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Organizar una cena se ha vuelto un asunto más complicado de lo que era diez años atrás. La gente sigue dietas muy estrictas, se niega alimentos y le incomoda sentarse en la mesa con alguien que los consume: vacuno, aves, pescado, incluso la leche de vaca se ha vuelto sospechosa... La lista es larga. Proliferan alergias o intolerancias que antes, o bien no existían, o bien se saldaban en una vida de padecimientos privados. A veces parece que señalar un cambio conlleva un reproche, y reconozco que muchas personas de mi edad tienen idealizado un pasado que ni siquiera vivieron, y aunque les entiendo (reconforta pensar que hubo una época en que las cosas se hacían realmente bien, te ofrece un agarradero de esperanza) no me cuento entre ellos. Intento mantener la mente abierta, y aunque no tengo valor para abandonar la carne (ni me han convencido de que un cerdo o una cabra prefiriesen no nacer a terminar ya cadáveres en una mesa humana) entiendo la energía que impulsa a los jóvenes a vivir en un mundo más compasivo. Y lo celebro. Pero organizar una cena hoy en día está lleno de imperceptibles líneas rojas que antes no existían, es solo un dato.
De manera que aunque Dai Na me había obligado a prometerle explícitamente (soy bueno prometiendo de manera impersonal) que no marearía a Patricia, en el Gourmet del Corte Inglés me dio tal temblor de manos mientras sostenía un sobre de salmón ahumado que la llamé al móvil.
-No te apures, le guste todo lo que sea español.
Dejé despacio el salmón en su sitio. Una de las mejores decisiones que he tomado (no tanto como padre, sino como persona que lidia con una paternidad) fue no resistirme ante los primeros indicios de que había dejado de ser una divinidad para mi hija; de manera que he visto sin alterarme como los ojos de Patricia (tan húmedos como los de su madre) me devolvían las imágenes de un varón falible, cansado, impotente, extraviado y ridículo. Sencillamente, me he dedicado a disfrutar de la caridad de los buenos momentos. Pero que las ironías de mi hija no me duelan tampoco me ayuda a comprenderlas. Al menos me había dado carta blanca.
Mientras hacía cola en el Gourmet (con una cosecha de chorizos sangrantes y morcillas de cebolla) pensé en cómo cambia la propia vida pese a que uno se empeñe en quedarse en el mismo sitio. Te educan a comer carne, te envían a trabajar para que tu familia disfrute de un buen filete a diario y una mañana te despiertas transformado en un asesino de animales que contribuye al desgaste del planeta. Y luego está lo de las chicas, mi política vital pasa por no meterme en líos y aplicar un viejo adagio de los Masclans: las guerras con las mujeres son las únicas que se ganan saliendo por patas; pero entiendo que los muchachos de mi edad estén un poco moscas cuando les aseguran que las cosas que solían decir y hacer con sus amigas, sus novias y sus compañeras de trabajo (y parece que a ellas bien que les gustaba) son ahora faltas, y como te descuides, también delitos. No les estoy defendiendo, solo digo que si ya es difícil adaptarse a los tiempos, amoldarse a que lo que hiciste bien estaba mal puede ser verdaderamente fastidioso.
Me metí en el coche celebrando la precisión de la palabra que había elegido, porque aunque no llega a resquemor, si que me fastidia cómo ha cambiado la consideración hacia las personas que ocupan mi espectro político. Lo contaré antes de que se enteren por Patricia: soy un apolítico de izquierdas. Y por si son amantes de la precisión lo diré de otra manera: llevo votando toda mi vida al PSOE. Ahora puede parecer una posición cómoda (lo siento, ya estoy a la defensiva) pero en mi familia todo me predisponía a votar al partido de los botiguers, al fin y al cabo llevamos tres generaciones de Masclans administrando una pastelería de pasta seca en la zona noble de la ciudad, y si no pienso en catalán es porque no lo estudié en el colegio, y porque mi padre, como mi abuelo (como yo mismo), siempre fue reacio a buscarse problemas extras en un mundo que los procura a paletadas, donde incluso en las regiones de lo invisible prosperan las bacterias maléficas y las mutaciones insidiosas.
Si es cierto que cada uno libra las revoluciones que le permite su posición de partida, que no me diese la gana de darle mi voto a los botiguers fue mi revolución, y creo que merece un respeto, aunque no sea tan espectacular como tomar un Palacio de Invierno, promesa que, por cierto, cada año incumplen los que presumen de militancia. Todavía recuerdo el disgusto de mi padre al enterarse, porque un voto cuenta poco, pero disgustar a un padre te constituye en el centro maligno del ecosistema familiar, y es algo digno de paladearse... Claro que son ideas (¡triunfos!) que prefiero no transmitirle a Patricia, no sé si algún sociólogo o jurista ha calculado qué parte de la educación que damos a nuestros hijos se basa en ocultar nuestros hábitos de cuando fuimos hijos. Espero que no, algunas certezas se soportan mejor en una civilizada penumbra.
No me volví izquierdista por clase ni por interés (aunque la pastelería haya ido decayendo hasta un punto que...), sino por convencimiento de que el reparto de beneficios, dentro de un orden, era un asunto de justicia, o de conciencia como decíamos con mi primera mujer (y este preciso momento, mientras maniobro para estacionar el coche, echo tantísimo de menos el aire de nuestras conversaciones vagamente políticas mientras, sentados descalzos en el suelo, vaciábamos una botella de Riesling helado; aunque si una mano me agarrase del brazo para devolverme allí le daría un mordisco hasta tocar hueso). Conciencia y orden, reparto y mesura. En lo demás apolítico, no militante; quiero decir que no seguía el asunto, no me inmiscuía, no seguía el día a día, ni los detalles. Era una marca de civilización que renovabas en la urna cada cuatro años.
Con eso bastaba con no ser como los otros, porque para sentirse superior siempre hay que sentir que alguien es inferior, y aquí los inferiores, los subterráneos, los habitantes de las cavernas, constituían la derecha española que de lo brutos que son ni ultraderecha le salía. Pero no solo era eso, qué va, había mucho más: el aborto, el divorcio, el matrimonio entre homosexuales, los límites de velocidad, la prohibición del tabaco que iba ennegreciendo los pulmones de tantos incautos, creo que también hicieron algo con los dentistas... y encima nos latía una vena de respeto por el catalanismo, que desde que se murió mi padre me muerdo la lengua con las prisas que le dieron por aprender catalán. Éramos los buenos, unos buenos de manual.
Dejé los chorizos y las morcillas sobre la encimera y recordé el día crítico. Había ido a la Plaça Catalunya a sacar a Patricia de un tipi donde pasaba las horas “militando”. No es que me importase, aunque mi sentido de peligro no dejaba de zumbar, la parte serena de mi cerebro asumía que cada maduración sigue un ritmo. Le llamaban el 15-M pero si el Barcelona ganaba la copa los Mossos iban a pasar el cepillo para facilitar la celebración. Y no me apetecía nada ir a buscar a Patricia al hospital (me dan aprensión) y mucho menos a la cárcel (me dan miedo). Lo que me encontré allí me sorprendió; en lugar de chillarme, Patricia, su amigo y su amigo-amiga (respeto los cambios de sexo en el plano intelectual, pero en vivo me dan tanta aprensión como los hospitales) querían hablar, pretendían convencerme, ayudarme, su euforia me recordó a un equipo de investigadores a los que se les aparece el objeto de estudio que llevan meses conjeturando. No sé de donde salen estas comparaciones.
Lo que vino después estuvo entre el chorro de agua fría y el salivazo de ácido. Me acusaron de haber sostenido con mis votos a una casta de corruptos que habían paralizado las reformas de izquierda, gatazaos (creo que añadieron castrados) indistinguibles del votante del PP. He dicho que soporto bien la ironía de Patricia (aunque no me resbala del todo), pero aquella conversación tenía como objetivo romper algo en mi interior. Una pedagogía agresiva. Y me dolió. Estuve a punto de decirle al chico-chica que si fuese por los del PP él-ella estaría en un manicomio, pero no era de la familia y no volvería a verlo-verla, así que me limité a ejercer de padre (y activar mi fuerza) para llevarme a Patricia del brazo al coche.
No hablamos, pero al sentarse en la cabina del copiloto se puso a llorar. Las mujeres y los llantos constituyen un lenguaje jeroglífico que me sobrepasa. Podía estar llorando por cientos de motivos, entre los que no podía descartar que se diese vergüenza a sí misma, era una Masplans y su vida empezaba a parecerse demasiado a un desastre. Algunas de las cosas que me habían dicho se movían entre mis dedos como una navaja abierta, de acuerdo, pero una cosa es hacerse de izquierdas para ayudar a los desfavorecidos y otra convertirse en uno de ellos, a nadie le gusta ser un desgraciado, esa es una verdad intemporal. Arranqué, no hablamos, la dejé en casa de mi segunda mujer, con la que Patricia (y sus suspensos y las matriculas desaprovechadas: el coste extraviado de su educación) había tramado una amistad de apariencia inocente que terminó como el rosario de la Aurora, y que por suerte no tengo que contar porque no juega el menor papel en el episodio de la cena.
Bueno, ya tengo la mesa puesta, y por si fuera poco ya ha sonado el interfono y he escuchado la voz de Patricia (“nosotros”, qué inquietantes son los plurales) y ese crujido solo puede ser el entrañable ascensor ascendiendo. Supongo que eso de “le gusta todo lo español” ha sido una de esas ironías que de tan gordas saltan de categoría y se convierten en sarcasmos. Porque si algo ha heredado Patricia de la familia de su madre es un deprecio activo a lo que ella llama Reino de España. Así que menos mal que he dejado de lado la ocurrencia de preparar sangría porque empiezo a sospechar que a su lado sube uno de esos críos de la Cataluña profunda a quien votar al PSOE, aunque sea desde una perspectiva apolítica, un gesto casi abstracto, le parecerá una traición a la patria, al país a la nación o a lo que sea que sea este rinconcito de tierra... Da igual, que ya suena el timbre y no estoy para detalles, aunque el diablo (y Dios) estén, según se dice, en ellos, ya veremos. Lástima que Dai Na no esté aquí, las mujeres orientales, y espero no ofender a nadie con esto, tienen un tacto especial con las cosas de la cortesía especial, aunque Dai Na nació en Linyola, pero, espera, espera, que abro...
¡Continuará!
¡Hola! El proceso al procés arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
Autor >
Gonzalo Torné
Es escritor. Ha publicado las novelas "Hilos de sangre" (2010); "Divorcio en el aire" (2013); "Años felices" (2017) y "El corazón de la fiesta" (2020).
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