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Una persona entra en una consulta médica, le comunican que una enfermedad grave le está masticando las entrañas y sale de allí siendo otra cosa. Pocas palabras bastan. El cerebro del paciente se reconfigura. Es incapaz de protagonizar su vida. Minutos antes podía ser electricista, alfarero, periodista; ahora es solo un enfermo, un subalterno de un virus o unas células enloquecidas.
Ser una víctima te esclaviza y arrincona de manera semejante. Quien hiere brutalmente a otros vive el doble: posee su propia vida y, además, clava las patas en la identidad de la víctima, y succiona y crece. Por eso, los psicólogos que tratan con víctimas intentan arrancarlas de esa condición. El abogado de Derecho Penal, Julián Carlos Ríos, me explicó una vez el funcionamiento del odio: lo dibujó como una cadena elástica y casi irrompible que une a la víctima y al agresor y los condena a alimentarse mutuamente. Un cordón umbilical que arrebata la vida en vez de darla.
El odio puede ser una consecuencia de la victimización. La víctima obtiene una sensación de dominio de sí mismo y cree liberarse de la postración cuando, en realidad, solo consigue depender más de ella. Curar a una víctima es desetiquetarla, y para eso (cosa curiosa) sirve mucho mirar a los ojos al culpable de tu drama y conversar con él.
Pero a la política le conviene profundizar la herida, no repararla. La victimización es una ganzúa electoral, y más hoy, cuando llamarse víctima de algo legítima y exime de esfuerzos como aceptar matices, repensarse a uno mismo, buscar la verdad y, ya no digamos, respetarla.
El victimismo es un atril muy fértil y, a juzgar por los desvaríos de Pablo Casado, será el único al que piensa subirse el PP en las campañas de 2019. Hoy, el odio de la derecha no nace del dolor. El partido ha tomado un camino contrario y aberrante: trabaja por construir un cuerpo victimizado que justifique su visceralidad. O sea: se está inventando unos cimientos para un tejado que ya se sostenía por la gracia de sus santos privilegios.
Pablo Casado ofrece un sueño a sus electores, un the very best de la panoplia de agravios del pasado. Resumiendo: arremetiendo contra el feminismo pretende resucitar la exasperación contra la aprobación del matrimonio homosexual y la ley del aborto; sembrando dudas sobre el 11M despierta el rencor por la pérdida del poder; pugnando por la prisión permanente revisable quiere saciar ese gusto casi futbolístico por ver funcionar el garrote vil que los españoles no conseguimos quitarnos ni con salfumán; martilleando a favor de la unidad de España y contra el comunismo (que no sabemos muy bien de dónde lo saca), rescata el militarismo latifundista de unos cuantos siglos atrás.
Y luego comparó al independentismo con ETA para atizar una nostalgia absurda, no por la actividad armada, sino por la posibilidad de usarla como pretexto. Ahí se vio con claridad la trampa, la falta de suelo de la rabia.
Consuelo Ordóñez, víctima carnal, hermana de Gregorio Ordóñez, concejal del PP asesinado por los terroristas, se lo dijo cristalino: “No utilice a las víctimas del terrorismo para hacer campaña. Lo que más daño hace a las víctimas es ese tipo de banalización”, declaró a El País. A Casado le importó poco y se reafirmó. Al parecer, las víctimas, una vez instituidas como tal, pertenecen a la política y no a sus familias.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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