Joshua Sperling / Biógrafo de John Berger
“Hay que ser muy listo para preservar la integridad”
Sebastiaan Faber 30/01/2019
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Cuando murió John Berger, el 2 de enero de 2017, el mundo perdió una voz singular justo cuando más la necesitaba. El autor de Puerca tierra tuvo una vida marcada por posturas radicales y cambios de rumbo inesperados. Inglés de nacimiento (1926), se hizo notorio en los años 50 con feroces críticas marxistas al establishment artístico. A principios de los 60 se mudó a Ginebra, donde combinó estudios sobre arte (entre otros, un libro sobre Picasso) con novela y libros documentales que integraban, innovadoramente, ensayo y fotografía. En 1972, creó cuatro programas de televisión en torno a la historia del arte occidental –Ways of Seeing (Modos de ver), después publicado como libro– que le convirtieron en estrella mediática y educaron a varias generaciones mundiales en una visión materialista, historicista y anti-elitista de las imágenes artísticas. Fue por entonces cuando ganó el prestigioso Premio Booker con su novela experimental G. (En su discurso de aceptación, criticó duramente al patrocinador empresarial del galardón, cuyas ganancias asoció a la explotación colonial; también anunció que donaba la mitad de las cinco mil libras del premio a las Panteras Negras, organización socialista, revolucionaria y anticolonial.) En lugar de capitalizar su fama y aceptar, por ejemplo, un cómodo puesto universitario, en 1974 se mudó a un pueblo en la Alta Saboya, donde vivió y trabajó entre los campesinos, dedicándoles una trilogía narrativa. Idiosincrático e iconoclasta hasta el final, en los años noventa sirvió de inspiración a toda una generación de jóvenes antiglobalistas.
Casi dos años después la muerte de Berger, Joshua Sperling (Nueva York, 1982) publica una fascinante biografía intelectual: A Writer of Our Time: The Life and Work of John Berger (Un escritor de nuestro tiempo. Vida y obra de John Berger; Verso). Berger –mantiene Sperling– fue un auténtico pionero en el campo de las ideas y de las formas genéricas. Fue moldeado por su tiempo –la posguerra británica, los vaivenes de la Guerra Fría, las ilusiones y desengaños de la izquierda– pero también hizo lo suyo para moldearlo. Supo como nadie navegar las contradicciones de su época y de su propia vida. A través de sus múltiples metamorfosis, siempre se mantuvo fiel al compromiso marxista, humanista y populista que asumió de joven. “El compromiso de John Berger era escribir,” dijo su amigo y colaborador Manuel Rivas en una nota necrológica. “Y todo lo que escribes te compromete”.
Hablo con Sperling una fría mañana en Ohio, EE.UU., donde enseña cine y adonde acaba regresar después de presentar su libro en Londres y Nueva York.
Su título, Un escritor de nuestro tiempo, es un guiño a la primera novela de Berger, Un pintor de nuestro tiempo. Pero también es toda una declaración de principios sobre el significado que Berger puede tener hoy para nosotros.
Berger siempre procuró que su obra respondiera a los tiempos que le tocaron vivir. En Inglaterra, coexisten dos imágenes de él. Por un lado, es visto como sátiro: el joven marxista incapaz de controlar sus pasiones, incontinente, casi vergonzosamente espumoso, que se dedica más que nada a fastidiar a los gentlemen de la élite. Por otro, es un mago: el Berger mayor viviendo en el monte francés, un oráculo que recibe a peregrinos solitarios en busca de sabiduría. Ambas imágenes contienen una dosis de verdad. Pero las dos le acaban aislando de su contexto histórico. Mi libro pretende devolverle a ese contexto. Porque Berger se pasó la vida nadando por la historia, lidiando con sus olas y corrientes traicioneras. Es irónico que muriera justo después de los cambios tectónicos que supusieron la elección de Trump y el voto del Brexit. Las preguntas que Berger se planteó desde joven, y que pudieron habernos parecido distantes hace seis años, ahora se sienten mucho más cercanas. ¿Qué es una vida digna? ¿Qué es el compromiso político? ¿Cuál es la función de del arte con relación a la experiencia de la gente común?
Me gusta la imagen de Berger como nadador. La que se me ocurrió a mí al leer su libro fue la de un velero que cambia de rumbo cada tanto. Pero a diferencia de otros miembros de su generación, Berger nunca siente la necesidad de repudiar su propio pasado. A pesar de sus drásticas reinvenciones, parece mantenerse fiel a sí mismo.
Es una de las dialécticas fundamentales de su biografía. En el fondo, toda su vida estuvo predicada sobre la idea de que a veces hay que decidir, tomar partido, decantarse por una u otra opción. Pero su vida y obra también nos enseñan que hay disyuntivas falsas que nos son impuestas y que tenemos que rechazar con vehemencia. Hoy, por ejemplo, una de esas disyuntivas falsas es la idea de que solo puedes ser una de dos cosas: o bien una persona liberal, urbana, cosmopolita, o bien una persona populista, nacionalista y reaccionaria.
El propio Berger tuvo algo de populista.
Sin ninguna duda. De hecho, si te fijas, su figura tiene mucho en común con la de Bernie Sanders. En los años 80 y 90, a los dos se les veía como fósiles. No estaban de moda. Nunca se subieron al tren de la tercera vía, de la fe en los mercados de Clinton y Blair. Y tampoco se dejaron seducir por las modas intelectuales de la época, como el posestructuralismo. Por tanto, parecían totalmente irrelevantes. Pero en los últimos años ambos han vuelto a cobrar relevancia.
Explica usted que Berger fue entre los primeros en redescubrir a Antonio Gramsci, Walter Benjamin y Georg Lukács.
Es curioso. Empecé a trabajar sobre Berger durante mis años de doctorado en Yale. Yo era estudiante de Literatura Comparada. Tengo que confesar que lo que inicialmente me atrajo hacia él fue el hecho de que yo estaba harto de todo lo académico y teórico. Pero no tardé en descubrir que Berger sirvió de conductor teórico para muchas de las corrientes centrales del marxismo occidental.
Tuvo un papel crucial en este sentido su mujer durante los años 60, Anya Bostock.
Fue una mujer extraordinaria, que por cierto murió hace pocos meses, y cuya labor nunca se ha acreditado lo bastante. Hija de refugiados judíos ruso-alemanes, nacida en la China, educada en Oxford, fue durante años para Berger una fuente inagotable de pensamiento europeo. Y no solo para Berger. Fue ella la que tradujo al inglés a Benjamin, Lukács, Ehrenburg, Lenin…
¿Berger fue un romántico?
Lo que ocurre es que Berger cree en la idea de lugar, en la importancia de nuestra conexión con un paraje particular. Comprende que los seres humanos tenemos que sentirnos arraigados. Reconoce que el sueño cosmopolita que se vende en las revistas de las compañías aéreas no vale para la inmensa mayoría de la humanidad. La gente necesita comunidades, barrios, patrias. Ya sé que la palabra patria es complicada. Pero Berger nunca la asocia con ningún concepto de etnicidad, ni siquiera con un concepto de Estado.
Cita usted en su libro a Simone Weil: “Tener raíces es quizás la necesidad más importante y menos reconocida del alma humana”. Se me hace que el arraigo, en Berger, es más que una necesidad. También tiene una dimensión moral. Sirve como antídoto contra todo lo que le produce alergias: el elitismo, el mundo del arte, la alta teoría, cierto tipo de modernismo estéril. El arraigo, en cambio, es garantía de lo real, lo auténtico, la experiencia.
Sí: la sensación de fatiga muscular después de un esfuerzo físico…
Pero al mismo tiempo, Berger parece compartir con Edward Said la idea de que el intelectual, como figura moral, es por fuerza una persona desplazada, desarraigada. Como lo fue, de hecho, el propio Berger.
Es otra de las contradicciones fundamentales de su vida. Berger encarna ambas cosas, el arraigo y el desarraigo, a la vez, como el agua y el aceite. Podemos volver a la imagen del velero y sus constantes cambios de rumbo. Para Berger, esos cambios no son reinvenciones. De hecho, no creo que su trayectoria fuera experimental o inquieta. Si se empeñó en mezclar agua y aceite fue porque estaba convencido de que separarlos era un gran error.
De hecho, las dos figuras más importantes para Berger –y para las que más simpatía tuvo, hasta romantizarlas– fueron el campesino y el obrero migrante. No es casual que ambas acaben mal paradas en la teoría comunista o marxista tradicional. Para Lenin, los campesinos encarnan la idiotez de la vida rural, mientras que los obreros migrantes no se pueden organizar tan bien como la fuerza laboral nativa. Ahora bien, en los años 70, Berger hace un libro documental sobre los obreros migrantes en Europa. Al entrevistarlos, descubre que son todos hijos de campesinos. Y se da cuenta de que le cuesta imaginarse la vida campesina de la que provienen, aunque, por entonces, era todavía la forma de vida dominante en el mundo. De ahí que, para él, el campesino –una figura profundamente arraigada– y el migrante –esencia del desarraigado– no son opuestos: solo les separa una generación.
Acaba fascinado con el campesinado, hasta el punto de convertirse él en migrante que se re-arraigacomo un labrador francés en la Alta Saboya.
La verdad, claro, es que no era ni campesino ni migrante. Era un intelectual expatriado, por más que le disgustara personalmente el término. Vivía en un exilio voluntario –y, por cierto, relativamente privilegiado–. Estas contradicciones las puedes ver desde la simpatía, como aquello que impregna su vida de significado; o le puedes tachar de hipócrita.
Con todo, la figura que sale de su biografía es de una integridad admirable.
Si Berger nos enseña algo, es que hay que ser muy listo para preservar la integridad. Todas las fachadas tienen algo que esconden. En mi libro he querido enganchar con esa parte trasera. No para desmentir lo que se ve desde fuera, sino para explicar, sobre todo a los jóvenes, que vivir una vida con integridad exige altas dosis de inteligencia, ingenio y creatividad. Si no, es muy fácil que acaben enmerdándose tus ideales en seguida.
Berger tuvo una relación complicada con la fama.
La buscó, sin duda; pero solo para después poder burlarse de ella. Justo cuando llega a la cima, a comienzos de los 70, después del enorme éxito de Modos de ver y su Premio Booker, entra en una especie de crisis de los cuarenta. Entonces se separa de su mujer y se muda de Ginebra al pueblo campesino para vivir con una americana, en una casa rústica, húmeda, sin electricidad o calefacción. En este momento también empieza a cambiar su escritura. En vez de gritar, empieza a escribir susurrando. Curiosamente, es cuando le descubre toda una generación de lectores jóvenes desencantados con la alta cultura intelectual del momento. Ahora diríamos que Berger es un eco-marxista: comprendió que el sistema capitalista de mercado no solo se nutre de la explotación humana, sino que produce una destrucción cultural y natural. La vida campesina también le obliga a un reajuste del horizonte político. En el largo epílogo al primer tomo de su trilogía rural, Puerca tierra, acaba reconociendo que la ilusión izquierdista de la revolución inminente es una quimera. En su lugar, apuesta por la perseverancia, la sobrevivencia, la resistencia. La lucha no se librará de un día para otro. Durará múltiples generaciones. Y a veces lo único que se puede hacer es intentar preservar ciertos modos de vida.
¿Llegó a conocer a Berger en persona?
Le fui a ver al pueblo en 2012, cuando ya tenía 85 años. Pasamos una larga tarde en su jardín tomando espresso. Fue una de las experiencias más bellas de mi vida. Hay toda una tradición de escritores jóvenes que visitan a sus héroes, solo para descubrir que son unos gigantescos hijos de puta. Con Berger fue exactamente lo opuesto. Al hacerse mayor, se hizo más joven. Es común que los angry young men se conviertan en viejos todavía más rabiosos. Berger, en cambio, se suavizó, haciéndose más sentimental y menos cínico.
Como presentador tanto como orador fue conocido por su encanto.
Era un gran seductor. Tenía una forma singular de fijar su mirada en ti, de escucharte, de estar profundamente interesado en lo que te interesaba a ti. Me bendijo el proyecto, algo que era importante para mí. Al despedirnos me dio un enorme abrazo de oso. Irradiaba el mismo amor fraternal, casi homoerótico, que también se ve en Caravaggio, Walt Whitman o Van Gogh. Eso sí, Berger tuvo una vida bastante menos trágica que aquellos tres. De hecho, la suya fue más bien afortunada. Lo que también es irónico. Varias de sus grandes inspiraciones, como Weil, Benjamin o el historiador del arte Max Raphael fueron judíos que se vieron obligados por las circunstancias a exiliarse y finalmente suicidarse. Berger se las arregló para sobrevivir a las tragedias del siglo XX que sin embargo se convirtieron en el impulso central de su pensamiento.
Cuando murió John Berger, el 2 de enero de 2017, el mundo perdió una voz singular justo cuando más la necesitaba. El autor de Puerca tierra tuvo una vida marcada por posturas radicales y cambios de rumbo inesperados. Inglés de nacimiento (1926), se hizo notorio en los años 50 con feroces críticas...
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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