El Mentidero
Mentira política y brindis
Jamás hemos dispuesto de tanta información a nuestro alcance, y sin embargo, seguimos siendo vulnerables a las mentiras políticas de los dueños del cortijo. Es complicado convencer con datos cuando opera una tendencia innata al sesgo de confirmación
Jonathan Martínez 16/02/2019
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Hace algunos días, debatí con mi buen amigo Pedripol sobre la naturaleza cruel de la política y sobre la dimensión irracional del ser humano. Pedripol, que además de ser un viñetista mordaz y certero es un optimista incorregible, sueña con una sociedad libre de odio y divisiones y confía en que algún día la humanidad aprenderá de los errores que le brinda su propia trayectoria. Un día lejano, dice Pedripol, el saber se impondrá sobre la ignorancia y la ciencia derrotará a las supersticiones. Algún día no habrá relaciones de dominación ni turbas xenófobas ni asimetrías de género. Lo cierto es que me siento incapaz de frustrar esa clase de aspiraciones. Al fin y al cabo, somos yonquis de las utopías que se alejan dos pasos —dice Eduardo Galeano— cada vez que caminamos dos pasos en su busca. En eso, al menos, coincido con el buen Pedripol.
Existe, sin embargo, una reflexión más agridulce de Romain Rolland que Antonio Gramsci elevó a lema marxista: actuar con el pesimismo de la inteligencia y con el optimismo de la voluntad. Como andamos sobrados de voluntad y de optimismo, es necesario arrojar de vez en cuando una mirada ácida hacia la realidad y compensar la balanza. Porque Pedripol tiene una fe inquebrantable en el progreso y en la historia pero a menudo los hechos nos empujan a pensar que el ser humano es un hámster atrapado en una rueda sin freno. Que la historia se repite no es ninguna deducción novedosa. Que se repite primero como tragedia y después como farsa lo sabemos gracias a Karl Marx. Busco el ABC del 28 de mayo de 1935 y veo a los consellers de la Generalitat catalana sentados en el banquillo del Tribunal de Garantías Constitucionales en un juicio por rebelión. La tragedia de aquel tiempo explica muy bien la farsa de nuestros días.
Pero vamos al ajo. Porque este mes pasado, mi amigo Pablo Ollero —hoy la cosa va de amigos— me recomendaba un tándem de películas mellizas que le habían recordado a alguno de mis artículos sobre el auge de la extrema derecha. La primera es Brexit: The Uncivil War, una TV movie en la que Benedict Cumberbatch hace de portento de la mercadotecnia política en pleno debate británico sobre el abandono de la Unión Europea. La premisa es sencilla. Hasta antes del referéndum, el discurso sobre el brexit había sido abanderado por la derecha populista del UKIP con un mensaje agresivo y una penetración social limitada. Nigel Farage aparece aquí como un paleto arrogante aferrado al estribillo de la xenofobia. En ese contexto perdedor y en busca de un aspecto más respetable, algunos sectores cabales del euroescepticismo reclaman la intercesión del consejero Dominic Cummings, un genio extravagante ya retirado de las lides electorales. Cuando Cummings acepta por fin el reto de dirigir la campaña por el sí, su estrategia es clara: hackear la voluntad del electorado a través de big data. Todos los días, millones de personas regalan su información a las compañías digitales. Les dicen cómo viven, qué compran, a quién aman, a quién odian. Con este botín de datos, Cummings se propone reprogramar el sistema político para afrontar el debate sobre el brexit desde una posición de ventaja.
El filme está lejos de ser una obra memorable y además hace un retrato caricaturesco de los euroescépticos, pero al mismo tiempo ofrece una exposición atinada sobre los nuevos métodos de control político. Cuando creíamos que nuestra civilización había alcanzado su cénit de progreso, Cummings nos habla de un cataclismo social de dimensiones bíblicas, de olas de extremismo religioso y de multitudes cegadas por el fanatismo y el miedo. En esta encrucijada histórica, los dinosaurios conservadores no toman en serio la incidencia de las redes sociales y los liberales europeístas, moribundos por sobredosis de racionalismo, solo son capaces de ofrecer datos y viejos argumentos a una masa necesitada de identidad y sedienta de emociones. Los europeístas tienen la reputación dudosa del establishment; los euroescépticos aprovechan el lenguaje hastiado de los desheredados. Los unos trabajan con mensajes generales; los otros juegan con el algoritmo y personalizan su retórica para seducir a tres millones de abstencionistas. Quiero recomendar a mi amigo Pedripol que vea Brexit. Sé que le va a gustar.
Pero hay una segunda película en este paquete de recomendaciones. Christian Bale interpreta a Dick Cheney en Vice y nos cuenta la historia de cómo una generación de dirigentes neocón aprovechó los atentados contra el World Trade Center de Nueva York para devastar países de oriente y afianzar su imperio económico y político. Si Nigel Farage era el bufón de Brexit, George H. W. Bush es el gañán irresponsable de Vice. Si Dominic Cummings era el cerebro a la sombra en Londres, Cheney es el hombre que maneja los hilos de la Casa Blanca. En un fragmento glorioso del filme, un lobby de liberales acaudalados trata de abolir un impuesto para las grandes herencias que no afecta a la inmensa mayoría de la población. Los republicanos comienzan a llamarlo “impuesto sobre la muerte” y, de la noche a la mañana, millones de ciudadanos de clase trabajadora que jamás tendrán que pagar ese tributo comienzan a clamar por su abolición. “Calentamiento global” suena peligroso, así que lo llamaremos “cambio climático”. Y así todo.
por mucho que avancemos hacia la prosperidad y hacia la luz de la razón, nos siguen moviendo las pasiones primitivas que permanecen inscritas en nuestro ADN
Vice nos habla de la doctrina del shock y nos explica los dispositivos de condicionamiento social que emplean las élites para perpetuar su poder. Tras el 11-S, en medio de la conmoción colectiva y de un sentimiento primario de pánico y de rabia, la mayoría de los ciudadanos estadounidenses estuvieron dispuestos a renunciar a sus derechos más elementales en nombre de la seguridad pública. El apoyo a la invasión de Iraq fue masivo a pesar de que no existía un solo indicio de que el gobierno de Saddam Hussein tuviera ninguna implicación en los atentados de Manhattan. Las vigilancias no autorizadas, las detenciones irregulares, las torturas a los prisioneros y las violaciones de la legalidad internacional aparecen como el menú más apetitoso de la era Bush. Siempre a mayor gloria de la compañía petrolera Halliburton y de todos los grandes empresarios que se hicieron de oro devastando Iraq y Afganistán y reconstruyéndolos a su medida.
Vivimos desbordados por los avances tecnológicos y científicos con la ilusión de que toda novedad es un síntoma de progreso. Jamás hemos dispuesto de tanta información a nuestro alcance, y sin embargo, seguimos siendo vulnerables a las mentiras políticas de los dueños del cortijo. Esto quería decirle a mi amigo Pedripol. Que el ser humano no es mucho más que un simio con WhatsApp. Que por mucho que avancemos hacia la prosperidad y hacia la luz de la razón, nos siguen moviendo las pasiones primitivas que permanecen inscritas en nuestro ADN. Que por encima de las verdades y las mentiras, sentimos una necesidad congénita de pertenecer a un grupo, de asumir sus colores y sus canciones y sus lemas. Es complicado convencer con datos cuando opera una tendencia innata al sesgo de confirmación. A que nos den la razón cuando no la tenemos.
Que la verdad vale muy poco en la disputa política es una constatación desoladora. Esto lo sabe muy bien el asesor de Inés Arrimadas, que en un vídeo viralizado esta semana pasada, aconsejaba a la dirigente naranja ante una aparición en Salvados. Lo importante es caer bien, lo importante es la actitud. La audiencia, dice el asesor, pensará “qué bien lo explica, aunque no me estoy enterando de nada de lo que dice. No me he quedado con un dato ni un porcentaje, aunque lo explica muy bien”. Esta misma semana, el nuevo consejero de Economía de Andalucía, Rogelio Velasco, confirmaba esta reflexión de sus compañeros de Ciudadanos. Velasco ha reconocido que no va a cumplir la promesa de crear 600.000 puestos de trabajo durante esta legislatura porque aquella cifra no había sido más que “una forma de expresarse durante una campaña electoral”. El consejero nos confirma que la mentira no es la excepción sino la norma: “Como tiremos de hemeroteca y pongamos con letras mayúsculas lo que todos los líderes o futuros ministros de Economía han prometido durante campaña electoral, no quedaría ni uno sano”.
A mi amigo Pedripol quería decirle que en la política intervienen los mismos mecanismos de adhesión que en las doctrinas religiosas. Y donde impera la fe no gobierna la ciencia. Lo vimos el pasado domingo en la manifestación rojigualda de la plaza de Colón de Madrid. Así, mientras la delegación del Gobierno contaba 45.000 asistentes, el PP presumía de 200.000 correligionarios y Antonio García Ferreras llamaba a un fabricante profesional de bulos como Eduardo Inda para que sumara 300.000 personas ante las cámaras de La Sexta. A la vez, los fieles difundieron el vídeo de una manifestación de 2017 contra el proceso catalán haciéndolo pasar por actual para disimular la flaqueza de esta última convocatoria. A mediodía, El Plural publicaba la fotografía de una columna falangista que se había concentrado en Callao antes de unirse a la manifestación de Colón. Miles de patrióticos internautas, tal vez avergonzados por sus compañías identitarias, difundieron el bulo de que aquellas imágenes no tenían ninguna relación con Colón y que probablemente correspondían a otra fecha. Poco importaba la verdad en una concentración cuyo manifiesto acumulaba tantas mentiras que incluso el PP tuvo que salir a disculparlo para valorar que al menos tuviera "gran parte de veracidad".
Ahora que suenan campanas electorales, la fabricación de discursos falsos lleva camino de convertirse en deporte olímpico. La verdad se devalúa sin que importe cuánto hayamos progresado como civilización y el debate político adquiere el tono infantil y acusatorio de una rabieta de patio de colegio. Por suerte para mí, siempre será un gusto debatir con Pedripol. No hay nada mejor que intercambiar ideas con los buenos amigos y compartir algún brindis y perseguir una utopía que siempre se aleja dos pasos, la muy puñetera. Así que levanto mi copa por Pedripol y por las charlas que nos quedan por compartir y por el progreso que nunca termina de llegar. Con el pesimismo de la inteligencia pero con el optimismo de la voluntad.
¡Hola! El proceso al Procès arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
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Jonathan Martínez
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