Las clasificaciones por género son en literatura un poco como aquella manta del refrán, que te dejaba los pies o la cabeza descubiertos, porque para todo no le daba el tejido. Sabemos qué es un poema. Sabemos qué es una novela. Sabemos qué es literatura juvenil. Sabemos qué es una novela de ideas... Pero, ¿sabemos que es De rerum Natura, En busca del tiempo perdido, La isla del Tesoro, La belleza del marido? Y si las distinciones no nos sirven para clasificar de manera inequívoca estos libros, entonces... ¿para qué nos sirven? En otras palabras: los géneros literarios son orientativos, pero apenas nos informan sobre las audacias particulares de las obras, que a fin de cuentas es para los que uno se pone a leer.

Partiendo de estas perspectivas modestas voy a inventarme un criterio de clasificación que no atenderá tanto al tema o la rima como al “angular”: la cantidad de mundo que abarcan. En un extremo de la clasificación tendríamos las ficciones que contienen el planeta entero (descolonización, invasiones alienígenas), y en el otro, alguna autoficción bien ensimismada o El hombre del subsuelo. Tanto dan los extremos, lo que interesa aquí es detenernos en una zona media: que no ofrece imponentes panorámicas ni tampoco la cercanía que transforma el lomo de un perro en un prado. Me refiero a la distancia que nos permite abordar “lo que nos pasa”.

“Lo que nos pasa” (a la espera de un nombre mejor) sería esa situación prolongada en el tiempo que afecta a una comunidad lo bastante amplia para que no nos conozcamos todos de vista (que desborde el ámbito familiar) y lo bastante complicada como para complicar las evasiones y el escaqueo. Una fuerza impersonal que presiona casi a diario nuestra mente y que se inmiscuye en nuestra vida para entorpecerla o animarla.

Como no hay género que valga sin su obra maestra, propongo como referente el díptico de Coetzee sobre “la situación en Sudáfrica”: La edad de hierro y Desgracia. Ambas novelas proponen un mapa, mareante en su variedad y rigor, de las tensiones que atraviesan las vidas de los sudafricanos.

En España se me ocurren tres temas que encajarían en la literatura de “lo que nos pasa”: el llamado conflicto vasco, la crisis económica y lo que se conoce, con una suerte de ironía anticipatoria, como el procés catalán. De este último se ha escrito muy poca ficción, quizás por la proximidad temporal, así que ya veremos; pero en los otros dos (sobre todo en el de la crisis) se acumula ya suficiente masa crítica como para señalar tres vías de avance insatisfactorias.

La primera es el documentalismo, por la que el periodista o historiador disfrazado de novelista levanta acta de sus muchas horas de estudio. La segunda es la reducción de un problema social a los efectos sentimentales: tratar la pérdida de poder adquisitivo como el abandono de una novia. La tercera es novelar alguno de los relatos oficiales o contribuir a cuajarlo. Escribir para darle la razón a uno de los fascios en litigio, lo que suele parecerse bastante a darse la razón a uno mismo y cuyo resultado suele ser un libro con el que Rajoy (o el equivalente de la temporada) aceptaría a fotografiarse.

Matizo que son insatisfactorias para mí (muchos compradores parecen encantados) porque incumplen lo que más valoro de la ficción literaria: que incrementen mi comprensión de la región de mundo a la que se refieren (ya sea un continente o el refugio de un tarado). La información (la entrega de datos en bruto) suele ser un sucedáneo, el ensimismamiento sentimental lo tenemos ya muy visto, y si la novela no forcejea un poco con los “relatos heredados” es difícil que prenda la comprensión; más bien se quedará atascada en los arenales del “ya lo decía yo”, como tantas columnas y tribunas que producen a diario nuestros intelectuales amaestrados.

La parte complicada del artículo pasa por señalar alguna vía satisfactoria para contar “lo que nos pasa”. Complicada y un tanto ingrata, porque, en el caso de encontrar alguna, casi seguro (¡en el 87’65% de los casos!) que solo le valdrá a quien la haya desbrozado para su propio avance. Entramos por tanto en las claves de la poética personal, de manera que sin más preámbulo enfoco la lente sobre la “vía Zaldua”, que he descubierto gracias a la lectura de Como si todo hubiera pasado (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2018), una antología de cuentos entresacada de libros ya publicados en euskera a lo largo de varias décadas, dispuestos ahora cronológicamente, referidos todos al “conflicto vasco” (al que Zaldua alude como “La Cosa”), y que por dimensiones e intensidad parece ideal para subsumirla en nuestra etiqueta fungible: “lo que nos pasa”.

La decisión que más sorprende de Zaldua es su apuesta por el costumbrismo. Entiendo por costumbrismo una especie de adhesión al día a día, a lo cotidiano y ordinario, en el convencimiento de que la lealtad a lo real (a lo que pasó, a lo que pasaba, a la experiencia directa, a “lo nuestro”, caramba) redimirá al autor de buscar temas más trepidantes o complejos, con cierta carga moral. Los tentáculos de sus relatos resbalan por un gran número de zonas comunes de la cotidianidad vasca, el libro se beneficia aquí de estar constituido por una amplia sucesión de cuentos, cada uno de los cuales abre y cierra un entorno social, un posición laboral, una perspectiva del conflicto... Una novela solo hubiese podido aspirar a tal variedad con uno de esos montajes corales que suelen dejar a todas las partes un poco avergonzadas.

La impresión de que Zaldua se sitúa en todas partes es tan intensa que un internauta le acusó de estar también “de parte” (esto es, a favor) de los que apretaban el gatillo. Los equívocos en literatura serían divertidos si no fuesen también miserables. Zaldua está en todas partes no como responsable moral de las acciones de sus personajes (ni mucho menos de sus correlatos reales, como parece creer nuestro despistado internatuta), sino como un ente compresivo que sin deponer sus juicios tiene el temple (y el talento) de posponerlos hasta que termine la exposición. La denostada (con cierto cacareo) “equidistancia” (que en política suele equivaler al compromiso con una posición no polarizada), en literatura casi siempre se resuelve en lealtad a los poderes de la ficción: una forma aventajada de comprensión, por no decir de inteligencia.

El truco del costumbrismo de Zaldua es que la realidad sobre la que se proyecta es cualquier cosa menos anodina. Se trata de una realidad alterada, perturbada, cuya tensión casi permanente ha cumplido con el viejo sueño de las luces ilustradas: entrar en todas las casas. Lo que Zaldua logra al recorrer los espacios preferidos del costumbrismo no es un conformismo aquiescente sino el efecto perturbador de una cotidianeidad constantemente crispada por el voltaje de la violencia Un costumbrismo perverso.

Muchos de estos relatos escapan del marco realista por las líneas de fuga que abre la ciencia-ficción. Pero raras veces son evasivos: los saltos en el tiempo, las realidades paralelas y los fenómenos paranormales ahondan una y otra vez en “lo que nos pasa”, no desde una perspectiva social o económica, sino casi metafísica. “Lo que nos pasa” es lo que nos pasa y no puede ser de otra manera, pero “lo que nos pasa” pudo ser de otra manera, y en ese caso lo cotidiano no sería ya esta enervación continua que no sabemos ya si considerar corriente o extraordinaria. En el filo de esta ambivalencia, sometidos por una tensión que les interpela como comunidad, los vascos y las vascas de estos relatos fantásticos suelen estar aturdidos por las exigencias de un destino arbitrario. Una situación (la de no poder alterar lo autoimpuesto) que de alguna manera recuerda a la del Dios que imaginó Leibniz, de quien se dice que una mañana abrió los ojos prisionero de las leyes que él mismo había creado el día anterior. Determinar qué posición ocuparía un vasco concreto en esta fábula es un enigma que me sobrepasa, pero que puedo imaginar (convenientemente localizada en un concierto, un bar o una ikastola) resuelto en un futuro cuento de Zaldua.