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1.
Todavía recuerdo la impresión que me causó en 2008, con sólo dieciocho años, la primera lectura del monumental poema del argentino Martín Prieto, Poesía y política. Aunque era apenas un texto de diez versos, se atrevía a activar, con una inesperada referencialidad, pero sobre todo con una bárbara abstracción formal, toda una maquinaria política y estética que iba a imprimirse para siempre en el rumbo de mis ideas:
POESÍA Y POLÍTICA
Una mujer desprovista
de la gracia que ofrece el pasado
y un hombre de la que potencia el dolor:
una pareja transparente
tomando sol en una playa municipal
cuando unos remeros pasan en canoa
y perturban el horizonte adornado
por una isla verde. (La política
que pareciera estar fuera del cuadro
es la misma que lo sostiene).
A lo largo de los años siguientes, ese breve poema de Martín Prieto se convertiría en mi particular dogma portátil, y su definición de la poesía en relación con la política marcaría el desarrollo de muchos de mis progresos literarios. Sólo unas pocas, poquísimas lecturas, ejercerían sobre mi imaginación un efecto parecido. Siempre que me sintiera fuera de lugar, que hubiera perdido el rumbo, que necesitara una base sobre la que apoyar mis ideas, volvería a él como a un comienzo. A esos versos, que me repetía como una promesa: la política / que pareciera estar fuera del cuadro / es la misma que lo sostiene.
Seco e impecable, Prieto desplegaba un cuadro fascinante. Afirmando el carácter fantasmal de la política, negaba la posibilidad de referirla explícitamente, en el nivel discursivo del poema. Debía permanecer latente, raro hechizo, quizás convertida en estructura y ritmo, en expresión, inmersa y disuelta en la mujer, en el lago, en el hombre, en la playa, en la canoa, en ese ambiente veraniego, dominguero y calmado, plomizo, del poema. En la pura experiencia. La experiencia, mito benjaminiano dado por muerto, se reconducía en el verso, que podía desprenderse de la lógica.
En el lado opuesto, el de la infamia, guardé durante todos aquellos años con esmero en mi memoria otro poema, impuesto en mi adolescencia por los abyectos programas educativos: La poesía es un arma cargada de futuro, de Gabriel Celaya, que se convirtió en el reverso del de Prieto, en todo lo que odiaba. Puede que incluso lo caligrafiara en mis libretas, sólo para recordarme a mí mismo lo que nunca se debe escribir. Y de ese mismo poema, sobre todo un verso: Maldigo la poesía concebida como un lujo. Qué estupidez: ¿qué otra cosa iba a ser la poesía, sino un lujo? De regreso a Prieto: sólo el lujo, a lo largo de la historia de la técnica, había sabido abordar la construcción de paisajes (jardines, trampantojos, adornos, decorados, vestidos, grottos, cúpulas, órdenes, naturalezas muertas). Y sólo el paisaje era capaz de expresar una política. La anulación del paisaje, de lo exuberante, significaba una ruptura del íntimo enlace poesía-política, y su sustitución por una literalidad casi pornográfica.
(Un paréntesis sobre esta idea: La poesía y la política comparten un campo superficial de acción, pero a través de modelos opuestos. En general, todo esfuerzo de la mitología política se aplica, como el de la poesía, en un espacio de puro lenguaje, que quiere situarse entre un silencio y otro: el silencio de aquello que todavía no puede ser dicho –porque no hemos aprendido a decirlo—, y la esperanza de otro silencio, que se dará el día en que ya no haga falta decirlo. En este sentido, podría concluirse que la labor del político, de la política, es estrictamente contraria a la labor del literato, de la literatura, que se establece como una variación más o menos refinada del acto de nombrar la realidad, de convertir los hechos en palabras. La literatura triunfa cuando es capaz de convertir los hechos en palabras. La política triunfa cuando es capaz de producir una magia contraria, y quizás más convencional: convertir las palabras en hechos.)
En general, todo esfuerzo de la mitología política se aplica, como el de la poesía, en un espacio de puro lenguaje, que quiere situarse entre un silencio y otro
Así lo decidí. Cualquier gesto de compromiso debía estar inmerso, contenido, expresado en lo sensible; y en lo que se aplicaba a mis intereses de escritor, el deber era encontrar las palabras y los ritmos con las que reconstruirlo. Esta certidumbre, siempre negociable, hacía del poema un aparato mucho menos preciso de lo que suele pensarse, mucho menos necesitado de mimos y mucho más sujeto al azar, veloz, rápido y furioso, algo que descubrí repetido en los mejores escritores de mi edad. Escribir poesía no se parecía en nada a esa labor de orfebre, serena, concienzuda y lenta, que relataban los viejos poetas.
Esta certidumbre me iba a separar de muchos de mis colegas. La inercia de la vieja tradición, con su vana confusión de lo político, era bien visible en el estado general de las cosas. Los veía perderse en un éter de ismos, proponiendo una militancia superficial, de revista de tendencias, visible en sus temas, en sus imágenes, en sus metáforas. No hace falta remarcarlo: de una ideología radical no se deriva necesariamente una forma artística radical. Mi generación se esforzaba por escribir poesía identitaria, pacifista, feminista, homosexual, antirracista, filosófica. Pero nunca poesía, simplemente. Y en ese olvido, desaparecía el verdadero poder político del lenguaje, que es el de transformar la realidad mediante la transformación de la semántica y el significado.
Pero aquella misma concepción del poema me iba a unir férreamente a muchos otros, inesperados. Al fin y al cabo: ¿qué era la amistad sino un lujo, o incluso el mayor de los lujos, un lujo de juventud, igual que la poesía? Escribí poemas igual que quise a mis amigos.
El de Martín Prieto, como después muchos otros, forma parte de los poemas que supieron leerme mucho más de lo que yo los leí. Rimbaud fue el primero en intentar crear este tipo de poemas, pero fue Mallarmé quien lo consiguió. A partir de entonces, no aceptaría otro tipo de amor por la poesía, aunque nunca fui fiel al hombre (no leí nada más de Prieto, ni un solo poema, o no recuerdo haberlo leído hasta que él mismo me invitó en 2015 al festival de poesía que dirige en Rosario, Argentina).
Seca e impecable, mi rebeldía había encontrado su forma de expresión. Una expresión firmemente comprometida con mi generación, con Internet, con una forma de vida que empezaba a abrirse paso en un desierto. Un desierto que era el paisaje (terrible paisaje) que habían construido con palabras las generaciones de poetas anteriores a la nuestra. Orgulloso de haberme ahorrado el bullicioso jardín de infantes de la tradición, veía a los otros poetas de mi generación lidiar con una concepción de la poesía política que para mí, inevitablemente, nunca volvería a serlo una vez descubierto mi pequeño secreto.
El lujo –y en el caso Millennial: ese lujo cobarde de la clase media en el que nos criaron– iba a encontrar su rival. Nuestro camino literario, como el resto de los parajes de nuestra breve, casi inexistente biografía, estaba ya marcado por la coincidencia peculiar de dos términos que iban a contaminar todos los niveles de nuestra experiencia juvenil. El primero de ellos, como una tesis: Internet y las redes sociales. El segundo de ellos, como su contrario, anacrónico y ridículamente constante a lo largo del tiempo: la crisis. Internet y crisis serían los términos más escuchados en los años de nuestra juventud, con cierto margen sobre los siguientes clasificados. ¿Qué significaba su aparición, coordinados en un raro oxímoron? Dos agentes inexactos, que nos mantendrían agobiados y asombrados, ocupadísimos intentando desentrañar su impacto en nuestro presente.
La explosión definitiva de lo global y su lenguaje se cruzaba con la seducción reaccionaria de la crisis. Crisis que, entendida en todo su esplendor, no nos limitamos a leer en términos económicos y políticos, sino también culturales, identitarios, sexuales o emocionales. Pero, al fin y al cabo, una crisis experimentada todavía en un marco tendente a lo local, porque el concepto mismo de crisis es una amenaza que invita a un viraje conservador, nacionalista, romántico, melancólico y desencantado. En lo que se refiere a la poesía, se iba a producir un vulgar regreso a lo minúsculo, lo íntimo, lo rural, lo manufacturado, lo olvidado: tablas de náufrago figurativas frente a la desesperación del idioma neoliberal, cuya refinada y violenta abstracción se había vuelto insoportable. Abstracción posmoderna, cada vez más radical, de los términos y los agentes del neoliberalismo. La crisis, entendida en términos estéticos, forzaría un retorno al realismo y a los términos objetivos, a la solidez de los conceptos, que hubiera debido empapar también el lenguaje poético. ¿Lo hizo? No aquí. No en España. Aquí vencería, como siempre, una estúpida, mediocre melancolía.
2.
Tropo. En este complejo contexto, aprender a educarse, o, dicho de otro modo, aprender a decidir la dirección del propio pensamiento y de sus referencias, no iba a ser tarea fácil. ¿Los cánones? Inútiles. ¿La intuición? Aplacada. La herencia del pensamiento intelectual de la segunda mitad del siglo XX, que había envejecido con una velocidad grotesca, sembró de trampas el camino de nuestra formación, y no aceptaba ninguna novedad de nuestra época.
En mi caso, nuevamente, el principal síntoma de esta emancipación fue un desprecio evidente y cada vez más pronunciado a la tradición de la poesía española. O mejor dicho: a la tradición de los poetas españoles, porque no creo que en este país haya existido, al menos en los últimos dos siglos, algo que merezca ser llamado una poesía. Internet permitió que nunca tuviera que recurrir a ella, y todavía hoy no me corrijo: para mí, la historia de los poetas españoles desde mediados del siglo XIX se levanta sobre una infamia: la de una afirmación constante del poder político de la palabra, sin idear jamás una palabra, una estructura, una forma, capaces de contener algún poder político. Nuestra triste paradoja. Una historia centrada en el fracaso de la Historia no puede servirle de mucho a la historia, que siempre debe estar por escribirse.
Harto de Machado, de Lorca, de Dámaso Alonso, de Goytisolo, de Valente, de Gamoneda, de Ángel González, de Chantal Maillard; de Panero, sobre todo del miserable Panero, que volvía a estar de moda y al que siempre he despreciado; quise escribir sin acercarme a las imposiciones de un sistema, de un status institucionalizado en los premios, las becas y las editoriales, todavía imperante en pleno siglo XXI como un dinosaurio imbatible, del que necesitaba escapar. El óxido, la sangre, los pájaros muertos, las balas, los úteros vacíos, las afrentas a Dios, las metáforas oscuras, las vísceras. Nunca supe ver nada de interés en todo esto, sino un idioma oscurecido, quejumbroso y autocomplaciente.
La extravagante politización de la obra de estos autores no podía parecerme en modo alguno comprometida, sólo escapista. Nuestro compromiso de poetas debía operar en un nivel distinto al compromiso de un militante político; un compromiso con el lenguaje. Era en su marco donde debía mostrarse nuestra capacidad de transformar la realidad. Transformar la realidad del lenguaje, su superficie, ¡eso sí que era un trabajo titánico! Un trabajo próximo a lo imposible. Todo un lujo. Aprender a decir lo todavía nunca dicho, para que luego pudiera ser imaginado. Por fin, una política disuelta en el paisaje. En el lenguaje. Nunca estuvimos a la altura de este sueño.
Arremolinados, decrecidos, sedientos, incapaces, desesperados por figurar, tratando de escribir en lugar de escribir. Ciegos, limitados por las taras y las convenciones, es decir, igual que los anteriores, y seguramente igual que los siguientes. Así he descubierto una y otra vez, durante los años de mi juventud, a los poetas de mi generación, mis amigos, también mis enemigos, siempre espejo en el que verse reflejado y opción que rechazar. Una generación que hoy se adentra ya en esa etapa vital fundamental que enmarca la noción schilleriana de la educación estética, y en otro grado, de su compromiso con el mundo. Pronto habrá que rendir cuentas. Estamos a punto de concluir un tiempo crucial de formación. Es el momento preciso, el lugar exacto: nos toca ser injustos con la historia para poder ser justos con el futuro, con nosotros mismos. Debemos dar el paso y decidir sobre estos términos: estética y compromiso aplicados a nuestra literatura. Pero, ¿estamos preparados? ¿Estamos –de otro modo– educados? ¿Se corresponde nuestra educación como lectores con las demandas de este mundo peculiar que heredamos? La melancolía y el revisionismo, ¿no han aplacado ya, mucho antes de tiempo, nuestra potencia ideal?
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Autor >
Vicente Monroy
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