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Un taxi frente a un puesto de comida en la ciudad de Nueva York.
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Los intelectuales liberales se han topado con el enemigo, y ese enemigo eres tú. Paralelamente a la onda expansiva de la presidencia de Trump, que sigue estremeciendo nuestras elitistas instituciones de consenso, está cobrando forma en el mundo académico con conciencia política una narrativa miope y profundamente egoísta: los groseros, irracionales, peligrosamente xenófobos y racistas ritos de la soberanía popular han anegado el correcto funcionamiento del gobierno constitucional. Además, este resurgimiento del engreimiento político de masas no se reduce a la cultura política manifiestamente demótica y caótica; no, el mundo democrático en su conjunto está sucumbiendo a los oscuros cantos de sirena de la naturaleza humana, elevando a líderes autoritarios, desempolvando feos y divisorios eslóganes nacionalistas y erigiendo a toda prisa barreras comerciales con la desazonada y errónea esperanza de poder restaurar una especie de gemeinschaft mítica, nostálgica y etnonacionalista.
El nombre de estas tendencias políticas alarmantes y retrógradas, concuerdan nuestros legisladores liberales, es populismo. Las características definitorias de los movimientos populistas, según nos instruyen, son una desaforada culpabilización de las minorías raciales, religiosas y étnicas, y un feroz rechazo de las instituciones de mediación, que se perciben como un obstáculo para la voluntad popular (o, en caso de necesidad, para la voluntad de este o aquel gran líder). El escalofriante resultado político se asemeja a una especie de elegante silogismo autócrata, según la opinión del profesor de Gobierno de Harvard, Yascha Mounk:
En primer lugar, afirman los populistas, un líder sincero (uno que comparta la mirada pura de la gente y esté dispuesto a luchar en su nombre) necesita alcanzar un cargo importante. Y en segundo lugar, cuando ya esté a cargo, tendrá que abolir los obstáculos institucionales que puedan frenar su intento de materializar la voluntad de la gente.
Y cuando estos matones populistas lleguen al poder, puede pasar cualquier cosa en lo tocante a conservar los preciados cánones de la democracia liberal. Copan los tribunales de manera displicente, suprimen los medios de comunicación independientes y desobedecen la separación de poderes, y todo en nombre de la gente. Los populistas que están asaltando ahora mismo la escena histórica mundial “son profundamente antiliberales”, explica Mounk, y “al contrario que los políticos tradicionales, dicen abiertamente que ni las instituciones independientes, ni los derechos individuales deberían atenuar la voz de la gente”.
Como es lógico, en el actual orden mundial no faltan hombres fuertes, timadores y desalmados intolerantes de todos los colores, desde Donald Trump y Viktor Orbán hasta Recep Erdogan y Nigel Farage; pero no está nada claro que hayamos ganado nada desde el punto de vista analítico al reagrupar este abanico caótico de tipos autoritarios bajo la etiqueta populista. De hecho, al contraponer una perezosa enumeración rudimentaria y esquemática de rebeldes populistas a una imagen sobria y serenamente procedimental del gobierno democrático liberal, Mounk y sus compañeros académicos, que son el azote del nuevo populismo del milenio, no hacen sino injuriar de forma grave y ahistórica tanto la política populista como las tradiciones liberales de gobierno. Por eso, pasemos ahora a estudiar de forma ordenada el daño causado, empezando por dar un vistazo breve a la historia del populismo moderno, teniendo en cuenta sobre todo la forma que adoptó en Estados Unidos, porque allí su influencia fue mayor.
Enemistad hacia la gente
Desde los tiempos del desolador auge de Joseph McCarthy, los intelectuales liberales han considerado al populismo como un sinónimo multiuso para describir la demagogia cínica y carroñera, en particular cuando adopta una apariencia racista o nativista. El propio McCarthy fue sin duda un populista según esta línea de investigación histórica, igual que sus numerosos y deslenguados descendientes durante la posguerra, como por ejemplo George Wallace, Pat Buchanan y Ross Perot. En ese sentido, la generación anterior de complacientes oportunistas alejados de la corriente política dominante eran también populistas: el predicador que hostigaba a Roosevelt, Charles Coughlin, el cuasi-socialista pez rey Huey Long, el indudablemente socialista Upton Sinclair y una panoplia variopinta de dixiecrats sureños y simpatizantes del KKK (todos populistas, y todos peligrosos presagios de cómo los derechos de las minorías, el respecto cívico y otros valores fundamentales del liberalismo democrático pueden deformarse si caen en manos de charlatanes carismáticos y divisorios).
El único problema de este tipo de hostigamiento contra el populismo es su incoherencia ideológica e histórica. Aunque no les convenga a los remilgados e intimidantes sermones de posguerra que pronunciaban algunos azotes populistas como Richard Hofstadter y J.L. Talmon, el populismo tiene su origen no en un programa prefabricado para demagogos autócratas, sino en una rebelión económica de granjeros y obreros desposeídos. Los primeros disidentes Populistas (con P mayúscula) de Estados Unidos no pretendían difamar y rechazar las reglas y tradiciones democráticas, sino adaptarlas y expandirlas para que se ajustaran a un auge sin precedentes del régimen de trabajo industrial y a la consolidación del capitalismo monopolista en la república de productores que ellos describían como la “mancomunidad cooperativa”.
Lejos de agruparse tras este o aquel orador u hombre fuerte que escupiera fuego, los Populistas de finales del siglo XIX conformaron su sublevación política a partir de una extensa red de cooperativas de compra y comercialización, conocidas como la Alianza Nacional de Granjeros y Sindicato Industrial (un movimiento que llegaría a emplear a más de cuarenta mil lectores en todo el país y a organizarse a nivel de distrito en cuarenta y tres estados). Como la Alianza de Granjeros pretendía fomentar tanto la independencia económica como la educación cívica de sus miembros, comenzó su andadura como una campaña urgente de pedagogía política. Las páginas de su periódico ampliamente difundido, el National Economist, trazaban la historia del gobierno democrático en occidente, remontándose hasta Aristóteles y Polibio. Los lectores de la Alianza se encontraron con que no solo mejoraban la alfabetización política, sino también la alfabetización en sí, ya que la terrible explotación de los terratenientes del sur suponía por lo general que los granjeros firmaran contratos abusivos que eran incapaces de leer.
Con el tiempo, los organizadores Populistas se dieron cuenta de que la cooperación económica por sí sola nunca podría contrarrestar el tipo de poder económico que acumulaban los capitalistas de la edad dorada. Por eso comenzaron a dar forma a un ala política, cuya intención era proporcionar el tipo de infraestructura que requiere la democracia económica. Además de defender el tipo de reformas procedimentales que después adoptarían los reformistas progresistas una generación después (como por ejemplo la elección directa de los senadores, legislar mediante iniciativas populares y la propiedad pública de los servicios públicos), los organizadores de la Alianza propusieron una moneda y un sistema bancario alternativos, que se conocieron como el Plan del Subtesoro. La idea del Subtesoro era rediseñar la moneda estadounidense (y por ende la economía estadounidense en su conjunto) para incentivar los intereses de los trabajadores por encima de los del capital. Los incentivos económicos se ponderarían directamente en base a las cosechas recogidas, los metales extraídos de la mina y los bienes manufacturados, en lugar de en base a la riqueza acumulada o heredada.
En otras palabras, los Populistas se tomaron en serio la promesa fundacional del país con respecto al autogobierno democrático entendido como una propuesta económica, y comprendieron, como pocos movimientos políticos de masas anteriores o posteriores, lo indisociable que es asegurar un sustento sostenible e independiente para el buen funcionamiento de un gobierno democrático. Sin embargo, fiel a la incorregible característica procedimental de apropiación política liberal, el Plan del Subtesoro solo sobreviviría como primer boceto de la introducción en 1914 de la Reserva Federal, con la importante salvedad de que la Fed serviría como una red subtesoro que fortalecería la moneda del país para los banqueros, los magnates manufactureros y los derrochadores de acciones, pero no para los granjeros y los trabajadores de a pie.
La clase y la barrera racial
Como movimiento que se afianzaba entre los aparceros del sur y el este, la Alianza de Granjeros también comenzó a desafiar el tabú fundacional que guiaba el orden político blanco de posguerra. Los lectores de la Alianza reclutaron aparceros negros para las bases del movimiento, y empezaron a atacar la mitología de la supremacía blanca que abanderaba la clase hacendada de la región. Este ataque fue intermitente y estuvo vinculado a la cultura, aunque también hubo intervalos de condescendencia patricia por parte de los líderes Populistas blancos y (en ocasiones) sentimientos privados menos que agradables. Pero el empuje intermitente del movimiento por impulsar una estrategia integracionista antes de que se produjera el auge segregacionista en todo el sur como consecuencia de las leyes Jim Crow y de supresión del voto proporciona una comprensión estimulante de la naturaleza no resuelta de las políticas raciales de la región en el momento de máxima actividad de la organización Populista. Después de que el partido Populista de Alabama adoptara en su programa de 1892 el objetivo de apoyar a la franquicia negra “para que a través de la bondad… pueda producirse entre las razas un mayor entendimiento y existan unas condiciones más satisfactorias”, un granjero blanco escribió al Union Springs Herald: “Desearía con toda mi alma que el tío Sam pudiera rodear las urnas con un cinturón negro de bayonetas durante el primer lunes de agosto para que los negros consiguieran un voto justo”.
Durante 1892 también se fundó el Partido Popular nacional, que poco después pasó a conocerse como el Partido Populista en la abreviatura política de la época. En su simbólica Plataforma de Omaha, los líderes insurgentes declararon: “La Guerra Civil ha terminado, todas las pasiones y resentimientos que se instigaron mientras duró deben morir con ella, y debemos ser de verdad, igual que lo somos en nombre, una hermandad unida de hombres libres”. El legislador Populista de Georgia, Tom Watson, que llegaría a ser el candidato a la vicepresidencia del partido en 1896, anunció que los Populistas estaban decididos a “hacer que la gente deteste la ley Lynch”. Dirigiéndose a los trabajadores estadounidenses blancos y negros, realizó una acusación de racismo que tuvo que sonar muy amenazante para la élite hacendada blanca: “Estáis hechos para odiaros los unos a los otros porque en ese odio se basa la piedra angular del despotismo financiero que os esclaviza a ambos. Os engaña y ciega tanto que puede que no os deis cuenta de cómo ese antagonismo racial perpetúa el sistema monetario que os empobrece a ambos”. Al público negro le prometió: “Si os levantáis por vuestros derechos y por vuestra masculinidad, si os levantáis hombro con hombro con nosotros en esta lucha”, entonces los aliados Populistas “acabarán con la barrera racial y pondrán a cada hombre en su ciudadanía independientemente de su color”.
Esto no quiere decir que los Populistas, utilizando esas salvas contra los muros de racismo del sur, obtuvieran algún tipo de resultado positivo. De hecho, el mismo Watson, después de ver cómo las fuerzas reaccionarias conseguían cínicamente el apoyo electoral de los negros para votar a favor de la segregación en repetidos ciclos electorales, terminaría convirtiéndose en un fanático y odioso paranoico a imagen y semejanza de otros demagogos sureños racistas. C. Vann Woodward narra esta repugnante transformación en la biografía Tom Watson: rebelde agrario, que todavía sigue siendo, ochenta años después, uno de los estudios más desgarradores e inalterables jamás publicados sobre una carrera profesional política.
La carrera profesional de Watson también es significativa porque, en el retrato revisionista que hizo Richard Hofstadter en su libro de 1955, La edad de la reforma, algunas figuras como Watson (en la decrepitud moral del final de su carrera) se utilizan para representar a todo el movimiento Populista. Al utilizar citaciones con los exabruptos de Watson y otros oradores intolerantes Populistas, Hofstadter se aparta del legado de educación política en masa y reforma financiera de la Alianza, para describir a los Populistas como un simple surtido descendente de excéntricos racistas y xenófobos. Según sostiene Hofstadter, lo que afligía a estas almas trastornadas era una enfermedad que diagnostica como “ansiedad de estatus” (sumada a otras fantasías demenciales resultado de su menguante prestigio cultural y personal). Sin los Populistas, se deduce claramente de su argumento, nunca se habría producido todo el espectáculo atrasado e intolerante del moderno apartheid sureño, que está decidido a desvirtuar cualquier movimiento que promueva el autogobierno negro en nombre de la tradición canónica Protestante, Populista y blanca.
Sin embargo, la realidad es esta: en el sur, el sistema institucionalizado de supremacía blanca que se instaló tras la Guerra Civil, surgió como respuesta a la amenaza de que se produjeran las alianzas de clase interraciales que los Populistas intentaron construir (y no como extensión de una intolerancia preexistente en los líderes Populistas). Hofstadter y sus numerosos epígonos posteriores, como por ejemplo Yascha Mounk, comprenden la relación causal precisamente al revés: y, de paso, diagnostican de forma errónea cómo y por qué el régimen de Jim Crow arraigó tan profundamente en el sur de Estados Unidos. No es que los Populistas estuvieran perdiendo estatus en el sur después de que terminara la Reconstrucción, es que estaban comenzando a acaparar poder con un programa que promulgaba explícitamente la solidaridad interracial con el objetivo de combatir las fuerzas del mercado que desposeían por igual a los pobres aparceros blancos y negros. Si tenemos en cuenta lo rápido que los liberales y progresistas norteños de esa época se adaptaron a las leyes Jim Crow y respaldaron sus fundamentos racistas, resulta curioso (aunque no sorprendente, por desgracia) ver cómo la palabra populismo se ha convertido en el sinónimo preferido para hablar de demagogia racista en el respetable debate liberal.
En 1896 (casi dos décadas después de que surgiera la Alianza a partir del primigenio movimiento agrario Grange) los líderes Populistas nacionales acordaron fusionarse con la candidatura demócrata, que nominó al orador favorable al bimetalismo, William Jennings Bryan, para presidente.
El poderoso discurso de candidatura, “Cruz de oro”, que pronunció Bryan en la convención demócrata de 1896 sirvió para consagrar en la imaginación popular la idea del populismo (con p minúscula) como un emocional ejercicio discursivo de alto voltaje. Pero como dejó claro Lawrence Goodwyn en su magistral historia del movimiento, La promesa demócrata, publicada en 1976, (una obra que ni Yascha Mounk, ni ninguno de los otros conocidos azotes del populismo se ha molestado en consultar) la fase radical de las bases de la organización Populista había llegado a su cima cuatro años antes de la candidatura conjunta de 1896, y mientras que Bryan suponía un soplo de aire fresco para el económicamente reaccionario partido demócrata de Grover Cleveland, su cruzada a favor de la libre acuñación de plata no fue sino una tenue sombra de la reforma Populista. Los bimetalistas habían llegado al poder nacional gracias al apoyo financiero de los intereses mineros del oeste, que deseaban que Estados Unidos acabara con el patrón oro, y lo que había sido un ambicioso intento por reorientar la política económica del país quedó reducido al tipo de juego de sombras que se mueve por dinero, que tan bien conocen los estudiantes de política: gracias a la alquimia de la financiación de campaña, el juguete domesticado de un preciado grupo de donantes se transfigura en la expresión espontánea de la voluntad popular. Era tan probable que la libre acuñación de plata proporcionara una duradera prosperidad para las sufridas masas trabajadoras como las actuales y engañosas rebajas impositivas de los republicanos (sobre todo porque el precio del oro bajó poco después de las elecciones, a raíz de que se descubrieran nuevas reservas de oro, y esto redujo la presión económica sobre los endeudados agricultores y trabajadores industriales). Y sin embargo ahí seguía, anunciada como la panacea de primer recurso para los numerosos desvaríos económicos y políticos de la edad dorada del capitalismo. Probablemente, la insurrección Populista siempre estuvo destinada a fracasar en el ámbito nacional, pero que fallara de manera tan inerte y comprometida fue un golpe duro y cruel para el sector del movimiento alineado con la Alianza. En este sentido, parece en cierto modo apropiado que Bryan terminara su larga carrera pública como fanático populista y pregonero inmobiliario de alquiler durante el punto álgido de la crisis de la bolsa que tuvo lugar en la década de 1920.
Calificación sistemática
Todo esto merece ser reconsiderado de forma tan detallada porque los escritores antipopulistas actuales han evidenciado ser tan ignorantes sobre la economía política Populista y su enriquecedor curso en historia de Estados Unidos, como Hofstadter demostró ser en 1955. Lejos de examinar cuáles son las verdaderas lacras del privilegio económico, el populismo de tradición liberal es, en palabras de Hofstadter, ante todo un movimiento culturalmente reaccionario desagradable e intolerante. Hasta un escritor como el economista de UC Berkeley, Barry Eichengreen, que es capaz de ver los legítimos agravios económicos que originan la actual sublevación política contra la ortodoxia neoliberal, expresa esta magistral y absurda glosa directamente derivada de Bryan: “No está claro que William Jennings Bryan pueda ser considerado un populista. . . ya que Bryan, aunque se considerara a sí mismo un antielitista, no mostró con claridad las tendencias autoritarias y nativistas del populismo clásico”.
Empecemos primero por la ridícula última parte: claro que no existía eso del “populismo clásico” en la época en que los populistas-demócratas eligieron a Bryan para que fuera su candidato a presidente, ya que los Populistas solo habían surgido como fuerza política nacional cuatro años antes. Ni siquiera las cadenas de radio FM o los canales de arte y ensayo de la televisión por cable utilizan con tanta ligereza la palabra “clásico”, sin preocuparse por el verdadero significado de la palabra. Pero lo más lamentable, por supuesto, es que Eichengreen atribuye de forma incidental sentimientos autoritarios y nativistas a la esencia del populismo estadounidense (un tic que está presente en todos los esfuerzos liberales contemporáneos por diagnosticar el nefasto avance del populismo en todo el mundo). En este caso, se acusa al movimiento Populista de ayudar a crear el mismo sistema apartheid de gobierno de clase que en un principio, como demuestra claramente la historia, había jurado desmantelar. Afirmar que las figuras Populistas, por definición, siembran resentimiento racial es un poco como interpretar la historia de los ataques frontales del partido republicano moderno contra el derecho al voto para decir que los republicanos son el partido de los Confederados.
El cambio que hicieron hacia el final los Populistas, cuando se cebaron en la raza, se puede comprender mucho mejor como una fase amargada e inservible de indagación moral que aguarda a muchos de los desilusionados reformistas de nuestro panorama bipartidista kabukificado. Utilizar esa excrecencia Populista como definición principal del liderazgo populista es algo más que una equivocada afirmación académica, es una falsificación interesada del pasado, directamente relacionada con la desacreditada escuela de caricaturización populista que comenzó Hofstadter.
Y por desgracia, Eichengreen no ha hecho más que empezar; las insoportables generalizaciones siguen y siguen hinchándose. Para insistir en el supuesto peligro antidemocrático y “antisistema” de los movimientos “populistas” contemporáneos, se envalentona y nos ofrece esta imagen verbal:
Puesto que el populismo como teoría social define a las personas como una entidad unitaria y a sus intereses como algo homogéneo, los populistas se muestran impacientes por naturaleza frente a las deliberaciones de la democracia plural, en cuanto que esto da voz a puntos de vista diferentes y pretende equilibrar los intereses de grupos diversos. Como las personas se definen por oposición a las minorías raciales, religiosas y étnicas, los populistas no toleran las instituciones que protegen los derechos de las minorías. En la medida en que el populismo como estilo político hace especial hincapié en el liderazgo autoritario, se inclina naturalmente hacia el gobierno autocrático y hasta autoritario.
No, no, y mil veces no. Lejos de mostrar una reveladora impaciencia con los protocolos de la democracia representativa y el delicado equilibrio entre los “puntos de vista diferentes”, el partido popular de la década de 1890 pretendía expandir esas deliberaciones y esa participación política, en una época en que predominaba un ostensible racismo blanco y un privilegio de clase en todos los santuarios de liderazgo político estadounidense. Eichengreen no menciona la supuesta hostilidad populista contra los derechos de las minorías y la extasiante predilección de las masas populistas por los líderes autoritarios, pero ninguno de sus lectores afines esperaría menos de él. Como sucede en todos estos casos, basta mencionar algunos hombres fuertes internacionales, como por ejemplo Hugo Chávez, Marine Le Pen o Nigel Farage, para invocar con eficacia el espectro de que los populistas autócratas intolerantes están ganando terreno en todo el mundo, casi como repetir tres veces la palabra “Candyman” delante de un espejo haría aparecer de la nada un monstruo supernatural formado por insectos.
Este procedimiento es la versión académica con mentalidad internacional de uno de los temas de discusión preferidos que favorecieron los perezosos comentaristas políticos durante las primarias presidenciales de 2016: tanto Donald Trump como Bernie Sanders parecen mostrarse como los paladines de los ciudadanos olvidados frente al establishment político corrupto, que solo actúa en su propio interés, por lo tanto, ¡tienen que ser el mismo rebelde problemático! Poco importa que el programa de Trump fuera diametralmente opuesto casi punto por punto al plan de gobierno de Sanders, desde la prestación sanitaria hasta los tipos impositivos; da igual, la idea de una herencia populista compartida que una al príncipe Hal criado en Queens con el movimiento socialista criado en Brooklyn era demasiado irresistible para unos comentaristas políticos cuyo mayor marco de referencia histórico abarca tanto como lo que dura un anuncio televisivo medio.
El fantasma del brexit
Del mismo modo, los sabios políticos liberales están ahora promocionando una versión única para explicar el sentimiento de desencanto que se está propagando contra la eurozona y el capital globalizado en general, contra los desafíos que presenta la asimilación de inmigrantes, contra el ascenso del monopolio tecnológico y contra el deterioro de la movilidad social y el trabajo asalariado justamente remunerado. En las crónicas impulsivas y machoexplicadoras de Mounk, Eichengreen y otros, las actuales insurrecciones se atribuyen concienzudamente a las fuerzas irracionales de la mística, a la metástasis del populismo mundial, y todas las cuestiones espinosas y sustanciales sobre políticas y persuasión política, que se podrían emplear para abordar cada una por separado, se aglutinan bajo la etiqueta general de reacción populista. Por ese motivo, este esquema interpretativo es, entre otras cosas, un extraño modelo de fatalismo político que ofrece poco más a modo de remedio concreto para estos cuestionamientos del gobierno neoliberal que una esperanza en la oración, para que esas almas descarriadas que conforman los cimientos de ese “populismo” mundial regresen de forma espontánea a sus papeles designados como garantes racionales y respetuosos de las reglas del statu quo neoliberal.
Para hacerse una pequeña idea de la quiebra intelectual de la que adolece este procedimiento, pensemos en el referéndum del brexit de 2016. No cabe ninguna duda de que hubo una campaña descaradamente nativista para reducir Europa, pero a decir de todos el discurso que inclinó la balanza en favor del voto Leave fue el argumento, astuto aunque deshonesto, de Nigel Farage de que salir de Europa liberaría ingentes cantidades de dinero que podrían utilizarse para el sistema de salud nacional (NHS). En otras palabras, los aspirantes a mercaderes “populistas” de divisiones étnicas, raciales y culturales arbitrarias recibieron el impulso que necesitaban para ganar haciendo un llamamiento a seguir financiando pródigamente… el modelo socialdemócrata de prestación sanitaria universal más exitoso de los países industrializados de occidente. Es cierto, no faltó el agitador argumento de la campaña del Leave que acusaba a los inmigrantes de agotar los recursos del NHS y empeorar la calidad del servicio, pero la realidad sigue siendo que nadie, después de más de una década de recortes sin sentido a la red de protección social británica, apoyó ni siquiera una cruzada cultural de derechas que pretendiera reducir los gastos de la atención sanitaria. De hecho, la campaña del Sí se impuso en gran medida aferrándose al gasto del NHS como insignia de identidad cultural británica, algo de lo que se podría deducir que hay tierra fértil para una organizar un movimiento con miras al futuro de las izquierdas y los socialdemócratas que posean un ápice de imaginación.
En lugar de un análisis de ese tipo, Eichengreen confía su argumento a las altas tasas de desempleo y a los bajos índices de apoyo por el “multiculturalismo y el liberalismo social” en el bando del Leave. En parte, eso parece justo y, como economista, Eichengreen se muestra lógicamente receptivo a las grandes fuerzas económicas que se encuentran detrás de los cambios en la opinión pública. Sin embargo, al mismo tiempo, no existe ninguna base histórica determinante para afirmar, como afirma, que la composición descendente de los partidarios del Leave está en consonancia con “otros ejemplos de populismo”, que claramente “sugieren que un determinado grupo reaccionará de forma más violenta (que sus miembros estarán más inclinados a sentir que sus valores fundamentales están siendo amenazados) cuando se están quedando atrás económicamente”. A lo sumo, eso solo da una idea parcial de cualquier “ejemplo de populismo”, o de cualquier otro amplio mandato económico que se someta al voto popular, que, en definitiva, era lo que se debatía en la campaña del brexit. Como puso claramente de relieve incluir el NHS en la campaña del brexit, los agraviados votantes del Leave estaban más molestos con los salarios decrecientes, la utilización de los servicios sociales por parte de los inmigrantes y los excesos putativos del multiculturalismo: les disgustaba profundamente el legado del neoliberalismo, bajo la forma en que lo han empaquetado los gobiernos laboristas y conservadores a lo largo de las tres últimas décadas.
Otra vez Farage
En realidad, no existe un símbolo más poderoso de gobernanza neoliberal y de cuáles son sus puntos débiles que la UE misma, que prácticamente ordenó la quiebra de la economía griega y negó el control funcional sobre su propia moneda al partido griego de izquierdas Syriza, solo para reafirmar sus propios términos de austeridad máxima en el cómicamente mal llamado rescate griego. Aun así, es fácil olvidar en las autopsias como la de Eichengreen, que la pertenencia a la UE es precisamente la pregunta que estaba en juego en el brexit. Eichengreen sí cita el pobre rendimiento de la economía británica tras su entrada en la UE, pero señala en una extraña nota al pie que, de las “tres grandes” economías continentales (Francia, Alemania y el Reino Unido), el hecho de “que [el crecimiento económico] se desacelerara en mayor medida en el Reino Unido sugiere que la pertenencia a la UE y las reformas de la era Thatcher habían tenido un efecto positivo”. Eso sería como afirmar, imagino, que “un efecto positivo” es que te golpeen en las espinillas en lugar de que te estrangulen por detrás.
Eichengreen se pregunta por qué las cuestiones de desigualdad ocuparon un papel preponderante durante el voto del brexit y no tanto durante el período en que Margaret Thatcher llevó a cabo sus políticas retrógradas. Apunta en su razonamiento hacia la peor distribución de ingresos per cápita en el Reino Unido, comparada con los otros miembros principales de la UE, y se refiere brevemente a la desastrosa respuesta de austeridad que dio el gobierno de Cameron a la crisis de 2008. Con todo y eso, la disección que hace Eichengreen de la campaña del brexit se apoya principalmente en el famoso espectro de la “ansiedad de estatus” de Hofstadter y en el nacionalismo económico fomentado de forma tribal, tanto que presenta la enormemente liberalizada política migratoria de Tony Blair a instancias de la UE no como el punto de inflexión que hizo que los mercados laborales se situaran bajo la tutela del capitalismo mundial, sino más bien como la continuación natural de la revolución del mercado que inició Thatcher. A finales de la década de 1990, Inglaterra ya había asumido una gran parte de su crecimiento poblacional a través de la llegada de personas procedentes de las antiguas colonias británicas, más que de un crecimiento biológico natural, y los nuevos inmigrantes provenían de antiguas colonias del eximperio británico. Pero Eichengreen indica:
Esto cambió… con la decisión que tomó Tony Blair en 2004 de permitir el acceso sin restricciones al mercado laboral del Reino Unido a los ciudadanos de los nuevos ocho Estados miembros de Europa central y del este. El mercado laboral del Reino Unido era bastante rígido y Blair contaba con el apoyo de las empresas. Esta política formaba parte de su estrategia para reorientar al partido laborista y hacerlo favorable a las empresas y a la globalización. De hecho, la decisión de abrir las puertas a los nuevos UE8 formaba parte de una serie más amplia de iniciativas gubernamentales que también incluía más permisos y visas para gente joven que quisiera trabajar en el sector turístico y en la agricultura temporaria.
Dicho de otro modo: después de que Margaret Thatcher se pasara la mayor parte de una generación cortándole las piernas al otrora enérgico movimiento sindical británico, Tony Blair prometió lealtad al capital internacional al temporalizar el sector servicios mal remunerado de su país. Pero Eichengreen, a pesar de su buena fe económica, no aprecia ninguna animosidad de clase en la reacción violenta contra la ola migratoria que se produjo tras la decisión de Blair. Los inmigrantes de los países UE8 estaban comparativamente mejor educados que sus precursores provenientes de la antigua esfera colonial británica y por eso no se les consideró una amenaza para los trabajadores poco cualificados nacidos en Reino Unido, sostiene Eichengreen y, además “el porcentaje de nacidos en el extranjero y la proporción de los votantes de una región que apoyaron al campo del Leave estaban, de hecho, inversamente relacionados. Es como si las regiones en las que se tuviera un menor conocimiento de los inmigrantes, fuera mayor el miedo a la inmigración”.
En otras palabras, aquí estamos de nuevo, en el reconfortante mundo liberal del menguante estatus cultural. Los populistas son nativistas por definición y los nativistas son enemigos de la inmigración porque sencillamente no conocen otra cosa; habitan en regiones donde una ligera presencia de inmigrantes puede crear un mayor malestar o desorientación, que si se produjera en lugares de la economía mundial del conocimiento con mayor densidad de población. Es difícil no señalar las similitudes de este caso con la loa culturalmente determinista de Eichengreen al resultado del brexit y a la principal excusa de Hillary Clinton tras su derrota electoral de 2016: que los votantes demócratas se concentran, gracias a su propia afinidad selectiva, en zonas “optimistas, plurales, dinámicas y progresistas”, mientras que la base electoral inútil y descendiente de Trump “sigue con la vista puesta en el pasado”, al estilo de la Danza de los Espíritus, con la intención de hacer que Estados Unidos sea grande de nuevo.
Mientras tanto, el otro indicador de Eichengreen para medir el mal populista (la floja reacción contra las sagas de restauración cultural que venden al por menor los hombres fuertes) está cómicamente ausente del referéndum del brexit y sus secuelas. Nigel Farage era una personalidad mediática menor antes del brexit y actualmente ocupa en una posición muy inferior en la clasificación de fama. Theresa May casi perdió una aparentemente incuestionable, hasta ese momento, mayoría conservadora en el parlamento al intentar improvisar un voto prematuro sobre la agenda que había establecido su partido en relación con la salida de la UE, y el demagogo Boris Johnson, el anterior alcalde de Londres, tuvo que jubilarse precozmente en el sector privado como consecuencia de la imposibilidad de trabajar con cualquiera y con ninguno de los planes del brexit que estaban sobre la mesa.
Las reglas siguen a la función
Entonces, una vez más, si estos omniscientes relatos del flagelo moderno hacia el populismo internacional no son en realidad sobre populismo, ¿de qué se tratan? Pues bien, están haciendo lo que el trabajo intelectual neoliberal lleva haciendo ya casi una generación: hacer que la lógica de las políticas de mercado parezcan una especie de sabiduría política del más alto orden. Esta misión es el núcleo del sorprendentemente influyente libro de Mounk, que utiliza una y otra vez a los hombres de paja de la amenaza “populista” para confirmar lo que él y su cohorte de eruditos en los laboratorios de ideas ya sabían: que los expertos dictados del mercado neoliberal no solo proporcionan las mejores soluciones para la empresa capitalista mundial, sino que también son, más urgentemente si cabe, la última y más clara esperanza para poder rescatar del abismo populista nuestras frágiles reglas democráticas que Trump tanto ha vapuleado. Eso queda claro desde el subtítulo del libro: Por qué nuestra libertad está en peligro y cómo salvarla.
Sin embargo, si la analizamos más de cerca, la tarea de salvar nuestra libertad no es una llamada a las barricadas, ni a la reunión municipal, ni a organizar piquetes, sino que más bien se trata de un acuerdo estrechamente modulado al que han llegado las élites posideológicas para mantener a todas las corrientes de opinión dentro de unos límites designados. Esta visión acusada e insular del gobierno de las élites sin ninguna otra finalidad, explica por qué Mounk y otros autoproclamados profetas de la tormenta populista que se avecina fracasan sistemáticamente a la hora de destacar cuál ha sido un baluarte fundamental y profundamente antipopulista de los gobiernos conservadores durante esta última generación: la adhesión militante de la derecha activista a la supresión del voto estatal, que no tiene ni siquiera una remota afinidad histórica con un movimiento entregado a expandir su franquicia mediante la elección directa de los senadores, la legislación a través de iniciativas y el cuestionamiento preliminar de la privación del voto a los votantes negros tras la Guerra Civil. Por increíble que pueda parecer, Mounk dedica una sección de su libro a lamentar el decreciente control judicial en las democracias occidentales sin abordar el sustancial impacto de la irresponsable evisceración que hizo Roberts Court al aplicar la Ley de Derecho al Voto, ni la pasmosa obsesión antiempírica trumpista por la amenaza de “fraude electoral” por motivos raciales. Pero claro, esos ataques de primer orden contra la participación democrática más elemental en el ámbito de base no tienen cabida en un panfleto dedicado a lo que Mounk llama alegremente “la milagrosa transubstanciación entre el control de las élites y el atractivo popular”.
Pero la cosa va de mal en peor. Mounk sostiene de forma surreal, al destacar la inclinación de los demagogos autócratas por traducir las relaciones de poder en teorías conspirativas, que la mejor réplica a tales desquiciadas ensoñaciones públicas es “recuperar las formas tradicionales de buen gobierno”. Y la manera de hacerlo, por lo que parece, es doblegarse una vez más ante los trillados dogmas gubernamentales de la era de la información neoliberal:
Para recuperar la confianza de la población cuando Trump deje el gobierno, los políticos tendrán que atenerse a la verdad de sus campañas, evitar dar la impresión de que existe un conflicto de intereses y ser transparentes sobre sus relaciones con los lobistas en el país y con los funcionarios gubernamentales en el extranjero. Mientas tanto, los políticos y periodistas de países donde las reglas no se han erosionado de igual forma, deberían redoblar la apuesta con fuerzas renovadas: como demuestra el caso estadounidense, esas normas pueden erosionarse terriblemente rápido, y con consecuencias funestas.
Cuando Trump ganó las elecciones de 2016, Barack y Michelle Obama fueron ridiculizados en algunos círculos por insistir durante la campaña en que “cuando ellos golpean bajo, nosotros nos elevamos”. Lógicamente, es fácil burlarse de un equipo que sigue respetando las reglas cuando el contrario se presenta con matones provistos de palos. Pero para cualquiera que quiera seguir jugando, no hay una alternativa clara: si ambos bandos optan por la vía armada, la naturaleza del juego cambia de forma irrevocable. Por el momento, por improbable que parezca, la única solución realista frente a la crisis de responsabilidad gubernamental (y muy probablemente frente a la más amplia crisis de las normas democráticas) es por tanto un acuerdo negociado en el que ambos bandos acepten dejar las armas.
Es difícil invocar un mejor ejemplo retórico de procedimentalismo de la iglesia alta en esta época neoliberal. Existe la noción de que los excesos del trumpismo se pueden disipar con eficacia mediante una autovigilada rehabilitación moral de nuestra casta dirigente, en lugar de llevar a cabo cualquier extensión de las libertades político-económicas que una ciudadanía perjudicada pudiera exigir a título personal. Existe la fantasiosa noción de que los demócratas perdieron las elecciones de 2016 porque “se elevaron” y adoptaron una retórica de campaña moralmente superior, cuando la realidad es que la campaña de Clinton dedicó su último empujón preelectoral a lanzar una tormenta de ataques negativos contra Trump, en parte porque incluso aunque fuera tarde, Clinton no podía explicar con claridad cuáles eran los motivos de que quisiera ser presidente más allá de suponer el siguiente paso lógico en su carrera profesional. (Cualquiera que piense que “elevarse” fue algo totalmente natural para Hillary Clinton durante la campaña, claramente no estuvo muy atento durante las primarias de 2008, cuando ella y sus sucedáneos prepararon un contraataque decididamente vil contra su oponente en alza, Obama). Por último, también está el tema de representar el discurso político en un sentido amplio como un juego secundario de normas que se respetan por la fuerza del liderazgo liberal (unas normas que son al mismo tiempo los cimientos fundacionales de la investigación pública responsable y también, de algún modo, son propensas a derrumbarse de inmediato cuando un billonario pseudopopulista y su séquito de matones comienzan a cargar contra ellas).
Este ritualizado fetichismo por las normas y las reglas no es más que la extensión de los hábitos mentales que ejemplifica el neoliberalismo estilo Davos y su intrusión en el ámbito de la moral política. La idea de que la democracia representativa se expresa mejor a través de modalidades formalistas de compromiso y desarme mutuo es la modalidad de acuerdo que más ayuda a los partidos negociadores cuyo propio poder social ya está garantizado y ratificado de antemano. El sueño formalista de gobernar exclusivamente mediante reglas y normas es un minué para los árbitros privilegiados de la conducta política que pueden permitirse el lujo de creer que están “elevándose” con solo dignarse a entrar en la esfera pública. Lo único que falta es un llamamiento ritual para que haya un mayor “civismo” entre las ariscas filas de opositores de Trump, pero Mounk finalizó su manuscrito antes de que ese llanto procedimental se convirtiera en algo protocolario entre los liberales biempensantes.
Recordemos, también, que Mounk expone su manual de deferencia elitista como la mejor respuesta que se puede dar a la plaga de pensamiento conspiratorio a derecha e izquierda del “populismo”. Porque según dicho razonamiento, con solo mejorar tu transparencia, tus virtudes se volverán evidentes, como si el alarmismo conspiratorio se hubiera apoderado de nuestro mundo común solo porque a todos nos hacía falta mano dura pedagógica en nuestros cursores de las redes sociales. Entre otras cosas, esta soleada visión didáctica de liderar con el ejemplo ignora el compromiso del gobierno de Obama con el secretismo oficial, con la filtración de procesamientos y con los ataques extralegales con drones de todo tipo, a pesar de invocar con frecuencia su propio compromiso ejemplar, pero retórico, con la “transparencia” y la franqueza. En otras palabras, es difícil ver por qué las garantías de integridad mejorada que provienen de nuestra clase dirigente deberían ser recibidas con otra cosa que no fuera un coro de incrédulas carcajadas.
¿Productividad para qué?
El análisis de Mounk se vuelve todavía más sorprendente y reacio a proporcionar pruebas cuando aborda lo que fue el punto más fuerte de la organización Populista: el estado de la economía política. Consagra gran parte de la discusión a la obligación de aumentar la productividad de los trabajadores, al tiempo que afirma que “el papel que ha desempeñado la desigualdad en el estancamiento de los estándares de vida ha sido sobrevalorado en algunas ocasiones”. Las mejoras en la productividad, reitera, son la mejor esperanza para mejorar las condiciones económicas de forma generalizada: “Si la productividad hubiera crecido al mismo ritmo en las últimas décadas que durante la época de posguerra, el hogar estadounidense medio podría gastar ahora 3.000 dólares más al año”.
Bueno, claro, las mejoras en la productividad y en los ingresos de la economía estadounidense durante los primeros brotes expansivos de posguerra fueron algo sin precedentes en la historia de la humanidad. (Por ese motivo los economistas franceses se refieren a las tres décadas que siguieron a la 2ª Guerra Mundial como los treinta gloriosos). Pero lo que Mounk no les cuenta a sus lectores es que los salarios no han sido capaces de seguir el ritmo ni siquiera con modestos aumentos en la productividad durante las cuatro últimas décadas, y por eso los salarios de esos trabajadores se han estancado casi por completo desde mediados de la década de 1970. Así que si quieres conseguir que la economía salarial aumente sus cifras de productividad sin cambiar nada, estás tomando el camino más improbable para mejorar la suerte del trabajador medio.
Pero, claro, las mejoras en la productividad son como droga para los dirigentes neoliberales, y los emprendedores tecnológicos son los mismos lectores que han elevado el panfleto de Mounk a la categoría de elegía palurda para el circuito de charlas TED. Por eso, una vez más, marchamos raudos hacia conversaciones alarmistas sobre el lamentable estado de la educación pública estadounidense como lugar donde formar a los trabajadores de la industria del conocimiento y el anémico estado de la financiación de la educación CTIM. Luego Mounk anuncia algo que suena como si Bill Gates estuviera arrullando a Mark Zuckerberg en la oreja: “Hace falta un ambicioso conjunto de reformas educativas que preparen a los ciudadanos para el mundo de trabajo que se encontrarán en la era digital”. Y prosigue con auténticas incoherencias cuando intenta aplicar al mundo de trabajo tal y como existe en la actualidad sus atrofiadas máximas sobre productividad. Mounk ofrece, olvidando descaradamente los últimos cuarenta años de estancamiento salarial en Estados Unidos, el siguiente fogonazo extraterrestre sobre el aspecto que podría tener un contrato social mejorado para los trabajadores estadounidenses:
Al fin y al cabo, la baja productividad y la alta desigualdad tienden a reforzarse mutuamente. Los trabajadores poco cualificados no tienen mucho poder de negociación. Y esto, a su vez, hace que se reduzcan sus salarios y hace que sea más probable que sus hijos tampoco puedan adquirir las habilidades necesarias para tener éxito.
La razón de que los trabajadores carezcan de poder de negociación, independientemente de sus niveles de cualificación, es que casi todos los tipos de organización sindical han sido declarados ilegales o drásticamente cercenados como consecuencia de las políticas económicas neoliberales de las últimas cuatro décadas. Y el motivo de que los salarios de todos los trabajadores se hayan estancado durante tanto tiempo es que las clases directivas y propietarias se han quedado con la mayor parte de las ganancias económicas de EE.UU. De hecho, las últimas cifras del Instituto de Política Económica demuestran que la brecha salarial que separa los sueldos de los directores y de los trabajadores medios está ahora mismo en 312 a 1.
Uber, pero para los plutócratas
Ni todos los planes de estudios CTIM, ni todas las aplicaciones Task Rabbit del mundo conseguirán compensar ese desequilibrio. Pero en lugar de promover una dirección política que suponga organizar los lugares de trabajo y gravar a los ricos, Mounk aconseja de nuevo un majestuoso y comedido recorte de las diferencias entre los trabajadores y los codiciosos directivos, uy, perdón, los dinámicos emprendedores. Y listo: un plan “para reestructurar el mundo del trabajo de tal forma que sea posible para la gente alcanzar un sentimiento de identidad y pertenencia a partir de sus trabajos, y recordarle a los ganadores de la globalización cuáles son los vínculos que comparten con sus compatriotas menos afortunados”. ¿Y cómo podría alumbrarse este increíble avance conceptual? Bueno, pues deja que el trabajócrata internacional Yascha Mounk te lo explique en pocos trazos:
Tomemos el ejemplo de Uber. Parece relativamente claro que los gobiernos no deberían ni prohibir el servicio (como proponen algunos países europeos), ni permitir que se salte algunas de las protecciones fundamentales de los trabajadores (como ha sucedido en gran parte de Estados Unidos). Más bien, lo que deberían hacer es avanzar hacia un progresista punto medio: celebrar la mejora para la conveniencia y eficacia que suponen los VTC al tiempo que se aprueban nuevas leyes que garanticen que los conductores ganan un salario vital.
Poco importa que todo el modelo de negocio de Uber esté organizado en base a la idea de negar a sus trabajadores temporales un salario mínimo (el sueldo medio actual de los conductores de Uber y Lyft se traduce en 3,37 dólares la hora); o que algunos estudios recientes indiquen que, cuando se tienen en cuenta los gastos de mantenimiento del vehículo y la gasolina, casi un tercio de los conductores de Uber está perdiendo dinero en la actualidad. Lo más importante en este caso es que este ridículo “progresista punto medio” imita tanto en su estructura como en su sustancia casi todas las otras equívocas políticas neoliberales que han empobrecido la calidad de vida de los trabajadores deudores de todo el mundo, y que también han desencadenado las mismas lejanas rebeliones contra el capitalismo globalizador que el libro de Mounk pretende describir. Si sustituimos algunas frases seleccionadas, esta comedida receta de punitorias políticas para los salarios de hambre podría haber salido, por ejemplo, de la heroica defensa que hizo Al Gore del tratado NAFTA durante el debate contra Ross Perot en 1995, cuando el antiguo candidato presidencial del tercer partido profetizó un “gigantesco ruido de succión” de trabajos que se esfumarían como consecuencia directa del nuevo tratado comercial. O podría haber salido de cualquiera de las sesiones fotográficas de Hillary Clinton con gente de Sillicon Valley durante 2016, mientras ella celebraba la “conveniencia y eficacia” de un sector económico que servía a la vez como cártel laboral que degradaba los salarios y como culto libertario.
La tercera vía de Mounk también se hace eco de un punto ciego particularmente angustioso del pensamiento laboral neoliberal: da por sentado que los “gobiernos” que están al servicio de circunscripciones sin determinar son los agentes económicos más indicados para conformar las relaciones laborales más convenientes para el mercado de VTC y no, por poner un ejemplo al azar, los conductores mismos. Poco importa que la Alianza de Trabajadores del Taxi de Nueva York consiguiera gracias a su propio ímpetu organizativo limitar el número de conductores VTC en el mayor mercado para las VTC de todo el país y, por tanto, ayudara a garantizar el sustento de unos miembros sindicales que han visto cómo se suicidaban seis taxistas a raíz de esta descontrolada lógica a la baja de las VTC. Por eso, no, reorganizar tu vida productiva en base a tus propios intereses es demasiado divisorio, e incluso podría demostrar ser peligrosamente “populista” a largo plazo. Así que relájate y deja que los burócratas que están más allá de las polémicas gestionen tu vida laboral en tu nombre, y ya nos darás las gracias luego.
En el fondo, esta es la visión de vida cívica pasada por expertos que los Yascha Mounks del mundo están intentando reempaquetar como esa tradición tan nuestra de “democracia representativa” que está en peligro. Menudo ruido de succión enorme.
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Chris Lehmann es redactor jefe de The Baffler y autor de Cosas de ricos. Su último libro El culto al dinero, está disponible en Melville House.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
Traducción de Álvaro San José.
Los intelectuales liberales se han topado con el enemigo, y ese enemigo eres tú. Paralelamente a la onda expansiva de la presidencia de Trump, que sigue estremeciendo nuestras elitistas instituciones de consenso, está cobrando forma en el mundo académico con conciencia política una narrativa miope y profundamente...
Autor >
Chris Lehmann (THE BAFFLER)
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