La energía es poder. Y el control oligopólico de la energía, uno de los puntales de nuestra sociedad capitalista y patriarcal. Sabemos que las riendas del sistema energético están en manos de un reducido número de empresas participadas a su vez por los grandes poderes económicos y financieros. Sabemos, también, que los tentáculos de esas empresas abrazan gobiernos e instituciones supranacionales para que marquen el paso de la transición energética al ritmo de sus intereses, hipotecando con ello el clima y la vida en el planeta tal y como la conocemos. No tenemos tiempo de reserva y no hay vuelta atrás. Necesitamos un cambio de rumbo urgente. Somos conscientes de ello. Pero a pesar de los pequeños logros avanzamos poco y, por el camino, casi todo lo que se vende es humo.  

Tres décadas de evidencias científicas del cambio climático han servido para que nos demos cuenta de una cosa: tener razón no significa tener la capacidad de cambiar la historia. Los compromisos climáticos asumidos no han servido hasta la fecha para reducir el volumen global de emisiones de gases de efecto invernadero, ni tampoco para reducir su consumo de energía. Impera el dogma del crecimiento, se justifica el expolio y se obvia el suicidio climático. Descubrimos que, además de razones y deseos, necesitamos poder para impulsar un cambio de paradigma social y el feminismo es clave para ello. 

Cuando abordamos el análisis del modelo energético desde una perspectiva de género y empezamos a preguntamos por las necesidades específicas de las mujeres, los impactos del modelo sobre éstas, y las posibilidades de participación real que tienen en las diferentes esferas de toma de decisiones, lo primero que constatamos es la tremenda masculinización del poder existente en el mundo de la energía. Lo segundo, la escasez de datos desagregados y de estudios sobre las desigualdades de género en el sector o provocadas por el modelo.

Las mujeres han estado tradicionalmente ausentes de los espacios donde se toman las decisiones que condicionan sus vidas, normalmente, a peor. En el terreno energético, se ha excluido a las mujeres de la política con mayúsculas. Y en España, podemos afirmar que la historia de la energía fósil ha sido escrita casi en exclusiva por hombres. ¿Y qué está pasando en el proceso de cambio de modelo energético a las renovables? Si observamos los programas de la mayor parte de los eventos energéticos de relevancia, quién forma los consejos de administración de las empresas, las direcciones de los institutos de energía o quién dirige los proyectos de investigación en las principales universidades, tenemos la sensación de haber retrocedido 50 años. No sólo no hay paridad, formas y fondo son extremadamente conservadores y machistas. Y constatamos que el mundo de la energía, a pesar de incorporar mujeres en sus plantillas, ha permanecido impermeable al feminismo. 

La división sexual del trabajo y los techos de cristal están a la orden del día. El poder de influir, de proyectar ideas y de decidir está en manos de hombres blancos de perfil “técnico”, “experto” y con un estatus social aparentemente elevado. Falocracia energética en estado puro. Y quedan, como es habitual el trabajo invisible y el considerado no-técnico de estas organizaciones en manos de mujeres (trabajo de base, comunicación, venta y limpieza). Curiosamente, hasta 2018, en este país una mujer nunca había dirigido el ministerio de energía y a nadie le extrañaba. Tampoco extraña que los contratos parciales sean para las mujeres. La energía siempre ha sido cosa de hombres. 

Y en el lado opuesto de la pirámide del poder, más allá del sector energético, encontramos a las que se responsabilizan de las necesidades familiares, de la energía que permite la reproducción de la vida: las mujeres en su sempiterno rol de cuidadoras. Cuando se las/nos excluye de los espacios de poder, se excluyen sus necesidades, sus propuestas, sus conocimientos y sobre todo, su capacidad de impulsar cambios. Y que la energía con mayúsculas sea asumida socialmente como “cosa de hombres” y los feminismos, como “cosa de mujeres” tampoco ayuda. 

La transición energética abre una ventana de oportunidad a profundas transformaciones. Y puede ser palanca del cambio social porque, un modelo renovable distribuido donde se produce energía allí donde se utiliza es potencialmente más democrático. Pero, mientras las empresas del oligopolio modernizan sus modelos de negocio, debemos pugnar por un cambio de modelo de gestión social de la energía. Si se cambian las tecnologías y el control permanece en manos de los mismos, nada nos hace pensar que vaya a existir un reparto de la riqueza, que se vayan a conquistar derechos o reducir las desigualdades. Tampoco que los ritmos  de la transición vayan a ser los necesarios o que se vayan a respetar los derechos humanos.

Y, ¿cómo logramos que la transición energética contribuya a la emancipación de las mujeres? Tiene que haber un cruce de caminos entre el feminismo y la energía. Necesitamos abrir paso a las mujeres en el sector de la energía, lograr que la agenda feminista se empape de energía y la de transición energética, de feminismo. Que se incluyan cuestiones como el reparto de salarios, empleos, tiempos y cuidados y se apueste desde el sector renovable por un modelo energético que ponga los cuidados y la vida en el centro. Sin la mitad de la población no habrá transición que valga. Nos va el futuro en ello.

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Alba del Campo es periodista y asesora en transición energética.