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No me picó una araña radioactiva, ni me inyectaron un suero experimental del ejército, ni me sometí a los rayos gamma, pero desarrollé superpoderes. Durante un tiempo, al final de aquel verano, era invencible. Lo vio todo el mundo, lo vieron mis amigos, “no sé qué te da la rubia”, me decían y yo que qué pesados, que qué tendrá que ver.
Empecé a sacar tiempo de donde no lo había. Dibujaba muchísimo, no sólo por afán de mejora, sino porque las imágenes se apelotonaban en mi cabeza como los pasajeros de la línea 4 en hora punta. Me presenté a varios concursos, sin grandes esperanzas pero con ganas de probarme. Busqué másteres en Google, incluso másteres en el extranjero. Hablé con excompañeros de la facultad. Pensaba cada vez más en serio en la opción de dejar el bar. Aún no había tomado la decisión, pero lo que hacía apenas dos meses era inconcebible, me parecía cada vez más lógico. Estaba quemada. Buscaría otro trabajo más relajado, de fin de semana, o de menos horas, en otro sitio, con otra gente, mientras probaba suerte de lo mío. Tenía experiencia, no sería complicado.
La niña y yo nos veíamos cada vez más. Conocía a mis compañeros de piso, y yo a sus padres, aunque me daba bastante corte estar con ellos. Salíamos de fiesta juntas y hubo días que la liamos muchísimo. Madrid estaba de nuestra parte. Fuimos princesas de Chueca, reinas de Lavapiés.
Esa noche, Denise me había dicho que se pasaría por mi bar. Pero antes que ella, llegó el gilipollas del sobrino de mi jefe, el facha, con dos amigos. Maldita mi suerte. Lo primero que hizo fue preguntar por él.
– Ha ido a darse una vuelta, hay poco que hacer aquí hoy –respondí–: ¿Os pongo algo?
Pidieron unas copas. Uno de los amigos me pasó el escáner descaradamente. Luego empezaron a hablar de sus putas mierdas. El amigo de la mirada láser quiso hacerme partícipe de la conversación. En circunstancias normales, me las habría apañado para vacilar de forma más o menos amable, pero desde que tenía superpoderes no pensaba pasarles ni una. La verdad es que no le dieron demasiada importancia.
– ¿Qué te pasa, Paula? Estás muy sosa hoy, necesitas animarte –me dijo el sobrino de mi jefe–. Tómate una con nosotros, va.
– Estoy trabajando –respondí.
– Joder, esta tiene la regla...
Puse los ojos en blanco. No me podía creer que fueran tan niñatos. Mientras esto sucedía, entró al bar una pareja, dos chicos, creo que eran italianos. Debían estar de vacaciones, porque era la época y se les veía muy felices. Se sacaron fotos con un póster de la pared, bien bonicos ellos. Como era de esperar, mis “amigos” les miraron con cara de asco. A continuación empezaron una profunda disertación sobre la decadencia de los valores de Occidente y la consiguiente invasión islámica que, como comprenderéis, no voy a reproducir aquí.
– Si tan incómodos estáis, creo que deberíais iros –comenté. Y a continuación les señalé el importe de sus consumiciones.
El comentario les sentó como una patada en los cojones, especialmente al Jaime, el sobrino de mi jefe, que dijo que él se iría cuando le saliera de los ídem, y que quién me había creído yo que era, que no tenía ningún derecho a echar a nadie y que esto era una democracia y tenía que respetar todas las opiniones, aunque me jodiera, todo ello salpicado de insultos. El Raúl se acercó al ver que había tensión y me dijo que me calmara, que ya sabía cómo era el Jaime, me susurró que era el sobrino del jefe, que lo dejara estar.
– Por mí como si es el rey de España, en este bar hay que tener respeto –contesté.
Y el Raúl, con todos sus santos cojones me respondió:
– Paula, va, no seas cría…
Entonces me calenté:
– Ah, ¿que ser cría es llamarle la atención a un puto homófobo y machista de mierda que nos la lía cada vez que viene? Raúl, joder, de verdad…
A partir de ahí, todo sucedió muy rápido. Recuerdo que estaba sonando Duncan Dhu. “Hoy podrás beber y lamentar…” El Jaime se rebotó y me miró con hielo en los ojos, se encaramó a la barra y me dijo:
– Pero tú de qué coño vas, niñata de mierda...
“... que ya no volverán sus alas a volar…” Yo tenía bien agarrado el cuello de una botella de tercio por debajo de la barra, con la firme intención de rompérselo en la cara, cuando una voz surgida de la nada dijo:
– Ostia, Jaime, ¿eres tú?
“Cien gaviotas, ¿dónde irán?” El oportuno espontáneo le había puesto una mano en el hombro a mi querido amigo, que se giró desconcertado y rabioso, pero le cambió la cara mientras decía:
– No jodas, ¡cuánto tiempo!
– Ya ves, igual hace años, eh…
Ambos entablaron una conversación cordial y el tema de agredirme físicamente quedó suspendido, por el momento. Yo le habría metido el botellazo igualmente, si no fuera porque reconocí al recién llegado y a su loca acompañante. Solté la botella, lo dejé en su sitio y, mientras los dos idiotas hablaban, agarré a la chica del brazo y le dije:
– Denise, ¿qué cojones...?
– ¿Qué pasa, tía? ¿Te molesta que haya venido mi hermano? –preguntó– Estábamos en un evento con amigos por aquí cerca y dijo que le apetecía hablar contigo. De buenas, ¿eh? Le caes bien, no está cabreado.
No me lo podía creer. Me aseguré de que la situación estaba tranquila y de que el Jaime y sus amigos estaban distraídos hablando con el Hermes y dije:
– Mira, voy a salir un momento a fumar, acompáñame y lo hablamos.
Avisé al Raúl de que salía y le dije que más le valía que no pasase nada raro. Insistí en ello con muy mala hostia. Le di un beso a la niña y salí de la mano con ella. Me encendí el piti, le ofrecí uno a Denise, que lo rechazó y le dije:
– Explícame lo que acaba de pasar porque estoy flipando.
– ¿El qué?
– ¿Cómo que el qué? ¿No te has dado cuenta…? –suspiré–. Bueno, da igual, ¿de qué conocéis al Jaime?
– Ah, bueno, ese chico coincidió en el colegio con mi hermano un par de años. No eran amigos ni nada… pero eso, ahí se conocían todos. Ahora está en una consultora, ¿no?
Forcé una risilla cínica. Mandaba cojones. Yo podía ser Spider-Man, pero Denise era el puto Tony Stark. Abrió la boca para decir algo más, así que le advertí:
– Es un facha de la hostia. Y hoy no me ha pegado de milagro. Como digas que en realidad es muy buena persona, te reviento.
La niña no supo qué cara poner, lo cual me resultó muy cuqui.
– No, no, tranqui, no pensaba decir eso. Nunca me ha caído especialmente bien. Y a mi hermano tampoco, en realidad –respondió, y tras una breve reflexión añadió– Pero tú reviéntame. Seguro que me lo merezco...
Eché el humo dramáticamente, la miré y torcí la sonrisa:
– Joder, ya te digo...
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El siguiente capítulo de esta novela aparecerá el 21 de agosto.
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Autor >
Elena de Sus
Es periodista, de Huesca, y forma parte de la redacción de CTXT.
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