TRIBUNA
El difícil camino hacia la adhesión a las Comunidades Europeas
Se cumplen 32 años desde la incorporación y, aunque los índices no son todavía alarmantes, son cada vez más los españoles que contemplan Bruselas más como un problema que una solución
Manuel Ortiz Heras 4/02/2019
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Igual que con la transición de la dictadura franquista a la actual democracia, se ha construido en torno a la adhesión de España a las Comunidades Europeas un relato hagiográfico que reivindica el papel de las elites en un proceso modélico que apenas tiene grietas y que subraya el europeísmo del país, el consenso absoluto entre las formaciones políticas y la condición natural española como indiscutible socio europeo. Una suerte de automatismo que llevó al propio rey Juan Carlos en la firma del acuerdo a decir que “si vuestros países son Europa, España lo es también por su cultura y por su voluntad secular”. Poco se comenta al respecto la envergadura de los obstáculos representados por la patronal o los sindicatos y determinadas corporaciones que se sentían expuestos a la competencia europea del Mercado Común. Se ha olvidado, tal vez confundido, que la situación geográfica y la evolución histórica y cultural, por sí solas, ni garantizaban ni obligaban a los miembros fundadores del selecto club que nació con el Tratado de Roma en 1958 –con el objetivo de reforzarse desde la unidad en un contexto hostil después de la penalidades ocasionadas por la II Guerra Mundial– a integrar a países como Grecia, Portugal y España, que, además, en los años sesenta protagonizaron sucesivas transiciones de gobiernos dictatoriales a sistemas democráticos en procesos no exentos de dificultades. Entre 1975 y 1977 tanto la Asamblea como el Parlamento Europeo ligaban la posible admisión al éxito de las transiciones democráticas y, después, mostraron muchos reparos ante la posibilidad de fracasos porque no existían planes alternativos en su ordenamiento legal. Entre los riesgos habría que subrayar la deriva de los postulantes a configurar gobiernos marxistas que hubieran colisionado con los imperantes en aquella Europa a nueve.
En realidad, después de cuarenta años del comienzo oficial de las negociaciones, podríamos afirmar que el tema, a pesar de su enorme relevancia, ha pasado bastante desapercibido en los currículos académicos de los españoles, en los medios de comunicación y, por descontado, en las agendas políticas. De alguna manera, podríamos señalar que se trata de algo lógico si tenemos en cuenta que, en su momento, no se consultó a la ciudadanía y apenas se la informó con claridad y transparencia, más allá de celebrar los puntuales acuerdos alcanzados, sobre todo, en 1985 cuando ya se había acordado la adhesión en un proceso que estuvo plagado de complejas negociaciones y no pocos contratiempos. Sin ir más lejos, los efectos del terrorismo etarra mancillaron y casi ocultaron los importantes avances logrados.
Estas cuatro décadas vienen precedidas de difíciles reuniones entre nuestro país y Bruselas, pero también a múltiples bandas con sus diferentes miembros, en un contexto crítico entonces que se repite ahora como un revival dramático, por otros motivos, para la Unión Europea, cuya arquitectura institucional habría que reformular con urgencia. Es difícil abstraerse de los efectos nocivos del Brexit, del auge del nacionalismo xenófobo, del creciente euroescepticismo y los persistentes defectos de una precipitada ampliación sacudida por los efectos de la crisis sistémica de 2008. Asimismo, asistimos este año al aniversario de las primeras elecciones al Parlamento Europeo –en mayo elegiremos a nuestros representantes–, una institución remozada que requiere, junto al resto de estructuras políticas de la UE, un apoyo mayor del que ahora mismo disfruta, entre otras cosas, por la falta de credibilidad democrática que despierta entre unas sociedades que mantienen diferencias significativas tanto en la propia definición del sistema político que nos ampara, la democracia, como las competencias que cada Estado-nación debe mantener frente a la Unión. Los apasionantes debates abiertos sobre la representación política –una democratización que se interpreta de manera desigual por parte de culturas políticas casi antagónicas–, la reformulación del concepto Estado-nación –con frentes abiertos que nos preocupan especialmente a propósito, por ejemplo, del conflicto catalán– y el diseño de una auténtica política común exterior –con la que evitar discrepancias tan clamorosas como la reciente crisis venezolana–, no hacen sino provocar dudas y desconfianza entre los millones de ciudadanos europeos dependiendo de la región en la que habiten.
De hecho, se habla de tres zonas claramente identificadas que profesan diferentes grados de “europeísmo”: el sur mediterráneo, cada vez más escéptico, en gran parte por la dureza de la recesión y de las políticas comunitarias implementadas para paliar sus efectos; el llamado grupo de Visegrado, imbricado por su reaccionaria ideología centrada en el problema migratorio y los refugiados, que manifiesta altas dosis de confianza motivada también por la bondad de los cuantiosos fondos de cohesión; y la nueva Liga Hanseática que, con mayor unidad de acción y en clara sintonía con el motor alemán, también demuestra altas dosis de apoyo, pero con una notable desconfianza hacia los países del Sur. En todo ello, por descontado, volvemos a encontrarnos un factor en alza como es la percepción social y el impacto de los viejos estereotipos que ya en su día generaban indiferencia, ignorancia o rechazo hacia los “otros”, los PIGS –como ahora despectivamente se designa a Portugal, Italia, Grecia y España–, que son vistos como indolentes, perezosos o “gorrones”. Grecia primero, con el amago de expulsión, Italia más tarde, con enfrentamientos con las propias autoridades europeas y su cada vez más dramática situación política y económica, hasta llegar a la crisis generada en uno de sus grandes actores como es Francia, al socaire de los chalecos amarillos, están transformando y condicionando principios básicos como la solidaridad e incluso el sostenimiento del Estado del Bienestar, zaherido por continuos ataques neoliberales y los efectos de una incierta globalización.
El viejo ideal europeo, tan positivo para todos como demuestran tantas y tantas evidencias empíricas, ha sido atacado desde sus orígenes y no procede ahora hacernos los sorprendidos por los embates promovidos desde el otro lado del Atlántico, espoleados por personajes como el escurridizo Steve Bannon, que parecen contar cada vez con más apoyos entre los socios europeos –Le Pen, Salvini, Kaczynski, Orbán, Akesson, Strache, Halla-aho, Gauland, etcétera–. La defensa del proyecto necesita una correcta pedagogía que parta del conocimiento y la investigación del proceso que nos ha llevado hasta aquí. Como españoles tenemos mucho que aportar, aunque sólo sea por coherencia con lo que el europeísmo representó en los peores momentos de nuestra compleja historia reciente, cuando el antifranquismo se vertebraba mirando a Europa, buscando en la Comunidad la legitimidad democrática anhelada como banderín de enganche para salir del aislamiento, una de las asignaturas fundamentales de nuestra transición. Momento fundacional de la España actual en la que se ya se debatía entre la Europa de los mercaderes y los pueblos, por cierto. Empecemos por admitir que ese ambiguo concepto europeísta del que presumíamos era interpretado de muy diferente manera según la ideología que se profesase. En realidad, nunca hubo un acuerdo explícito sobre la estrategia a seguir para conseguir la admisión entre las diferentes fuerzas políticas que se dieron cita en los primeros comicios, en 1977. No se llegó a pergeñar una auténtica política de Estado al respecto –tal vez nunca la ha habido después– y pronto empezaron las discrepancias sobre las negociaciones y las conversaciones mantenidas, sobre todo en la campaña electoral de febrero de 1979, cuando el gobierno de Adolfo Suárez presentó formalmente la propuesta de adhesión. Un líder que priorizó la agenda interior y apenas se preocupó por exteriores, creando, además, un debate de envergadura entre su propio equipo al enfrentar al ministro Oreja, Exteriores, con Calvo-Sotelo, responsable de las negociaciones con Europa.
También es verdad que aquella Europa no ayudó tanto como algunas veces se ha dado a entender. En un contexto tan sumamente complejo como fue la década de los setenta del siglo pasado, con una CEE en la que se introdujo Gran Bretaña después de un serio enfrentamiento con la Francia gaullista, la propuesta de adhesión de los tres países ex dictaduras generó muchas dudas y se optó por un “sí pero no”, porque más allá de declaraciones políticas favorables, preocupaba y mucho la estabilidad económica y el estatus quo cuando todavía estaba tan “caliente” el impacto de la crisis de 1973. Por eso hay que recordar que los vetos británico y, sobre todo, francés –“giscardazo” por medio y Fresco de abril de 1978 que frenaron el entusiasmo de los países candidatos y dieron alas a los numerosos anti-ampliación en Italia y Francia– no hicieron sino manifestar las prioridades de cada cancillería –y mucho menos la voluntad democratizadora con los potenciales nuevos socios–, porque estaban en juego las elecciones de cada país y los cuantiosos problemas suscitados en sectores como la agricultura, la pesca o la siderurgia, por citar sólo los más destacados, aunque no podemos olvidar tampoco el problema creado con los múltiples emigrantes españoles de aquellos años.
La sociedad civil española anestesiada por el régimen franquista con la vacua idea de hispanidad e ilusionada por terminar con la rémora del spain is different no fue demasiado consciente de los retos a los que se enfrentaba al forzar una entrada casi a cualquier precio. El 73% de los españoles se manifestaba en 1977 favorable al ingreso porque las nuevas fuerzas políticas, desde la Alianza Popular de Manuel Fraga a los comunistas de Carrillo, construyeron un relato que proyectaba la imagen de Europa como garantía de prosperidad económica y garante de las libertades políticas. Sólo en pequeñas dosis, y ya metidos en los ochenta, empezó a deslizarse en los medios, apenas en los debates parlamentarios, el reguero de consecuencias negativas –OTAN por medio–, que, a corto plazo, acarrearía la entrada con severas reconversiones que generaron mucho malestar social.
Se han cumplido apenas 32 años desde la incorporación y, aunque los índices no son todavía alarmantes con respecto a otras naciones, son cada vez más los españoles que contemplan Bruselas más como un problema que una solución. Ha crecido exponencialmente, sobre todo al calor de las políticas austericidas impulsadas por Alemania, el desencanto y la tibieza entre los españoles. Sin embargo, durante los primeros 25 años de nuestra pertenencia recibimos el doble de dinero de lo que aportamos y nuestra presencia en este predilecto club nos granjeó muchos beneficios y estímulos. Esto no debe impedir el recuerdo de unas durísimas negociaciones en las que la postura comunitaria planteaba con firmeza la reducción de la capacidad de producción española en determinados sectores de la agricultura (frutas, legumbres, vino y aceite), y de la industria (especialmente en la siderurgia y en el textil). Eso acarreó una integración escalonada y con una estrecha vigilancia.
Según las encuestas, hoy la tercera parte de los votantes españoles de izquierdas creen que Europa ha perjudicado a nuestro país, tal vez porque contemplamos sólo una dimensión puramente utilitarista de Europa. A pesar de los muchos erasmus y migrantes jóvenes, la UE sigue siendo una referencia distante, incluso ajena. A ello ha contribuido la política de los últimos gobiernos y la pérdida de peso continental. Las evidencias contrastables de todos estos años confirman las tesis a favor de la Unión a pesar de los muchos problemas que se han planteado en los últimos tiempos. Particularmente, entre nosotros deberíamos reflexionar sobre cómo reforzar Europa desde España, empezando por darle verdadera importancia a esos comicios de mayo donde toda Europa se la juega.
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Manuel Ortiz Heras (Seminario de Estudios del Franquismo y la Transición) Universidad de Castilla-La Mancha.
Igual que con la transición de la dictadura franquista a la actual democracia, se ha construido en torno a la adhesión de España a las Comunidades Europeas un relato hagiográfico que reivindica el papel de las elites en un proceso modélico que apenas tiene grietas y que subraya el europeísmo del país, el consenso...
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