No reivindicamos los cuidados como trabajos de las mujeres
Hay un feminismo que quiere plantarse radicalmente frente a la explotación que hace el capital de todas las formas de vida y rechaza ser parte de ello
Carolina León 1/05/2019
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Un pequeño bloque en la manifestación madrileña del 8M, entre 350.000 personas, estaba compuesto por una decena de carritos de bebé con sus madres y así marcharon juntas mientras pudieron. ¿Es un gesto antifeminista porque una mujer ha de ser “madre” solo detrás de todo lo demás? ¿O es feminista porque pone en el centro de una movilización multitudinaria lo que habitualmente no se quiere ver, que las mujeres somos las principales proveedoras de cuidados a los más vulnerables? ¿Es antifeminista porque “esencializa” una estampa? ¿O es feminista porque ese gesto hace visible el trabajo que realizan las mujeres en proporción aplastante y siempre invisible en lo privado?
No hay una sola interpretación, pero puede ser útil acudir a las fuentes. Quienes nos han ayudado a enfocar el trabajo doméstico –cuidados, crianza, la inmensa balsa de tareas conocida como “reproducción”– como parte indisoluble de la producción capitalista fueron las feministas italianas de los años 70, especialmente Silvia Federici y toda la literatura que acompañó a la campaña “Salario para el trabajo doméstico”. Desde un contexto económico y político bien diferente, hicieron ver (no solo al feminismo, a toda la izquierda) que “el trabajo reproductivo es un momento de la producción capitalista”, que ocurría debajo del trabajo de producción reconocido por el capital, sin visibilidad, ni remuneración, ni siquiera con la posibilidad de organización política. Ese trabajo no pagado constituía la base de la explotación del obrero en las fábricas (naturalizando el trabajo doméstico en las mujeres) y un pilar para la división de la clase obrera.
Reclamar un salario por el trabajo doméstico fue su manera de intentar socavar los cimientos de esa explotación indirecta. Vinieron a decir que, si la clase obrera se reconocía en el “salario”, también querían que su trabajo contase y fuese pagado. No se puede decir que tuviesen éxito, si entendemos por tal que alguna haya cobrado un salario por “criar trabajadores para la fábrica”, aunque sus olas llegan hasta hoy. Su trabajo nos hizo pensar, entre otras cosas, que el feminismo no puede desarrollarse sobre la misma base que el sistema que nos explota; por ponerlo en pocas palabras: nuestro feminismo no puede naturalizar el usufructo deliberado y gratuito que hace el capitalismo del trabajo de las mujeres en los hogares, ya sean “amas de casa” o “empleadas de hogar” –mal remuneradas–. Esto es extensible, además, a otros recursos no pagados por el capital.
De aquella liberación, estos lodos
Es otro el enfoque que se impuso acerca de la “liberación” de las mujeres en el siglo XX: que esta pasaría por el trabajo salarizado, por su participación en la “empresa”, en la productividad, en la política. La educación, el empleo y nuestra salida al mundo nos harían dejar de depender del salario masculino. Bienvenida la fuerza de trabajo femenina en la maquinaria capitalista: acceso a todo tipo de trabajos (progresiva y parcial ruptura de los “techos de cristal”), ascensos laborales, puestos de responsabilidad, “realización” en lo profesional... Una parte del movimiento feminista se ancla en estas reivindicaciones.
Que las mujeres se sumaran al “trabajo productivo” no es mala noticia en sí misma (y fue cuestión de supervivencia); lo que pudimos radiografiar a partir del trabajo de las feministas marxistas es que mientras que nos incorporamos masivamente al mercado, el trabajo de los hogares no se “comunalizó” ni se compartió ni se reconoció ni se salarizó. Que continuamos haciéndolo bastante solas, aunque también se haya trasladado a otras mujeres (migrantes, pobres). Lo que hemos podido ver (con las sucesivas crisis económicas y la precarización de los empleos) es que las mujeres en Occidente nos quedábamos con una “liberación” estupenda que incluía dobles y triples jornadas, y que el “trabajo de reproducción” sucedía exactamente igual de oculto, pero en hogares donde muchas veces no había un hombre-proveedor. No había nadie más que ellas solucionándolo todo.
Estamos en lucha para ponerle fin a ese trabajo (reproductivo) y el primer paso es ponerle precio
En los cimientos de aquella campaña estaba el siguiente reclamo: “Estamos en lucha para ponerle fin a ese trabajo (reproductivo) y el primer paso es ponerle precio”. Criar, cuidar, producir trabajadores y ahora también trabajadoras. Visto desde hoy, resulta revolucionario y a la par naïf. Si el capital hubiese reconocido con salario el trabajo que reproduce y mantiene la fuerza de trabajo, su “mercancía más preciada”, se habría venido abajo. Podemos admitir que parte de las ayudas sociales de la socialdemocracia fueron un “salario para lo doméstico”, pero el grifo se viene cerrando hace décadas.
Sin embargo, continuamos teniendo hijos, en nuestro país con la tasa más baja de toda Europa, y seguimos cuidándolos en frágil equilibrio con nuestros trabajos remunerados. Todas y cada una de las que hemos criado, acompañado y convertido en buenos ciudadanos a nuestros hijos desde hace cuarenta años somos aliadas-sin-querer de ese capitalismo que expropia nuestras vidas y se lucra con ellas. Y hoy, digámoslo claro, nuestro trabajo entrega a la máquina “trabajadores” que nunca van a poder vivir dignamente de un salario.
Aquellas feministas reclamaban el salario para el trabajo doméstico para destruirlo todo desde dentro. No estamos aquí para menos, pero los tiempos son otros. Cuando mujeres educadas, formadas y feministas hablamos de “reivindicar los cuidados” no lo hacemos desde ningún “esencialismo”. Buscamos darle valor a ese trabajo no sólo en el norte de la crisis económica, sino a lo largo del planeta, donde el neoliberalismo expande sus tentáculos y emprende una nueva “acumulación por desposesión”. Llamarlo “reproducción” en lugar de “cuidados” ayuda a situarse de una forma más clara en el análisis materialista, aunque es muy difícil tratar como “material” el momento en que una de nosotras ve ponerse de pie y caminar solo al bebé, las noches que pasamos en vela, los esfuerzos por acompañar la enfermedad de un familiar con alzheimer, la demencia de un hermano.
Se suponía que la socialdemocracia nos iba a dar recursos públicos para ayudarnos en estas situaciones, pero sólo ha vendido un poco más la riqueza que producimos. Y no podemos dejar de exigir los recursos públicos que el Estado debe proveer para atender las situaciones más vulnerables (no podemos permitir que nos arrebaten la sanidad y la educación públicas), pero la mirada feminista-marxista sobre la usurpación del trabajo no asalariado es posible extenderla mucho más allá de lo que pasa en los hogares.
Se suponía que la socialdemocracia nos iba a dar recursos públicos para ayudarnos en estas situaciones, pero sólo ha vendido un poco más la riqueza que producimos
Hasta donde alcanza esa mirada, permite evidenciar cómo se explotan los recursos naturales, cómo se explota a los seres vivos no humanos, cómo se lucra el capital del trabajo de las empleadas domésticas que apenas cuentan con derechos, así como del trabajo informal. Extendemos la mirada al mismo tiempo que se extiende la ola neoliberal que privatiza todo lo que puede, incluidos los sistemas básicos de protección: es por ello que muchas feministas hablamos de los “cuidados” en el centro del feminismo, en el centro del único movimiento transformador que puede detener esta debacle. No incluir esa mirada, no politizar la vida en sentido amplio, es seguir naturalizando la función de los cuidados en tantas mujeres, especialmente obreras y migrantes, en todas las que cuidan la vida y no tienen acceso a ninguna “liberación”.
No es un alegato para que se “reconozca” el trabajo de las mujeres (“dignificándolo” para que todo quede igual), no es un “reclamo moral” que nos mantenga en ese sitio. Se trata de hablar de lo que mantiene el mundo en marcha, y dar visibilidad al trabajo que efectivamente hacen las mujeres en el mundo para hincar un bisturí en lo más hondo de la desigualdad capitalista. Desde ahí, no entendemos un concepto como “liberación” de las mujeres que se sostenga sobre la explotación de otras, o de cualquier otro más vulnerable o indefenso, o de la riqueza del planeta, de la que viene quedando poca. Hay un feminismo que quiere plantarse radicalmente frente a la explotación que hace el capital de todas las formas de vida y rechaza ser parte de ello. Esto también pasa por politizar todo lo que se entiende por “privado”: los cuidados, la reproducción, la “familia”.
La política es lo que se ve
El movimiento feminista autónomo levanta ampollas y es contestado desde diversos sectores como “político”. Cómo no. La política es, en su concepción más clásica, lo que se ve, lo que se muestra: cada uno de los gestos que se pueda convocar en una manifestación como la del 8M es vital. El “sujeto” que actúa la política, la acción, es ubicuo, diverso, denuncia desigualdades, cuida (y que no nos quiten el baile). Con “carritos delante” o con diversas o con neurodivergentes. No se trata del abúlico “incluir”, sino de contar-con horizontalmente.
Las mujeres con “carritos delante” no reclaman los “cuidados” para sí, aunque sabemos que es un gesto ambiguo (“vosotras sabéis cuidar”, “habéis nacido para ello”, etc.). Se trata de hacerse visible para poder hacerse política. Como hoy por hoy están haciendo las feministas racializadas o las mujeres trans. Lo que no se ve no existe.
Según Federici, se trataba de luchar para rechazar reproducir a otros como fuerza de trabajo, la “mercancía más preciada”. La huelga feminista busca situar un concepto de vida que no esté atado al salario o la productividad y por ello va al corazón de la producción capitalista. No se trata tan solo de mostrarse como “mamás” sino como feministas que no pueden ni quieren dejar atrás a quienes dependen de ellas. Aquellas que cuidamos queremos contar en el espacio público, interrumpir el tiempo de la producción, hacernos visibles, aunque debajo del “cuidado” hay mucho más que crianza.
La huelga feminista busca situar un concepto de vida que no esté atado al salario o la productividad y por ello va al corazón de la producción capitalista
Veámoslo de este modo: en numerosas situaciones de enfermedad, envejecimiento o discapacidades solo están ellas cuidando. Nada que tenga que ver con su condición de mujeres, salvo una muy consolidada construcción del género y una expropiación interesada de fuerza de trabajo cautiva. Ahí la “huelga de cuidados” solo es posible (o solo es visible) con las que dependen de ellas, que pasan a contar en el espacio público. No es un gesto simbólico más: mostrar ese “cuidado” es un terreno de lucha con el que rechazamos ser cifradas como fuerza de trabajo sumisa y callada en una maquinaria que solo nos valora en tanto “esencia”. Si hoy por hoy reclamáramos un salario no sería para tener valor, sino para reventar la noción de “valor” desde dentro.
“Cuidarnos” va de llevar a lo público, a lo político, una idea distinta de qué somos: no solo como personas, sino en relación a todas las cosas. Va de reclamar la radical vulnerabilidad de la que estamos hechos: las mujeres “liberadas”, él que se cree autosuficiente, el bebé que aún no camina y bastantes más de las que nadie quiere hablar. Puede que esto sea colaborar con el sistema, pero algunas creemos que es lo contrario.
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Carolina León es librera y autora de Trincheras permanentes. Intersecciones entre política y cuidados(Pepitas de calabaza).
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