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Digámoslo claro desde un primer momento: la construcción de las reglas fiscales europeas, las fuertes limitaciones al uso de las políticas presupuestarias y el intervencionismo extremo de Bruselas en las decisiones fiscales de los gobiernos y parlamentos nacionales no se derivan de una teoría económica sólida e incontrovertida. La seguridad con que se exige el cumplimiento de toda la maraña de requisitos que limitan lo que los gobiernos pueden o no hacer, so pena de someter supuestamente a las economías europeas a graves catástrofes, reflejan en buena medida posiciones políticas con un fuerte contenido ideológico, y prejuicios en contra de la intervención pública. Los límites impuestos a la deuda y al déficit (60% y 3% del PIB) son completamente arbitrarios, como lo es la exigencia a todos los países de ritmos preestablecidos de reducción del déficit estructural, que ni siquiera puede medirse sin grandes dosis de incertidumbre.
La experiencia de estos años nos enseña que mantenerse dentro de este marco no asegura que los resultados económicos mejoren (al contrario, las políticas de austeridad aplicadas en mitad de la recesión sobre la base de estas ideas no hicieron más que empeorar la situación, como el propio Draghi acaba de reconocer). Y tampoco es cierto que salirse de él sea equivalente a poner en peligro la sostenibilidad de las finanzas públicas.
Muchos economistas heterodoxos llevamos tiempo afirmando esto –con un “éxito relativo” para lograr cambios reales, seamos sinceros– aunque recientemente hay cada vez más economistas mainstreams que empiezan a reclamar también un papel más activo de la política presupuestaria, incluso desbordando el actual marco fiscal. Como seguramente acabarán resultando más convincentes –son “personas serias”– conviene estar atentos a lo que dicen y, si es posible, aprovecharlo para lograr un mayor consenso político en torno a este objetivo de “resucitar” la política fiscal.
Aunque hay otros ejemplos, el caso que más atención ha recibido es el de O. Blanchard, el antiguo economista jefe del FMI que inició en su momento la revisión de los multiplicadores fiscales, reconociendo que la institución había infravalorado los efectos restrictivos de las políticas de austeridad que había estado recomendando. El pasado mes de enero pronunció el discurso presidencial en la reunión anual de la American Economic Association, señalando que los costes fiscales y sociales de la deuda pública son, en un contexto de tipos de interés bajos como el actual, mucho menores de lo que se suele afirmar, y que por tanto la reducción de los niveles actuales de deuda es menos urgente que el impulso de determinadas inversiones que ahora pueden resultar cruciales (se puede acceder a un resumen aquí).
Recientemente Blanchard ha insistido en esta idea (aquí y aquí) y ha pedido de forma explícita un cambio en el marco fiscal europeo que permita poner en marcha los estímulos fiscales que necesitan nuestras economías. Y no le falta razón.
Para empezar, las previsiones de crecimiento para la zona euro son limitadas y la inflación se encuentra lejos del objetivo del 2% y con riesgos a la baja: todo indica que se necesitan medidas de estímulo de la demanda. Mario Draghi ha anunciado que está dispuesto a poner en marcha nuevas medidas excepcionales de política monetaria si la situación no mejora, incluidos tipos de interés negativos. Pero sin el apoyo de la política fiscal es difícil que esto tenga un impacto suficiente en la economía.
Los límites impuestos a la deuda y al déficit (60% y 3% del PIB) son completamente arbitrarios, como lo es la exigencia a todos los países de ritmos preestablecidos de reducción del déficit estructural
Además, como decíamos, si el contexto de bajos tipos de interés dificulta la puesta en marcha de nuevos estímulos monetarios, rema claramente a favor del uso de los estímulos fiscales, especialmente cuando se prevé que esta situación se mantenga durante un tiempo suficiente. Según el propio Blanchard, la probabilidad atribuida por el propio mercado a que el Euribor supere el 1% en los próximos tres años es inferior al 0,3%. En este contexto, hay muchas inversiones que son socialmente rentables y que ayudarán a que la economía europea deje de dilapidar recursos en forma de desempleo, sin que la deuda pública tenga que suponer un riesgo a la sostenibilidad de las finanzas públicas ni un coste excesivo.
Para que este uso completamente sensato de la política fiscal sea posible, se necesita modificar sustancialmente las actuales reglas europeas que, recordémoslo, son únicamente el resultado de un acuerdo político, no una verdad revelada. Por tanto, basta voluntad política para hacer lo que el propio Blanchard propone: 1) aumentar el actual límite de deuda y flexibilizar el requisito de que los miembros que lo superen se ajusten a él a una determinada velocidad; 2) dar más libertad a los países para estimular la demanda por medio de la política fiscal, aunque se supere el límite del 3%; 3) que la Comisión deje de supervisar de forma tan exhaustiva las políticas presupuestarias nacionales, limitándose a informar sobre la situación económica de cada país y la evolución probable de su ratio de deuda; 4) proteger especialmente la inversión pública, que ha sido uno de los componentes del gasto más damnificado por la política de recortes, mediante la instauración de lo que se conoce como “regla de oro” (no computar la inversión pública en los límites establecidos para el déficit total).
Esto último conecta la defensa de la política fiscal que hace Blanchard atendiendo a la necesidad de estimular la economía con otra razón no menos importante: poner en marcha un ambicioso plan de inversiones verdes que atiendan a la emergencia climática, a la vez que impulsan la transformación de la economía. Simon Wren-Lewis y Paul de Grauwe son otros dos ejemplos de economistas que, desde el mainstream, están defendiendo la conveniencia de utilizar la deuda pública para financiar estas inversiones. Pero De Grauwe señala también las limitaciones del marco fiscal europeo para que esto sea posible: “Desafortunadamente, las autoridades europeas ponen palos en las ruedas. Las reglas fiscales impiden que el coste de la inversión pública se distribuya a lo largo del tiempo. La regla de que el presupuesto deba estar en equilibrio (estructural) hace imposible que se financie con bonos. (…) La solución al problema es muy sencilla y se llama “regla de oro”. (…) Lo único que lo impide es el dogma de que la deuda pública siempre es mala. (…) Tenemos que desprendernos de este dogma para hacer posible invertir en proyectos que evitarán que el cambio climático destruya el planeta”.
¿Y la situación de España, cómo encaja en este discurso?
En nuestra opinión, estas dos mismas razones justifican que, una vez fuera del Procedimiento de Déficit Excesivo, nuestras autoridades abandonen también la obsesión por la reducción del déficit a toda costa y concentren la política fiscal en contribuir a los verdaderos objetivos de la economía española.
Todas las previsiones apuntan a que la tasa de crecimiento de la economía española va a disminuir, lo que dificultará la reducción del paro que aún tenemos pendiente
El primero ha de ser la creación de (buen) empleo. Todas las previsiones apuntan a que la tasa de crecimiento de la economía española va a disminuir, lo que dificultará la reducción del paro que aún tenemos pendiente. Según el Banco de España, de un crecimiento medio del 3,1% en 2015-2018 hasta otro del 1,9% en 2019-2021. La Comisión Europea o el propio Banco de España están diciendo que en realidad esto no es más que el “aterrizaje” suave de la economía española hacia su tasa de crecimiento de equilibrio, y que incluso estaríamos por encima del PIB potencial en 2019 (es decir, que el “output gap” es positivo, a pesar de que la tasa de paro se mantiene todavía en el 14%). Sin embargo, este es un concepto no observable, cuya medición está sujeta a una gran incertidumbre, y otros indicadores, como una tasa de inflación muy reducida (en torno al 1%) que no da señales de aceleración, parecen indicar más bien que España tiene problemas de falta de demanda que la política fiscal podría aliviar, asegurando la creación de empleo. Esta es también la opinión de los economistas que han iniciado una campaña contra los “output gap absurdos” calculados por los organismos internacionales y que ponen precisamente a España como ejemplo de una estimación inverosímil de su posición cíclica. En su opinión, España tiene claramente margen para crecer sin generar desequilibrios macroeconómicos. Lo compartimos.
Además, y retomando la segunda razón que mencionábamos antes para flexibilizar sustancialmente las reglas fiscales, estas medidas de estímulo fiscal deberían concentrarse preferentemente en las “inversiones para el futuro” que España tiene pendiente: la emergencia climática, el desarrollo de una movilidad sostenible, la digitalización o los servicios de cuidados, por ejemplo. De esta forma, no solo se contribuiría a crear buenos empleos, sino que se estaría contribuyendo a la transformación del sistema productivo en una dirección que las “reformas estructurales” no han podido impulsar.
Es sabido que España tiene un “déficit de ingresos públicos” respecto a sus socios europeos que debería corregir con medidas que aumenten también la progresividad fiscal. Pero estos ingresos deberían destinarse a financiar estas políticas, y no a reducir el déficit. Este se va a situar probablemente en torno a valores próximos al 2%, que es una cifra que no amenaza la sostenibilidad de las finanzas públicas y que es compatible con una reducción progresiva de la ratio deuda/PIB. Los tipos de interés se van a mantener bajos por algún tiempo, por lo que el coste de la deuda y el riesgo asociada a ella es bajo. Como dice Blanchard, la urgencia de reducirla rápidamente es mucho menos acuciante que los dos objetivos cuya consecución justifica, como vemos, “la resurrección de la política fiscal”. Empezando por España.
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Jorge Uxó es profesor en la Universidad de Castilla–La Mancha y miembro de La Paradoja de Kaldor.
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Jorge Uxó (La paradoja de Kaldor)
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