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“Sois la sal de la tierra” dijo Jesús a sus apóstoles. Nos pagan a algunos “un salario”, nos gustan las anchoas, el bacalao, la mojama y toda la mar salada que vemos en unos ojos que brillan enamorados o que lloran de felicidad. Es verdad, hoy la sal está en la lista de sustancias prohibidas, casi al lado de la heroína, el azúcar refinado y los polvos de la madre celestina, pero no hace tanto, apenas unos pocos miles de años, la sal impulsaba caravanas de camellos bactrianos por la Ruta de la Seda, motivaba guerras y regicidios, propiciaba revueltas campesinas rabiosas e inspiraba a Sherezade las mejores historias. En esos tiempos en los que no había neveras ni camiones para transportar en un suspiro los alimentos de acá para allá, hacer salazón de las cosas de comer era la mejor forma de conservarlas. Se salaba la carne, el pescado, las hortalizas, ¡pero también el vino y la cerveza! Ser propietario de una mina de sal o de una salina era un negocio seguro, el petróleo de entonces. Hoy un kilo de “sal de mesa” vale menos de un euro y se ha convertido en el adulterante legal más usado en el mundo para que nos sepan ricos los snack, las hamburguesas, las pizzas precocinadas y todas las guarrerías industriales que nos acechan por los supermercados aunque en otro tiempo era un bien escaso e imprescindible para vivir.
Pero no prestabas demasiada atención a mi monólogo salado. Se acercaba el tiempo de las vacaciones. Repetiste la pregunta ¿Dónde nos vamos este agosto? Te lo estoy diciendo, ¡a por sal! exclamé entusiasmado ¡Comenzaremos la ruta en un pueblo de Burgos que se llama nada menos que Poza de la Sal y que sólo tiene cuatrocientos habitantes! Estábamos en los años noventa, la ruta del Bacalao funcionaba a toda pastilla y no precisamente de cloruro sódico. No estaba de moda el turismo rural de secano ni importaba a nadie la España vacía. Mi propuesta antropológica de comenzar las vacaciones en el secarral castellano del Cid podía sonar a “sangre sudor y lágrimas” pero entonces el amor lo podía casi todo. Fíjate en lo que decía por entonces Isidoro de Sevilla “no hay nada más necesario que la sal y el sol” no te lo creerás pero la sal es indispensable para la vida, sin esos seis u ocho gramitos de sal diaria lo pasaríamos mal. Claro que tu sabías que consumíamos 15, 20 y más gramos sin enterarnos en toda la comida basura que ya por entonces nos zampábamos, que los bares, tascas, cantinas y restaurantes de la patria gustaban de sazonar en exceso la comida para propiciar el bebercio, que los países desarrollados éramos adictos a la sal y a sus consecuencias en forma de hipertensión, nefritis, arterioesclerosis u obesidad, pero no me dijiste nada. ¡Además en Poza de la Sal nació Félix Rodríguez de la Fuente! Repuse como débil argumento final.
Las salinas romanas del pueblo burgalés hacía mucho tiempo que no se explotaban. Allí hubo un mar que se secó y enterró aunque luego, millones de años después, la geología hizo aflorar aquella gigantesca costra de sal. Los romanos hacía pasar agua por debajo de la tierra gracias a una red de túneles, canales y acueductos. Esa salmuera era luego puesta a secar como se hace en las salinas de la costa. La sal era tan importante que hasta Felipe II decretó su monopolio. No tenía suficiente con el joyerío de América para sus guerras de meapilas y su palacio de invierno. Pero tú allí no veías más que una fea montañita medio pelada en mitad de la tundra burgalesa. Para amenizar tu desolación me saqué de la manga a Buñuel y a sus atroces Hurdes, tierra sin pan, que tenía mucho que ver también con todo eso de la sal. El caso es que en muchos territorio de la España de entonces se consumía poco pescado de mar y la tierra en la que se cultivaban los alimentos era muy pobre en uno de los elementos más importantes, el yodo, la ausencia en la dieta de esas minimísimas cantidades de yodo causaba bocio, retraso mental, crecimiento anormal del feto, cretinismo, sordomudez… Todo eso que mostraba Buñuel en su peli era consecuencia de la pobreza pero sobre todo de una alimentación poco variada y muy deficiente en yodo. Además de las Hurdes este problema se producía en media España. En muchas comarcas del interior más del 30% de la población tenía hipotiroidismo. Este gravísimo problema de salud pública no parecía importar demasiado a casi nadie. Salvo a la química Gabriella Morreale que fundó en los años setenta del siglo XX la Unidad de Estudio de Tiroides en el CSIC. Investigó ese bocio endémico e impulsó una solución al problema tan sencilla como las campañas de yodación de la sal. Desde 1990 la OMS recoge en su tabla de derechos el consumo de yodo durante el embarazo y la primera infancia. Te gustó la historieta de la gran Gabriella y mucho más mi propuesta de seguir pitando de allí en nuestro Ford Fiesta sin aire acondicionado camino de San Pedro del Pinatar, Santa Pola y Torrevieja a ver salinas llenas de flamencos rosas, probar marisquitos a la plancha y bañarnos en el Mediterráneo. Luego fuimos hasta las salinas de Cabo de Gata y a las de Isla Cristina a comprar salazones de atún, aceitunas y fino. Aunque en esos años la mayoría de la sal se refinaba, ya comenzaba a venderse sal sin refinar, algo amarga, con todas las impurezas y oligoelementos, incluido el precioso yodo. Compramos mucha sal por todas partes y acabamos no sé cómo el viaje en el norte, en tierras gabachas, en Guérande donde según Plinio el viejo, por haber poco sol y muchas lluvias “los galos hacen que el agua de mar se evapore sobre un fuego de madera” y así aniquilaron la mitad de los bosques. La hospitalidad implica desde el principio de la historia compartir el pan y la sal, porque la sal es un símbolo de una fraternidad que nada puede corromper. Y era verdad, nuestro amor se amojamó con los años, pero nuestra amistad siguió intacta. El gusanillo de la sal te llevaría años después a las salinas de Ibiza y las del Bufadero y Fuencaliente en las Islas Canarias, a la mítica Tombuctú, a la ruta Azalai, para conocer a los comerciantes que cortan grandes bloques de sal de un mar reseco, a más de cincuenta grados, en medio del desierto y luego siguen comerciando con esa sal fósil por toda África como en los tiempos de la reina de Saba. También estuviste en Pakistán, en las minas de Khewra en Cachemira de las que se saca la preciosa sal rosa del Himalaya y en la inmensa mina polaca de Wieliczka, que tiene una profundidad de 327 metros y galerías de más 300 kilómetros. Pero por entonces ya no nos unían la sal y las anchoas aunque conservé muchos kilos de sal de aquel loco viaje.
Por eso saboreo despacio hoy unas anchoas suaves y potentes a la vez, carnosas, intensas, deliciosas de Santoña que me han regalado. Anchoas fabricadas de forma artesana, “sobadas” y mimadas por manos muy expertas hasta convertirlas en las mejores del mundo. Merece la pena leer El Artesano de Richard Sennett para entender o descubrir lo que de verdad significa esta palabra en los oficios, a pesar de que los robots o los trabajadores explotados y alienados sean la norma en las cadenas de producción del mundo. Saboreo las anchoas sin nada, sin adornos, una a una, limpiando mi paladar con un sorbito de Fino. Sé que su proceso de fabricación, para llegar a esta perfección, es largo y complicado, hay que saber y hay que sentir el oficio de conservero de bocartes. Hay muchas marcas, muchas anchoas baratas. Más del 80% de las anchoas que se venden en España vienen de Marruecos, Croacia, Argentina, Chile, China, Francia, Italia… y muchas son reprensadas para que aparenten mayor tamaño, relavadas y vueltas a salar y enlatadas en aceites diversos. No son malas, claro, pero tampoco son excelentes. Es muy fácil diferenciar unas de otras, basta hacer una cata y comparar, no hace falta tener fino el hocico para notar la inmensa diferencia que separa una anchoa industrial de una artesana. Pasa con una anchoa y con cualquier otro alimento. Luego, en sal gruesa y parda de una de esas las salinas que esa vez recorrimos esconderé esta lubina que he pescado entre las rocas de la playa de Oyambre. Veinte minutos a horno fuerte. Rompo la costra, saco con cuidado la carne y añadimos unas gotas, pocas, de limón verde. Cocina milenaria y primitiva. A los pescados, a la vida, le valen pocos adornos, escasos afeites, ningún decorado. Comer un pescado asado a la sal o comerse la vida con los dedos, arrancando la carne de la espina, separando la piel con delicadeza y descubriendo lo rico que está así casi todo, quemándose un poco las llenas de los dedos y soplando.
Nunca os perdáis visitar una salinas o una mina de sal en buena compañía, veréis flamencos rosados de los que utilizó Alicia para jugar al cricket y que según Stephen Jay Gould sonríen al revés, recordareis la batalla ganada entre la sal yodada de Gabriella Morreale y Luis Buñuel o que tienen que ver una salinas romanas con Félix Rodríguez de la Fuente. La verdad es que hoy merece la pena visitar ese pequeño y precioso pueblo llamado Poza de la Sal, merece la pena comprar unas buenas anchoas artesanas en Santoña o rica mojama en Barbate, merece la pena asar a la sal una buena lubina, merece la pena que la sal que compras no sea solo cloruro sódico o sal refinada, merece la pena probar el sabor de una lágrimas de risa o el mar seco tras el baño en la piel de quien amas.
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Notas
Gabriella Monrealle junto con su marido, el médico y cirujano Francisco Escobar del Rey iniciaron en 1976 un programa de prevención de la deficiencia mental por hipotiroidismo congénito basado en la “prueba del talón”. A todos los niños nacidos en España se les realiza esta prueba.
El cretinismo en la comarca de las Hurdes hace décadas que ha desaparecido por completo.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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