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Desde el alunizaje de Vox en Andalucía he escuchado todo tipo de discursos a favor del partido de ultraderecha. Podría volver a repetir la ristra de imbecilidades sobre inmigración, mujeres, familia, condición sexual y unidad de España que sus simpatizantes utilizan para justificar el voto. Podría volver a enumerar las mentiras y bulos que el discurso del miedo de Vox ha utilizado para verse en la posición de fuerza en la que se ve hoy. Pero me he resignado.
El votante de Vox al que he conocido en estos meses no proviene de las altas esferas del país ni de grandes corporaciones. La mayor parte de ellos no son maltratadores, no son especialmente machistas ni particularmente homófobos. No tienen aspiraciones políticas ni se pondrían delante de un tanque para defender sus valores. El votante de Vox al que he conocido es clase baja y media del país. El tipo de votante que, de ser inglés, votaría a favor del Brexit; que, de ser estadounidense, votaría a Trump; que, de ser Caperucita, votaría al lobo.
Al votante de Vox no se le puede convencer. Al votante de Vox le dan igual tus análisis, tus gráficas y tus investigaciones: no las ha leído ni las va a leer. Al votante de Vox no le importan los datos, la historia ni el futuro. Al votante de Vox le importan las imágenes graciosas que se comparten en sus grupos de WhatsApp, los vídeos incendiarios de sus amigos de Facebook, lo que se dice en Forocoches y en el bar de abajo. Al votante de Vox le importa la euforia que siente al encontrar representada su inconformidad con el progreso de nuestras sociedades.
El votante de Vox siempre ha estado ahí, dentro y fuera de España, aunque no pudiéramos (o supiéramos) verlo. No es un fenómeno nuevo, no es una ideología nueva. A sus candidatos no los han desmomificado de repente; aún respiraban. Y sus políticas son tan antiguas como la mercadotecnia que han utilizado para ponerlas de actualidad.
Por eso hay que resignarse. Resignarse y entender que, después de todo, los voxes pasados, presentes y futuros no representan a una mayoría de la población. Que, incluso cuando hablamos de porcentajes, los números que les dan forma no son representativos del número total de personas que viven en un país.
Y, una vez hecho ese ejercicio, tomar consciencia de nuestra única suerte, esperanza, casualidad o fórmula: votar. Votar para que esa mezcla de dolor de huevos, ignorancia y analfabetismo intelectual sea, de verdad, una minoría. Votar para que la ristra de imbecilidades e incoherencias de Vox no sea más que eso: un porcentaje residual de crispación y odio hacia nuestra libertad.
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Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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