Experta en almas: sobre Berenice Abbot
Madrid acoge una exposición con casi 200 imágenes de la fotógrafa estadounidense
Marcos Pereda 26/06/2019
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Finales de la década de los veinte. Berenice Abbott (1898-1991) es una joven fotógrafa estadounidense con un par de exposiciones a su espalda. La principal ha tenido lugar en París, 1926. Allí Abbott pudo conocer a Eugène Atget, venerable padre de tantas cosas, y enamorarse de su obra. Incluso lo llegó a retratar poco antes de morir, sendas imágenes de frente y de perfil que proporcionan un estudio psicológico casi insuperable de aquel hombre. Su mirada perspicaz, la convicción en el rostro, el gesto algo cansado de quien ya no es capaz de sostener toda su vida.
En 1928 Abbott adquirirá parte del archivo fotográfico de aquel a quien considera ya su maestro. Unos 1.300 negativos, más de 5.000 impresiones. Tuvo que pedir ayuda a Julien Levy, porque jamás le sobró el dinero a Berenice. Pero mereció la pena. Abbott admira en Atget la inmediatez, esa furiosa pulsión autodidacta, la necesidad de representar la vida con verrugas, imperfecciones. Eugene Atget fue actor, escritor, caricaturista. Más tarde, como no acababa de ganarse la vida con ninguna de esas cosas, empezó a hacer fotos. Para otros, vistas del París más típico que después los ilustradores convertían en pastiches para turistas. Así, igual sin pretenderlo, comenzó a dibujarle rostros a la ciudad del Sena. De sus retratos de París tomará ella inspiración para sus retratos de Nueva York, la gran urbe naciente que busca su Balzac de imágenes. Hibridando, claro, haciendo el amor a la realidad como solo se puede hacer con el toque ineludiblemente autobiográfico de quienes buscan reproducir lo visto a través de lo vivido. Changing New York puede entenderse como primer plano en piezas, como huella de tiempo y lugar. También, claro, como una inmensa representación propia a través de puentes, calles y hormigón…
Lo pueden ustedes disfrutar en Madrid, en la Fundación MAPFRE, una muestra comisariada por la catedrática de Arte Contemporáneo Estrella de Diego. Hasta el 25 de agosto. Allí se exponen casi 200 fotografías de Berenice Abbott, incluyendo la representación de su Aristóteles fatigado (además de once imágenes realizadas por Atget que la propia Abbott reveló) y el pulso vivo, cambiante, de esa Gran Manzana que ya no existe más que en las novelas malas (y en un puñado de las otras, claro).
Un cambio que contempló Berenice Abbott en primera persona. Cuando salió de su Springfield natal (el de Ohio, no el de The Simpsons) solo llevaba veinte dólares en el bolsillo y muchas ganas de ver mundo. Así que hizo un poco de todo para poder cenar cada noche. Desde actividades de lo más decentes, como modelo, a otras ligeramente extravagantes (cobrador del frac) o directamente lumpen (periodista). Así iba tirando, mientras estudiaba escultura y frecuentaba la nueva sociedad del Village, ese espacio de explosión cultural en un Nueva York que empezaba a abrazar, al principio algo clandestinamente, sus raíces multiculturales. El jazz, los clubes nocturnos, las vanguardias artísticas. Era su mundo, hasta que decidió viajar a París. Allí conoce a Man Ray, a Atget, a los grandes talentos que pululan, casi como personajes de una miniserie sin secundarios, por las calles de la ciudad que sonríe entre dos guerras mundiales. Y moldea su visión. Libre, genuina, única. Toma referentes, los asimila, los cuestiona, los pule y modifica. Hace suyo el mirar ajeno, hasta conseguir crear uno propio, reconocible. Particular.
Una visión que es, además, profundamente constructivista en el sentido más filosófico del término. O, dicho de otra forma, Abbott no se limita a reproducir la realidad en sus imágenes, sino que la esculpe, la retuerce, la hace suya. Nada es como era después de ser captado por su Leica. Y así los espacios se consumen en perspectivas surrealistas, esas que harían las delicias de Man Ray (con quien trabajó al principio de su carrera) y que la revelan como una mirada profundamente moderna, sin ataduras, libre. También se puede decir, por otra parte, de sus retratos. Los que hace a seres humanos, decimos. Fundamentalmente mujeres, por añadir. Pero olviden los clichés, las ideas preconcebidas, el tópico fácil. Abbott pasea por los ambientes más vanguardistas, por la sociedad más cool, también por esos barrios en continuo estado de cambio cuyo pulso vivo parece siempre a punto de quebrarse. Y es allí, en unos y otros, donde recoge a sus modelos. Fundamentalmente famosos los que ocupan toda nuestra atención. Peggy Guggenheim, Djuna Barnes, Marthe Bibesco, la icónica imagen de Janet Flanner con sombrero de copa y dos antifaces de diferentes colores. Tautología de la misma ambigüedad. Mujeres fuertes, con estética y filosofía bien distintas a lo que unos bienpensantes denominarían “normalidad”. También están ellos, ¿eh? Joyce, por ejemplo, con su parche de pirata enfadado y las letras saliéndose por entre los dedos, mouth to her mouth´s kiss. Y los otros. Los hojalateros ambulantes, los vendedores de periódicos, los neoyorquinos que pasean tranquilamente por el puente de Manhattan sin saber que están siendo retratados para el siempre. Vagabundos, pilluelos. Tiempo que se va escapando al ritmo en que crecen los rascacielos. Uno al día, pareciera al ver las imágenes…
El paso del siglo XIX al siglo XX en Atget. El surgimiento de una Nueva Amsterdam desbordada. Y la Ciencia, el símbolo absoluto de modernidad, el icono perfecto para presentar las más irreales imágenes, que son aquellas que reproducen fielmente la realidad. Coincidió Abbott con los surrealistas, de nuevo, en su interés por los avances científicos. Y de nuevo transgredió a la visión reduccionista (por expansiva) que tenían ellos. Así, si Dalí intentaba explicar aspectos de la física teórica en sus pinturas mediante metáforas más o menos elaboradas (depende del día, tampoco nos pasemos), Abbott da un paso más. Acude al famoso MIT (el Massachussetts Institute of Technology) y se ofrece para sacar fotografías de los experimentos. Reproducir, una vez más, el mundo real. Ese que resulta más fascinante, aún, que cualquier perversión de laberinto intelectual (siempre un poco narcisista, claro). Abbott dibuja paisajes del Planeta Arrakis en los primeros planos del moho, quiebra la retina con fugaces pompas de jabón o juega a mostrar la hermosa simetría que esconde un simple reloj de bolsillo, la delicada belleza de una máquina en un momento, la segunda posguerra, en el cual todas las máquinas parecían feos engendros de muerte. Y consigue sus objetivos, de nuevo.
Estaba acostumbrada a transgredir desde su misma personalidad. Desde su ruptura de los convencionalismos, su visión de la libertad. “No soy una chica decente”, dijo una vez, “soy fotógrafa”. El autorretrato distorsionado que recoge la muestra es ejemplo perfecto. El pelo corto, los ojos glaucos, facciones modificadas, distorsionadas a su puro gusto. Allá donde exista una realidad existirá, igualmente, la posibilidad de cambiarla con la misma experiencia artística, con la propia individualidad.
Con el clic metálico de una cámara.
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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