Cazadores
Luis Goytisolo 19/06/2019
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Contrariamente a lo que se suele creer –tal vez por lo de las tertulias literarias hoy en declive- los escritores no suelen hablar entre sí de lo que están escribiendo: resulta difícil referirse a lo que todavía no existe. Esta es al menos mi experiencia tanto en mi relación con Rafael Sánchez Ferlosio y Carmen Martín Gaite como con cuantos novelistas y poetas he ido tratando a lo largo de los años. En el caso de Rafael, lo nuestro era la caza.
Nos conocimos cuando, junto con Carmen y su hija, la Torci, solían pasar unos cuantos días cada verano en la finca familiar de Torrentbó, en el Maresme, invitados por José Agustín. Por esa época yo andaba metido en la redacción de Las afueras pero ya había ganado el Premio Sésamo de cuentos, y José Agustín les había informado de mi vocación literaria. Pero lo que por aquel entonces más le llamó la atención a Rafael fue sin duda mi puntería, ya que desde que era un crío había practicado con una escopeta de aire comprimido y un bote de Nescafé lanzado al aire. Y cazando pajaritos, claro. Con toda inocencia.
De ahí que en cuanto tuve licencia de armas y una escopeta de caza, José Agustín y él me invitaran a participar en sus batidas. La primera de ellas tuvo lugar en la desembocadura del Ebro, con el pato como objetivo. Sólo que, aquel día, no vimos un solo pato. Lo que había eran fochas, un ave anfibia que no hay quien se la coma. Pero cazamos un montón. Hace poco, precisamente, me tropecé con alguna foto en la que aparecemos los tres ante una alfombra de cuerpos de fochas cuidadosamente alineados.
Pero la cacería importante fue en Coria, Cáceres, donde se encontraba la finca familiar de los Ferlosio. Se trataba, esta vez, de una batida en toda regla de conejos. Por el camino del lugar señalado cacé ya una perdiz y una liebre, lo que me llenó de orgullo. La cacería en sí estaba planeada en lo alto de una loma cubierta de monte bajo. Nos situamos los tres convenientemente alineados y los ojeadores empezaron a levantar un sinfín de conejos. Tantos, que nos obligaban a recargar apresuradamente para seguir disparando y ver de rematar a los ejemplares malheridos que se arrastraban entre las jaras. Antes de acabar me sentí ya horrorizado y, aunque nada dije, mientras nos sacaban la foto ante la vasta alfombra de conejos, decidí no volver a cazar nunca más.
Cuando la entrega a Ferlosio del premio Cervantes, en los momentos previos al almuerzo en el Palacio Real, se me ocurrió contarle aquella decisión y mi estricto cumplimiento a partir de entonces.
Se echó a reír. “Yo duré un par de años más,” me dijo. “Hasta que una mañana, antes de desayunar, salí a dar una vuelta y volví con un conejo. Y la Torci me dijo: ‘Pero papá, ¿qué te ha hecho a ti este conejo?’. Y aquel conejo fue el último”.
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