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Algún día se mirará a 2019 para estudiar cómo pudo darse semejante ejercicio de mentalismo en un país entero. Sánchez subió el domingo a la peana de Ferraz para decir: “Todo ha sido producto de su imaginación”, igual que repetía siempre el tétrico Anthony Blake antes de irse a casa con el dinero del espectáculo. La pasta de una gente que pagaba gustosamente por obedecer, por mirar adonde el mago le indicaba para obviar el truco que sucedía delante de sus narices. Pero no es lo mismo pagar una entrada que dar un Gobierno, y Sánchez se dio cuenta muy rápido.
El presi pasó toda la campaña suplicando a Ciudadanos que le cortara el cordón sanitario. Lo hizo mediante el reproche y también con la sangre fría del esposo que no deja que los ataques le calen en el corazón porque confía en que, al final, se impondrá el sentido práctico: los niños, la hipoteca. Lo dijo delante de los millones de espectadores del debate. Bastaba con atender a la literalidad de su regateo a las preguntas de Iglesias: su socio prioritario, pese a todo, no era Unidas Podemos sino Ciudadanos. Pero, por alguna razón indescifrable, en los informativos lo escucharon medio raro y tomaron un “no está en mis planes” remolón como prueba de que Sánchez descartaba a Rivera.
La España progresista (sea eso lo que sea) prefirió restarle importancia a que, en realidad, votar a Sánchez no implicaba sí o sí mover el centro de gravedad del país claramente hacia la izquierda. No es que no les importara, es que había otra prioridad que hizo conveniente no pensar en ello: parar a un fantasma cuyas dimensiones eran desconocidas y que, justo por eso, nos ahogaba.
Ahora sabemos (solo ahora) que Vox no era para tanto, que bastaba con ir a votar antes del vermut.
Se supo ya en la noche electoral, y la gente recuperó el sentido del oído y del recuerdo. Entonces Sánchez subió a la tarima y le gritaron “con Rivera, no”, y se dio cuenta de que el voto que había regresado tras años de viaje ya no era el mismo (“sí se puede, sí se puede”): se marchó con su bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón y volvió con un tatuaje detrás del lóbulo de la oreja y una tobillera de hilo y caracolas.
Aquellos gritos no fueron equivalentes al ambiguo y manejable “no nos falles” de Zapatero, aquellos gritos eran un balizamiento político que aguó el gesto del Renacido y convirtió el momento en la celebración más extraña de la democracia. La gente, su gente, le estaba diciendo a Sánchez que el deseo no era él, sino que él era para el deseo. Algo que debería ser obvio en política y que, sin embargo, pareció dolerle.
Los poderes fácticos, patronos, banqueritos patrios y foráneos, dada la escapada de Rivera, apuestan por un Gobierno en solitario del PSOE; apuestan, en fin, por neutralizar a Podemos. Lo más fascinante de todo esto es que Podemos siga asustando tantísimo a corbatas y charoles. Quiero decir: Podemos, el partido que ha protagonizado las reculadas programáticas más virtuosas de la historia de España...
Así de reaccionaria es nuestra época, el sistema no puede permitirse ni siquiera una cuota mínima de audacia. Un tiempo tan reaccionario que necesita la máscara de la libertad individual para elegir los colorines de la vida; un tiempo que solo permite rebeliones visuales.
Pero hay esperanza. Tal vez lo que ha cambiado en estos años es que el voto ya no es materia inerte: ya no funciona (o ya no tanto) como un billete, o sea, como una porción de voluntad que se mata a sí misma al ejercitarse.
La noche electoral en Ferraz fue un ejemplo. La gente no se dejó ganar por las endorfinas de la victoria: quienes votaron al PSOE no suspendieron su conciencia crítica. Hay que agradecérselo también a Pedro Sánchez, que en su día zarandeó su casa y dijo a sus bases que la protesta era una forma digna de estar en (con) un partido. Será interesante ver cómo soportará lo que engendró.
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Autor >
Esteban Ordóñez
Es periodista. Creador del blog Manjar de hormiga. Colabora en El estado mental y Negratinta, entre otros.
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