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La política es la aspiración de una parte a representar el todo. Esa parte siempre será parte por más respaldo popular que consiga, y ese todo siempre será incompleto y, por tanto, necesariamente acotado en el tiempo. Pero para conquistar el poder (más bien el lugar simbólico de su representación institucional) debes procurar convertirte en representación momentánea de un cierto todo. Las leyes, medidas, sentidos comunes que consigas movilizar serán tanto más firmes cuanto menos aparezcan como resultado de una parte y más como el gobierno y el deseo de una voluntad general: esa parte que durante un tiempo se vuelve todos y todas.
Empiezo por aquí este texto sobre la investidura, su negociación, los gestos de altura o bajura de Estado y demás gaitas recientes porque, lo digo desde el principio para no andarme con rodeos, me está produciendo una profunda desazón descubrirme tan ajeno al sentir entusiasta y mayoritario de buena parte de la izquierda, al menos tal y como se expresa estos días en medios y redes. No, no consigo ver grandeza heroica ni generosidad histórica en nada de lo que está sucediendo. Y por más que sea incapaz de compartir la estrategia del PSOE --si la hubiere--, por más absurdo que me parezca vetar a líderes con los que negocias y pensar que eso te dota de alguna fortaleza, por más incomprensible que me parezca, en fin, lo que está haciendo el PSOE, no consigo compartir, tampoco, la estrategia y supuesta grandeza de la negociación de Podemos. ¿Por qué?
Por varias razones, pero valga el arranque de este texto para sintetizarlas en una: porque no concibe la política como el gesto de una parte que busca, aspira, codicia representar al todo, sino, mucho me temo, justamente al revés, como parte que en la negociación y acción políticas se reafirma como parte y se aleja así de toda posibilidad de representar al todo. Como esa parte que no aspira a convertirse en sentido común compartido, en expresión y al cabo representación de mayorías sociales, en portavoz de una novedad social que aún es parte pero busca ampliarse hasta ser el orden general de lo que viene. Esa parte que renuncia, en definitiva, a articular alguna forma de deseo y voluntad ampliamente compartida o general.
Una renuncia que expresa, así, la pulsión de afianzarse como parte con poder, como identidad dura que, sin embargo, no será, ni parece querer ser nunca, expresión de algo más amplio que ella misma. Una identidad que se quiere fuerte, que busca decir la verdad (es decir, que confunde su verdad con la construcción de un sentido común compartido, de todos, general), que demanda y lucha (con dignidad indiscutible) por mejoras más o menos puntuales, más o menos sustantivas (sin duda necesarias y más que bienvenidas), pero que se piensa y siente siempre como oposición, esto es, como la parte contra un todo que nunca va a ser ni quiere aspirar a representar.
Y digo esto porque mucho me temo que las decisiones tácticas tomadas en el proceso de negociación confirman este pathos de parte que, por otro lado, no hace sino afianzar una tendencia clara en Unidas Podemos: un anhelo de subalternidad que, y esto es lo dramático, le sienta extraordinariamente bien al régimen del 78. El anhelo de ocupar el lugar del antagonista (la parte) de un orden (el todo), del que siempre estará al margen o en el margen… ¡incluso cuando esa parte tenga ministros/as en un precario todo que se atisba como futuro gobierno de la nación!
Digo esto porque lejos de encarar el proceso de negociación buscando la forma de acrecentar el espacio socio electoral de UP, lejos, en definitiva, de entender el actual ciclo político como oportunidad para ampliar la parte que eres en vistas a convertirla en algo parecido a un futuro todo, la negociación ha mostrado la vocación inequívoca de UP de ser eternamente parte. No se pone el programa de gobierno por encima de toda otra consideración, ni se abandera una reforma integral del orden político como máxima prioridad. No se utiliza el enorme poder de negociación que ha demostrado tener UP para representar y marcar a fuego una imagen suficiente del futuro orden institucional, social, territorial y económico que quieres para este país. No se trabaja, en suma, para representar y ser prólogo ahora de lo que vendrá, marcando así el rumbo al resto de partidos y actores políticos y obligándoles a posicionarse en torno a la agenda de transformación que encarnas, sino que se ha negociado --duramente sin duda, con enorme inteligencia táctica, también-- para ocupar una parte y ser una parte: antes ministros y ministras que hojas de ruta y horizontes de transformación social, antes una parte del poder que la aspiración a marcar el rumbo del poder todo, antes cargos de representación que ser representación del futuro de todos y todas. Luego, estos próximos días, a partir de este lunes que arranca el debate de investidura, conoceremos medidas y programas, pero ya será tarde, porque siempre fue antes la parte, tu parte, que el todo, el de todos y todas.
Y si no aspiras a representar los intereses (que siempre implica construirlos, nombrarlos para darles carta de naturaleza, articularlos en cualquier caso) generales de la ciudadanía, si no buscas hablarle a un conjunto heterogéneo y mayoritario de grupos sociales, si no pretendes ampliar e incluso multiplicar tu base social y electoral en vistas a ser más y ser mayoritario, entonces acabas hablándole a los tuyos, situando en el gobierno a los tuyos y pensando para y desde los tuyos. Esta opción es, claro, legítima además de eficaz, y permitirá transformaciones sociales importantes y necesarias (que se pueden conseguir sin gobierno de coalición ni ministros, o con otras formas de relación con el PSOE y con el gobierno, por cierto y dicho sea de paso). Generará, sí, un gobierno progresista tensionado hacia su izquierda inédito en la España postfranquista y, qué duda cabe, será bienvenido. Pero mucho me temo que esta opción, lejos de permitir la ampliación del espacio socio electoral de Podemos y, con él, del ciclo del cambio político iniciado en 2014, marcará un límite natural a su crecimiento (decrecimiento desde hace ya varios años), al tiempo que confirmará y encapsulará las posiciones del conjunto de los actores del sistema político español (es decir, hará cada vez más difícil la ampliación de las posiciones del cambio político porque blindará las del resto), y llevará a la izquierda transformadora al lugar que siempre le destinó el régimen del 78: el otro del orden, el antagonista que legitima el conjunto del sistema político. La parte que se pone enfrente de todos (afirmando su carácter de parte) y renuncia, desde el principio, a conquistar ese todo o voluntad general.
Este lugar subalterno del régimen del 78 que ha ocupado tradicionalmente Izquierda Unida y ocupa ahora Unidas Podemos, ¿cambia por el hecho de tener ministerios en un gobierno de coalición? Mucho me temo que, en lo sustantivo, no, pues reintroduce en el interior del gobierno la posición de subalternidad que ese espacio tenía en el interior del sistema político. Una interinidad de la subalternidad que llevará a una cierta guerra de guerrillas en el ejecutivo (con riesgo evidente de desgaste de las dos partes antes que de crecimiento conjunto de sus respectivas bases sociales y electorales) y que, sin duda, permitirá implementar medidas programáticas ambiciosas que aplaudiremos y apoyaremos, pero que no afectará al reparto general de posiciones ni a la naturaleza misma del régimen político.
Y esto, entre otras cosas, porque en el gobierno no entran ministros y ministras de la sociedad civil, no entra esa parte de la sociedad que acarició representar al todo (de forma sin duda desarticulada) que fue el 15M y el ciclo político que inaugura; no entra, pues, esa heterogénea sociedad que irrumpía con capacidad de autogobierno y se mostraba mucho más avanzada que sus representantes políticos (“no nos representan”, recuerden). No, en los ministerios entrará, mucho me temo, la dirección de una organización política que sustituye así, en lugar de representarlo y acompañarlo, a ese sujeto político amorfo pero con vocación mayoritaria que fue la sociedad civil española en el ciclo político del 15M. Y no, esto no va de que estén mejor o peor formados esos ministros y ministras de Unidas Podemos, va de que son aparato político y no sociedad civil, va de que representan la parte y no la vocación general de ese todo posible, y ahora clausurado, que fue el ciclo del cambio político.
La grandeza de Pablo Iglesias, apartarse para dar lugar a otros y otras, mucho me temo que fue siempre el núcleo duro de su estrategia negociadora: no tanto armar una mayoría social, o aspirar a construir un sujeto político que acompañe y sostenga el conjunto de las transformaciones pendientes y necesarias, no poner encima de la mesa medidas de sentido común (siempre más allá de la corta o nula ambición del PSOE) sobre el orden social, político, económico, territorial, ecológico, feminista… de este país, no tanto aglutinar en torno a esas medidas una mayoría popular que tensione hacia ti electorados y bases sociales hasta el momento ajenas… No, todo indica que la estrategia ha consistido más bien en afianzar el poder de un partido, incluso de una parte del partido, utilizando el previsible, torpe y ridículo veto del PSOE a una sola persona. Quitarse uno para poner y dar poder, ministerios y recursos a la dirección del partido no es un gesto heroico, es un movimiento de gran inteligencia táctica para mantener el poder de la parte… sin aspirar a la construcción de una voluntad general futura.
Y, sin embargo, sin esa construcción o articulación de una mayoría social que sostenga al futuro gobierno de coalición progresista --el primero después de la Segunda República, que se dice pronto--, lo que hoy parece a todas luces una oportunidad histórica prácticamente inédita en Europa, capaz de dibujar una alternativa al horizonte neoliberal en sus vertientes progresista, conservadora o reaccionaria, puede quedar ahogado por la incapacidad de salir de la pugna entre las partes y, de esta forma, unir al adversario (una derecha radical hoy fragmentada pero siempre capaz de unidad estratégica) antes que a sí mismo. Lo que está en juego es inmenso y confío estar lo suficientemente equivocado como para recobrar el optimismo. Mientras, no me queda otra que dar salida a la desazón con la que abría este texto. Veremos.
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Jorge Lago es sociólogo y editor.
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Jorge Lago
Editor y miembro de Más Madrid.
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