar demasiado para profundizar en ciertas interioridades. Es un libro de poemas que aspira a imaginar la posibilidad de toda una poesía. Un manifiesto poético. Es fácil imaginar Las estaciones trágicas como un libro mucho más extenso, y también mucho más breve. No aspira tanto a ser una colección de versos y poemas, sino una propuesta para definir el espacio mayor que los contiene: un extraño verano artificial. ¿Podría concebirse este espacio mayor como un destino para la condición homosexual o, la menos, para la voz que aspira a describir su condición? ¿Un destino que se resuelve en un espacio sin dramas? No es creíble.
Las estaciones trágicas se abre con una cita de Aristóteles sobre la naturaleza de la luz:
“Y han cometido un error Empédocles y quienquiera que con él haya afirmado que la presencia de la luz se produce al desplazarse ésta y situarse en un momento dado entre la Tierra y la capa celeste que la rodea, si bien este movimiento nos pasa inadvertido. Tal afirmación, desde luego, no concuerda ni con la verdad del razonamiento ni con la evidencia de los hechos. Y es que cabría que su desplazamiento nos pasara inadvertido tratándose de una distancia pequeña; pero que de oriente a occidente nos pase inadvertido constituye, en verdad, una suposición colosal”.
La realidad del movimiento de la luz –dice Aristóteles, ignorante– no concuerda ni con la verdad del razonamiento, ni con la evidencia de los hechos. Traducido a nuestros términos poéticos: la realidad que expresamos no es accesible mediante los poderes de la lógica, y tampoco a través de la experiencia. Esa luz, ¿cómo hemos llegado a comprenderla y a controlarla? Y ¿cómo hablar de ella, todavía? La respuesta permanece inaccesible. Debe haber una tercera vía, ajena a la construcción lógica y a la experiencia sentimental en la poesía. Pero no es ésta.
El propio Monroy lo acepta: la poesía es poca cosa para enfrentarse al mundo con soltura. En el contexto presente, apenas puede defender una forma de claridad. Tratar de llamar a la cosas por su nombre. Por eso, hacia el final del libro, se atreve a responder a Aristóteles con un poema sobre la velocidad de la luz. Un poema de amor que –dice– es su favorito de Las estaciones trágicas. Un poemario que no ha sabido ser un poemario gay contemporáneo:
LO VISIBLE
Hoy pienso en lo visible, Iñaki
en todo lo visible,
a lo que perteneces.
Nace de nuestros ojos y regresa
de vuelta a nuestros ojos,
y siempre va a existir.
Si lo miro despacio, descubro
que somos misteriosos
como el fuego.
En todos los países del mundo hay hombres
alimentando hogueras
unidos en la luz.
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Vicente Monroy (Toledo, 1989) es arquitecto y profesor de cine y arquitectura en la UPM. Ha publicado, entre otros, los poemarios La realidad virtual (2014), El gran error del siglo 21 (Malos Pasos, México, 2015) y Darth Vader (2015). Le gusta bailar.
La fuerza de la costumbre
¿Cómo escribir una poesía gay verdaderamente contemporánea? ¿Cómo desarrollar con honestidad y lucidez una visión poética de la identidad sexual que sea útil para nuestro tiempo? ¿Qué tiene el estilo que decir todavía sobre esa intimidad, y...
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