TRIBUNA
Así es como muere la democracia
España no está a salvo de la tentación autoritaria. Para alejarla, los políticos tendrían que evitar actos que normalizaran o dieran crédito a figuras que lo son
Vladimir López Alcañiz 3/04/2019
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En tiempos de oscurantismo, ha de ser más firme que nunca el compromiso con la legibilidad del mundo: las verdades de la ciencia, el arte y las humanidades son nuestra mejor guía para orientarnos en las realidades en que vivimos. La historia, en particular, tiene aún mucho que enseñarnos. Hoy nos dice que todos los regímenes políticos son perecederos; también, que pueden perdurar como nombres vacíos. Tengámoslo presente ante la nueva ola de autoritarismo que recorre el mundo y erosiona peligrosamente la democracia.
Si no estamos atentos, el declive de la democracia nos cogerá desprevenidos. A menudo, nuestra imaginación política parece estar atrapada en el paisaje de la historia del siglo XX y buscar soluciones en el siglo XIX. Pero la democracia no caerá como en los años 30 ni el nacionalismo nos devolverá a ninguna plenitud. Ahora la regresión democrática es global y empieza en las urnas.
Tres libros describen la amenaza a la que nos enfrentamos y nos revelan nuestra fragilidad. Decididamente, el miedo mismo ya no es lo único que debemos temer.
La erosión de la democracia
Los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, profesores en la Universidad de Harvard, escribieron Cómo mueren las democracias con la mirada en el fenómeno Trump. Pero su método comparatista –como señaló aquí mismo David Lizoain– nos permite extrapolar sus indicaciones.
“Los partidos políticos son los guardianes de la democracia”. Esa es su principal lección. En épocas convulsas, los llamamientos extremistas pueden atraer a las masas, pero solo la irresponsabilidad de los líderes políticos establecidos les abre las puertas de las instituciones. Aislar a los extremistas exige valentía y conciencia. Cuando priman el temor, la temeridad o el oportunismo, la democracia se tambalea.
Para mantenerla en pie, sin embargo, ni los partidos ni las instituciones bastan. La democracia necesita contrafuertes. Ante todo, una cultura democrática asentada en las virtudes del respeto mutuo y la deliberación. El fomento de la crispación y la polarización social, el uso de los insultos como arma política y la proliferación de medios de comunicación ultramontanos socavan esa cultura. Para que la democracia no muera en la oscuridad, hay que salir de la caverna.
Deberíamos preocuparnos seriamente cuando un político rechaza las reglas de juego democráticas, niega la legitimidad de sus rivales, tolera la violencia o pretende restringir las libertades civiles. Solo una de estas cosas ya debería alarmarnos; Trump ha incurrido en las cuatro. ¿Y acaso no encajan en esa lista la promulgación de la última ley de seguridad ciudadana, la celebración de un referéndum ilegal, la condescendencia con los excesos policiales o la intención de suspender permanentemente una autonomía? España no está a salvo de la tentación autoritaria.
Para alejarla, los políticos tendrían que evitar actos que normalizaran o dieran crédito a figuras autoritarias. También tendrían que combatir la polarización. Las coaliciones de ideologías afines no siempre son suficientes para defender la democracia. A veces son necesarias las que congregan a grupos con distintas visiones políticas, pues implican a un espectro más amplio de la población. Los políticos tendrían que estar abiertos a ellas. Hasta ahora, nuestra derecha parlamentaria ha hecho justo lo contrario, demostrando que la obsesión nacional es vía española hacia la extrema derecha.
Los síntomas del fascismo
El filósofo Jason Stanley, profesor de la Universidad de Yale, concibió How Fascism Works –Facha y Fatxa en sus enfáticas traducciones peninsulares– para mostrar los rasgos del fascismo que, aun en ciernes, vuelven a estar entre nosotros.
Hay que empezar a rastrearlos donde el fascismo dice tener su origen: en el pasado. La política fascista siempre invoca un pasado trágicamente perdido que se propone recobrar. El problema es que ese pasado nunca existió. Es una fantasía de pureza inexistente que solo sirve para conectar la nostalgia con el fascismo, porque de un pasado uniforme solo puede salir un presente uniformizado.
Para imponer su visión del pasado y del futuro, la política fascista devalúa la educación, el conocimiento y el lenguaje, y denigra las instituciones independientes como las universidades y los medios de comunicación. Su objetivo es hacer imposible el debate sofisticado y la cultura de la conversación. El resultado es un desierto mental que los fascistas colman con sus falsificaciones de la historia y la realidad.
Cuando la propaganda fascista tiene éxito, desaparece la realidad común y, con ella, la posibilidad de saber qué políticas requiere un país. El fascismo sustituye la realidad por mitos y estereotipos que ofrecen explicaciones simples para emociones irracionales. Bajo su imperio, el lenguaje no describe la realidad, sino que la enmascara, y la información no transmite argumentos, sino emociones primarias.
En especial, la división entre ‘nosotros’ y ‘ellos’. La política fascista encubre las desigualdades que anidan entre nosotros echándoles la culpa a ellos, a los otros que nos roban, subvierten nuestras costumbres, nos quitan el empleo o acaparan las ayudas. La criminalización y la demagogia alteran la percepción y nublan el juicio de la sociedad hasta tal punto que, cuando la fantasía nacionalista canaliza el malestar, la ira no se dirige hacia sus causantes, sino hacia sus víctimas.
La desigualdad y la atomización social son los semilleros del fascismo. Por eso los fascistas atacan a los sindicatos y las políticas de bienestar y sustituyen la igualdad por la jerarquía. La desigualdad fractura la realidad y genera espejismos que truncan las posibilidades de comprendernos. Por ejemplo, que los ricos merecen su suerte y los pobres su desdicha. La ciudadanía democrática no sobrevive mucho tiempo en semejante clima de corrosión civil. Solo lo hacen la fuerza bruta y la llamada de la tribu.
La normalización del fascismo es una amenaza real. Ha ocurrido en Hungría y Polonia, está ocurriendo en todo el mundo ante la cuestión migratoria, puede ocurrir en España si continúa en auge el neofranquismo. Paradójicamente, la propia normalización hace que las acusaciones de fascismo parezcan exageradas. Pero el peligro no es la hipérbole, sino la banalización.
El camino de servidumbre
El historiador Timothy Snyder, también profesor en Yale, expone en El camino hacia la no libertad la trama rusa para subvertir las instituciones democráticas en Europa y Estados Unidos ―una lectura que puede completarse con Entender la Rusia de Putin de Rafael Poch―. En el camino, nos desvela por qué la Unión Europea es vulnerable a la seducción del pasado mítico.
La debilidad de las sociedades europeas es la carencia de una historia crítica común. Ese vacío lo ocupa la “fábula de la nación sabia”, que nos cuenta que las naciones europeas son antiguas y han aprendido de la historia, especialmente de las guerras mundiales, el valor de la paz y la cooperación. Por eso decidieron ceder parte de su soberanía a una comunidad más amplia. Es una historia reconfortante, pero falsa.
En Europa occidental, el largo siglo XX no tiene que ver con los Estados nación, sino con el imperialismo. Al perder sus colonias, los principales países europeos percibieron que la integración era su única salida para no quedar reducidos a ruinas de imperios. La fábula suavizó ese trance, pero también disimuló la derrota y las atrocidades de las metrópolis en las guerras coloniales.
La enseñanza de la historia, que en toda Europa sigue siendo obstinadamente nacional, nos oculta que entre el imperio y la integración no hay nada. No existe una “era del Estado nación”. Al desconocer esta evidencia, creemos sin fundamento que los Estados nación pueden prosperar aisladamente al margen de Europa. Pero no es posible regresar a un tiempo que nunca existió. Los Estados europeos no conservan su soberanía a pesar de Europa, sino gracias a ella. El brexit es lo que ocurre cuando se asume lo contrario.
Por eso es tan necesario “el sentido del pasado”, como lo denominó Henry James. Un sentido que debe completarse con una visión del futuro en cuya construcción todos podamos participar. En pocas palabras, necesitamos más historia y más democracia. La alternativa es la tragedia.
La hora de la verdad
El ciclo electoral que se abrirá en España el 28 de abril es, con toda probabilidad, el más trascendente desde 1982. Estamos en un momento de emergencia en el que no solo está en juego la orientación de la política, sino el porvenir de la democracia. Dejar el gobierno en manos de la extrema derecha o de aquellos que contemporizan con ella es una irresponsabilidad tremenda. Quienes se sientan tentados de dar alas al autoritarismo y quienes se resistan a actuar para impedirlo deberían pensarlo dos veces con valentía y conciencia. No vaya a ser que la democracia muera con un estruendoso aplauso.
El camino hacia la servidumbre empieza cuando dejamos de distinguir entre la verdad y nuestros deseos. Cuando preferimos el mito a la realidad, el pasado al futuro, la secesión a la sucesión. Es el camino al que nos arrastran la desmesura nacionalista y la necedad reaccionaria. Si no lo abandonamos pronto, de la democracia solo nos quedará el nombre.
¡Hola! El proceso al Procès arranca en el Supremo y CTXT tira la casa through the window. El relator Guillem Martínez se desplaza tres meses a vivir a Madrid. ¿Nos ayudas a sufragar sus largas y merecidas noches de...
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Vladimir López Alcañiz
Es doctor en Historia. Sin haber vivido nunca en ella, aunque casi siempre cerca, considera Barcelona la patria de su espíritu
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