Así no es como sucedió internet
Un nuevo relato de la historia de la red cae en la hagiografía y el servilismo
Bradley Babendir 16/04/2019
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La historia de internet es un castillo de mitos que merece ser derribado. Aunque los ejecutivos que dirigen las empresas que median nuestra experiencia acudan al Congreso de vez en cuando para testificar por los métodos que introdujeron para destruir el valor humano, la idea de que los individuos de Silicon Valley son en cierto modo seres humanos mejores o más virtuosos parece persistir en la cultura dominante. Cómo sucedió internet, un nuevo libro de Brian McCullough, presentador del popular podcast Historia de Internet, podría haber sido un buen lugar para realizar un necesario ejercicio de derribo de mitos. Por desgracia, en la mayor parte del libro, eso no pasa.
McCullough se imagina a sí mismo como un filtro neutral de la información, o el tipo de reportero que se supone que la gente venera. Posee los hechos sobre cómo internet llegó a ser tal y como lo conocemos hoy en día, y ahora se los pasa a sus lectores. Sin embargo, se esfuerza más en disimular su parcialidad que en eliminarla.
McCullough sí despacha algunos de los falsos relatos que la maquinaria de relaciones públicas ha elaborado sobre Netflix (que Reed Hastings decidió comenzar la empresa después de recibir una multa de 40 dólares por acumular retraso en devolver un vídeo de Apollo 13) y sobre eBay (que Pierre Omidyar creó la página para que a su novia le resultara más fácil ampliar su colección de dispensadores Pez). Es interesante, hasta cierto punto, escuchar sobre qué mienten los gurús de internet y por qué. En su mayoría, utilizan esos estúpidos mitos fundacionales porque necesitan una historia mejor que la verdadera: que lo hacían por dinero. Sin embargo, por extraño que parezca, McCullough se deja engañar por muchos de estos delirios, que oscurecen en lugar de esclarecer.
Es interesante, hasta cierto punto, escuchar sobre qué mienten los gurús de internet y por qué
Casi todos los capítulos de Cómo sucedió internet contienen sesiones de codificación que duran toda la noche. La gente codifica, codifica y codifica durante horas. Lo que le falta al libro es una idea de lo que cualquiera de estas personas está haciendo en realidad. ¿Están implementando nuevas características? ¿Están depurando versiones anteriores? ¿Están intentando optimizar la experiencia del usuario? ¿Están intentando instalar una protección contra fallos en caso de que el programa se vuelva demasiado inteligente e intente asesinarlos? Seguro que tenían ideas y prioridades y conocimientos especializados. Un plan, a lo mejor. ¿Existía un plan? ¿Fue un caos? Nada de esto queda claro. Alguien, en algún lugar, debe saberlo. Quizá McCullough lo sabe y simplemente no quiere compartirlo, o quizá es feliz contando la misma historia que cuentan todos los demás. A falta de cualquier otra explicación, eso sirve sobre todo para mantener un aura de misticismo alrededor de las personas que crearon esos programas tan influyentes. Es mucho más impresionante si parece que lo que están haciendo es magia en lugar de teclear. De lo contrario, no son más que personas que hicieron algo, y eso no es para nada emocionante.
Por lo general, la exitosa gente sobre la que escribe McCullough recibe un trato extremadamente amable. Hace hincapié en la crueldad de Bill Gates, pero no realiza ningún juicio de valor sobre esa cualidad aparte de enfatizar su eficacia en el ámbito capitalista. Quizá el hombre que se lleva los palos más duros sea Steve Jobs, uno de los pocos protagonistas del libro que están muertos. McCullough le presenta como alguien testarudo, malo y presuntuoso, en detrimento principalmente de Apple. Jobs es casi siempre el último en participar de las buenas ideas. Dos de las cosas más inteligentes que hizo Apple (dejar que Microsoft pudiera utilizar iTunes e incorporar la App Store en el iPhone) son ideas a las que Jobs se opuso todo lo que pudo hasta que se cansó de que algunas personas de la empresa le siguieran preguntando y les dejó hacerlo para que no le volvieran loco. Lo mismo puede decirse del iPhone, salvo que en esa ocasión se trató de toda la empresa y de Cingular Wireless. McCullough nunca critica abiertamente a Jobs por eso, pero resulta difícil terminar con una impresión que no sea que Jobs obstaculizó el progreso de Apple en ciertos momentos clave. Se han escrito cosas más duras sobre Jobs, pero si las comparamos con lo que McCullough escribe sobre Zuckerberg, se puede decir que a Jobs lo atropella con un camión de basura.
Quizá el hombre que se lleva los palos más duros sea Steve Jobs, uno de los pocos protagonistas del libro que están muertos
El capítulo sobre Facebook, que cuenta la historia desde su concepción hasta que permitió la inscripción a todo el mundo, es una alegre coronación. En un momento dado, McCullough se sumerge por primera vez en la vida personal de uno de sus personajes, para reiterar que el por entonces estudiante de Harvard, Zuckerberg, “no tenía ningún problema para encontrar novias”. McCullough escribe esto para acabar con el mito que aparece en La red social que él considera engañoso, pero nada de lo que escribe parece contrarrestar el retrato de Zuckerberg que hacen Aaron Sorkin y David Fincher. El argumento principal de la película es que Zuckerberg era un gilipollas, en contra de lo cual McCullough no ofrece ninguna prueba.
En cuanto Facebook despega, McCullough alaba la aparente insistencia de Zuckerberg en utilizar las reuniones con directores generales interesados en comprar su empresa como “un máster intensivo en administración de empresas”. ¿Y esto qué significa exactamente? Al igual que sucede con las sesiones de codificación, nunca queda claro. McCullough sepulta cualquier información esclarecedora detrás de expresiones como “exprimir su coco”. La falta de precisión o claridad recuerda más a una publicación escrita por Zuckerberg que al trabajo de un escritor independiente.
si Zuckerberg es o no una persona agradable en la intimidad parece algo totalmente irrelevante en este momento
A Facebook le concede el mismo tratamiento. Una sección particularmente reveladora llega cuando describe el turbulento lanzamiento del muro de noticias, que provocó una airada reacción por parte de los usuarios. Por aquel entonces, la gente consideró que se trataba de una invasión de su privacidad, y no se sentían cómodos con que todo el mundo pudiera saber automáticamente que habían actualizado sus perfiles. En lugar de contextualizar de forma constructiva y enfrentarse con la sustancia de estas quejas, McCullough se centra en el rendimiento del muro de noticias: “En agosto, antes del muro de noticias, los usuarios de Facebook visitaban 12 mil millones de páginas. En octubre, después del muro de noticias, las visitas superaban los 22 mil millones. Puede que la gente dijera que odiaba esa función, pero Zuckerberg podía ver que no dejaban de utilizarla”. Esto habría sido una buena oportunidad para que McCullough considerara las maneras en que Facebook podría estar influyendo en sus usuarios para peor, pero echa balones fuera. Sin embargo, cuando más adelante escribe sobre la definitivamente difunta Blackberry, McCullough no tiene problemas en reiterar el poder adictivo que tenía, utilizar en repetidas ocasiones el sobrenombre “crackberry” y citar a destacadas figuras de Silicon Valley como Marc Benioff y Andy Grove que critican la tecnología por sus negativos efectos colaterales.
Entre todo esto, que es el capítulo más largo del libro, solo encontramos una rápida mención a los gemelos Winklevoss, y ninguna mención a su afirmación de que gran parte del genio que McCullough otorga a Zuckerberg podría haber sido propiedad intelectual suya. (Los gemelos pactaron en 2011 recibir 20 millones de dólares en efectivo y una tajada todavía mayor en acciones de Facebook). Esta omisión parece menor si se la compara con cómo McCullough cierra el capítulo: adulando a Zuckerberg por convertirse en el tipo de empresario que se pudo permitir rechazar una oferta de compra de Yahoo por valor de mil millones de dólares. Sin lugar a dudas, esa decisión fue muy inteligente porque terminó ganando más dinero, pero no queda claro si ese es el mismo tipo de empresario que terminaría construyendo una gigantesca red de vigilancia que no pudo (o no quiso) controlar, y una red que constantemente metabolizaría información que no pudo (o no quiso) conservar segura. Tampoco queda claro si Zuckerberg aprendió por sí solo a ser cómplice del auge mundial del fascismo o lo aprendió de alguno de los directores generales que intentaron comprar Facebook. Lo irónico del claro rechazo que demuestra McCullough hacia el retrato de Zuckerberg que aparece en La red social es que si Zuckerberg es o no una persona agradable en la intimidad parece algo totalmente irrelevante en este momento. Espero que sea amable con la gente que le rodea, también espero que todo su poder le sea arrebatado, y aunque creo que ninguna de estas dos cosas sea lo suficientemente probable, la segunda es más importante que la primera.
Lo más frustrante de todo esto es que Cómo sucedió internet es una buena historia, bien estructurada, cuando McCullough consigue mantenerse alejado de sí mismo. La forma en que traza la evolución del navegador de internet para pasar de ser un proyecto de la Universidad de Illinois a Netscape y a Internet Explorer es fascinante. Escribe con claridad sobre el impacto negativo que el poder consolidado tuvo en la red en desarrollo. Su explicación sobre cómo la burbuja puntocom creció y explotó es clara y útil, y no duda en enfatizar cómo perjudicó al inversor medio que había puesto en ese mercado lo poco que tenía con la promesa de que las cifras solo podían seguir subiendo. Sin embargo, cuando se trata del análisis más importante, del análisis de las empresas que todavía existen, toda esa energía incisiva desaparece del libro y lo convierte en algo mustio, bobalicón… y servil.
Cómo sucedió internet finaliza con un corto tratado sobre las inmensas e imprecisas posibilidades que depara el futuro. Más importante aún, finaliza con estas palabras: “¿Pero estamos mejor ahora?… Esa es la pregunta sin resolver en esta era de internet que no deja de avanzar”. Esta es una cuestión que merece una profunda reflexión y el libro de McCullough habría mejorado mucho si la pregunta se la hubiera planteado al principio.
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Este artículo se publicó en inglés en The Baffler.
Bradley Babendir ha escrito para The Washington Post, The Nation, The Paris Review y otras publicaciones. Actualmente reside en Boston.
La historia de internet es un castillo de mitos que merece ser derribado. Aunque los ejecutivos que dirigen las empresas que median nuestra experiencia acudan al Congreso de vez en cuando para testificar por los métodos que introdujeron para destruir el valor humano, la idea de que los individuos de Silicon...
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