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Exhumamos los mejores fragmentos de la larga entrevista que hiciera José Antonio Gabriel y Galán a Rafael Sánchez Feloiso con motivo de la publicación simultánea, en 1986, después de un prolongado silencio, de su novela El testimonio de Yarfoz, de sus ensayos Mientras los dioses no cambien, nada ha cambiado y Campo de Marte, y de su colección de artículos La homilía del ratón. La entrevista será incluida en un volumen todavía en preparación, pero de publicación inminente, que viene editando José Lázaro y que reunirá una amplia selección entrevistas y conversaciones con Ferlosio. El libro lo editará Triacastela en su colección “Biblioteca deliberar”. La entrevista de Gabriel y Galán se publicó en la revista El Urogallo, núm. 8, diciembre de 1986.
El rigor intelectual de Rafael Sánchez Ferlosio, la escrupulosidad de sus procedimientos y la extrema honestidad de sus convicciones le convierten en una rara avis, un ejemplar de especie en trance de extinción. Ni siquiera me he molestado en preguntarle por la fama. Estas historias de éxitos y glorias sin duda le resultan tan ajenas y enojosas como un azote del destino, como una agresión de la que está dispuesto a defenderse con el mayor de los desprecios, es decir, con la indiferencia. Empiezo por preguntarle a qué se debe tu reticencia con respecto a la condición de escritor.
Estamos acostumbrados a que los periodistas pregunten a los escritores: “¿Cuál va a ser su próxima obra?”, y damos por supuesta la congruencia de preguntar por una próxima obra. Damos por supuesto que lo natural es una producción regular, damos por supuesto que es una profesión como otra cualquiera… En los antiguos salones de otoño del Palacio de Cristal del Retiro, que exponían obras de muchos pintores, recuerdo que, más que la generalmente mediocre calidad de los cuadros, lo deprimente era la sensación de que el motivo de la mayoría de ellos era que el pintor se había preguntado “¿y ahora qué coño pinto?”. El pintor se había dicho: mi profesión es la de pintor y por tanto tengo que hacer cuadros. La necesidad de aquellos cuadros se reducía a la necesidad profesional del autor. La sola idea de que una iniciativa literaria mía tuviese por motivo el de ser una mera respuesta a la pregunta “¿y ahora qué coños escribo?”, me ha echado siempre para atrás. Lo extraño, lo sospechoso es que alguien tenga siempre algo que escribir —me he dicho siempre a mí mismo, con la mosca detrás de la oreja—; será que ignoro y no comprendo qué pueda ser eso que llaman “vocación de escritor”; yo, al menos, no la tengo ni la siento; antes bien, lo de considerarme “un profesional” lo siento como una intolerable coacción del público, que incluso aumenta tal vez mi rechazo y mi inhibición para escribir y aún más para publicar.
Háblame de tu época productiva, de la época de El Jarama.
El Jarama, que hoy detesto, fue en notable medida escrito por esta motivación profesional, fue un “producto” profesional y no una obra. La detesto porque es un artificio que no se sabe a qué viene. No tiene ninguna necesidad, más bien era un trabajo. Me preocupaba sobre todo la invención de las frases, el diálogo, cómo se decían las cosas más que lo que se decía. Era un “producto”. Alfanhuí no es un producto; tiene alguna cursilería, pero, vamos… Por eso está bastante peor escrito. La de El Jarama fue, en efecto, mi época “productiva”, con todas las connotaciones peyorativas que merece la expresión. Por eso, después de su publicación sentí el rechazo y la repulsión contra la profesionalidad. Luego me interesé por la gramática y la teoría del lenguaje durante bastantes años, y después por la Historia, por la historia de las catástrofes endémicas y epidémicas de los hombres y los pueblos, lo que últimamente expreso con la frase de que la Historia no es más que la historia de la dominación.
Hay en ti una cierta reticencia con respecto a eso que se llama estilo…
A mí me gusta que me digan no “qué bien escribes”, sino “qué razón tienes”. Soy exigente con la manera de expresarme por razones de contenido, por circunstanciar bien las cosas. La síntesis expresiva es lo que peor se me da. Tiendo a desarrollar el análisis en largas expresiones, lo que en otros se satisface con una síntesis. Me aterroriza la simplicidad (y la ambigüedad) de la síntesis.
¿El intelectual, a tu juicio, es, como se dice, un simple testigo de su tiempo?
No quiero ser simple testigo, sino que quiero influir, terciar, señalar y, si es posible, dilucidar los desastres generales que nos rodean y, en una palabra, cambiar el mundo, cosa que hoy muchos se avergüenzan de decir.
Da la impresión de que, para ti, la actualidad es una obsesión intelectual.
¿Cómo no va a ser una obsesión intelectual la actualidad, teniendo títulos bastantes como para sumir en la desesperación y en la ira permanente a cualquiera que no cierre los ojos?
Tú pareces entre la definición y la indefinición ideológica.
Los necios e intolerables hagiógrafos de Antonio Machado que han llamado a Machado, con expresión que avergüenza repetir, “Antonio Machado, el bueno”, han reparado, como tontos que son, en un verso de su autorretrato (“soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”), sin percatarse de que el verso interesante es justamente el anterior: “Y más que un hombre al uso, que sabe su doctrina”. La indefinición ideológica que uno trata de conservar, no como virtud, sino como vigilia y principio de fecundidad, es lo que no podría estar mejor definida que en esto de tratar de no ser nunca una persona que se sabe su doctrina. El hombre que se sabe su doctrina es éticamente comparable a un prontuario de recetas, que tiene preparadas sus respuestas aún para lo más imprevisible, y cuya motivación no es más que estar prevenido para recuperar, vengan como vengan las cosas, su equilibrio de conciencia. Ahora bien, este simple seguro de vida previo contra cualquier posible desequilibrio de conciencia, es pura y simplemente la omisión del único verdadero objeto ético, que es siempre ajeno a los problemas del sujeto y su equilibrio, o salvación. La situación que demuestra la presencia viva de un sujeto ético no es la de equilibrio, sino, por el contrario, la de perplejidad y desgarramiento. Quien se sabe su doctrina no ha construido ninguna ética, sino que se ha prevenido de antemano contra el asalto de toda situación ética. Este es en el mejor de los casos —que no digo que sea el mío, más que en aspiración— el contenido de la indefinición ideológica.
Segundo dilema: entre la ética y el pragmatismo.
El pragmatismo, según se entiende en este terreno, más vulgar, de la política, no es sólo la cualidad de una actuación singular, sino una doctrina, que viene a decir: “No sólo no debes sentir como pecado la claudicación ante la realidad, ante la testarudez de los hechos, sino que debes sentirte autosatisfecho de ello, como de una virtud. Debes tomar esa obediencia como una actitud positiva, convencida y contenta, amar aquello mismo a lo que te ves obligado a hacer criterio rector de tus acciones. Debes amar como virtud la negación y la represión de toda utopía y orgullosa rebeldía humana contra el principio de realidad, o sea contra la Historia o contra Dios. Estimarlo no sólo como lo virtuoso y lo inteligente sino también como la condición de todo éxito terreno. No debes sentir que con ello te doblegas al más fuerte, negando y humillando tu humanidad, sino que acatas como quien es al Todopoderoso y te alías con él y te ganas su valimiento y protección, asegurándote tu autoafirmación humana”. El pragmatismo manda que la claudicación no sea sentida como una vergonzante elección del mal menor, como un humillado reconocimiento de la fuerza mayor del adversario, sino como la virtuosa, inteligente y hasta grandiosa capacidad de saber subirse en el momento oportuno al carro del vencedor, ya sea Dios, ya sea la Historia, ya sea el Complejo militar-industrial que hoy manda el mundo. El pragmatismo es la doctrina gracias a la cual lo inhumano, lo abyecto y lo rastrero levantan orgullosamente la cabeza y se pavonea como lo virtuoso y racional, condenando como necesidad o como orgullo satánico toda resistencia a la realidad y todo sentimiento de vergüenza y deshonor por soportarla sobre la cerviz. La pervivencia de este sentimiento es lo que distingue una actuación pragmática de una actuación regida por la profesión del pragmatismo como principio de doctrina.
¿Seguimos estando, como en otros tantos asuntos de la vida pública, ante un callejón sin salida?
Quien claudica no sabe bien si es inconscientemente un hipócrita que finge contra toda evidencia tener esperanzas de esa salida, no teniéndolas en realidad, o un prudente que aunque sea muy remotamente confía en que algún día aquella aparezca. El ejemplo de Kutusov, el general que derrotó a Napoleón, es claro al respecto. Kutusov se tomó un infinito trabajo para convencer a sus ejércitos de que se retiraran y se retiraran y se retiraran, no ofreciendo combate al enemigo hasta que las tropas napoleónicas llegaron al Berezina congelados y dijo: “Ahora”. Y precipito contra el hielo y contra los napoleónicos en fuga todo el fuego y el hierro del imperio. La hora de la victoria de los débiles suena siempre de noche y en invierno.
¿Qué es, a tu juicio, el patriotismo?
El patriotismo que considero bueno, respetable, resulta ser, curiosamente, el que no tiene mérito ninguno; el que no puede ser considerado como una virtud ni exaltado como un valor, pues pertenece a la esfera de los sentimientos que están sujetos a la necesidad, al amor de las cosas que se aman, no por su cualidad, sino por mera pertenencia, es decir, no por buenas sino sólo por nuestras. El amor por lo propio no merece desprecio, porque sería injusticia hacia unos vínculos a que todo mortal está sujeto, pero tampoco merece encomio ni alabanza, porque es algo innato e involuntario. Sin embargo, hay un sentimentalismo que parece complacerse en cantar los loores de amores semejantes. Pero yo encuentro totalmente ridículo el hacer, por ejemplo, del amor materno una virtud; lo que podría ser reputado por virtud sería el amor de esa madre, no por sus propios hijos, sino por los ajenos. Que un extremeño ame a Extremadura no sólo no es virtud (pues nada hace de más sobre lo ya prescrito por la mera coordinación de las palabras “extremeño-Extremadura” y contenido en ellas), sino que puede llegar incluso a ser mezquino egocentrismo; lo virtuoso sería, en todo caso, que supiese amar igualmente a Portugal. La distinción temática entre este patriotismo y el que suele exaltarse —o es incluso un engendro expectorado por la propia exaltación—, que debería llamarse más bien nacionalismo, está en que mientras el primero tiende a remitirnos al ámbito sensible de la geografía, el otro se alimenta decididamente de la historia, con toda la fetidez del narcisismo y todos los endriagos del orgullo y de las manías de grandeza. Si en aquel no cabía mérito alguno, este sí que debe de ser, digo yo, la mar de meritorio, pues ya hace falta estómago para poder amar la historia de España, o bien la de cualquier otro país.
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Autor >
José Antonio Gabriel y Galán
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