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En estas elecciones también toma partido el glotón, quiero que Madrid siga siendo una ciudad mejor, menos contaminada, más paseable y más habitable, quiero que el ayuntamiento siga siendo progresista o, dicho de otra forma, no quiero en mi casa al trifachito neoliberalizando el paisaje de la ciudad más grande de España. Pero esta no es la sección de la alta política sino la de los callos y las magdalenas.
Me pongo música para ambientar esta pieza antes de salir al mercado a hacer la compra. Lo primero que me sale es el verso de don Antonio Machado: ”Madrid, Madrid, ¡qué bien tu nombre suena / rompeolas de todas las Españas!”
Comer en Madrí, cualquier cosa, en cualquier sitio. A poco que tengas el morro fino, buen olfato, el soplo experto de un “gato” aborigen y te alejes de los paelladores congelados y las franquicias multinacionales puedes comer rico, bien y barato en mil lugares o rico, bien y carísimo si tu Visa te permite ese ilustre pecado capital. Hoy en Madrí hay de todo: pollo frito dominicano en Legazpi, sopas chinas en Usera, Caracoles en Puerta de Toledo, mollejas en Canillejas, gambas al ajillo tras Sol, bocata de calamares en la Plaza, cocido madrileño en cualquier sitio, tortilla de patata exquisita por Bravo Murillo, el mejor marisco del mundo por los confines de Cuzco, rollito cantones envidiado por Xi Jinping cerca de Plaza España, un kebab donde hacen cola los jeques en Moncloa, el mejor curri nepalí en Cuatro Caminos, unos buñuelos de bacalao donde tú sabes o perder relojes mojando pan en unos callos a la madrileña de cierto bareto de Aluche que solo conocemos los que estamos en el secreto. Puedo seguir hasta el infinito, es posible que más allá. En Madrí hoy tienes desde el platillo más sencillo y regional hasta el guisote más cosmopolita y raruno. Si eres un panoli, claro, comerás fatal, plástico, trampantojo, basura, ganga para turistas bobos, te darán gato por liebre, una empanada rellena de carne de ahorcado como decía Quevedo ¡pero en Madrí como en cualquier sitio! Un panoli, un snob o un despistado debería tener prohibido comer en los restaurantes de cualquier lugar del mundo ¡sobre todo callos a la madrileña!
Sigo con la música, tengo fortuna, en el hilo musical de la galería de alimentación a la que voy suena Leiva “Pitillos ajustados, era The Burning, Ronaldos y Lou Reed/ Y nunca hablaban los diarios de Lady Madrid”.
Aquí siempre he comido muy bien y nunca me sentí inseguro en Madrid, en ningún barrio, en ningún sitio, con nadie, ni en los peores años del yonkilandia, el tirón para llevarse la cadenita, el cine quinqui verité en cada ultramarino, sucursal o farmacia. Tal vez he tenido suerte, tal vez tengo jeta de no guardar ni una chapa en el bolsillo y era invisible o no era nadie. Madrí era y es mi casa, mi hogar, mi patria de elección. Un patria sin bandera, fronteras, carnets o etiquetas en la que siempre me he sentido cómplice, colega, querido, acogido, ayudado, integrado. Yo soy de pueblo, extremeño, emigrante. Corren rumores sociológicos sobre el millón de extremeños que nos vinimos aquí a partir de los cincuenta a Madrí y al gran cinturón obrero del sureste, Móstoles, Alcorcón, Getafe, Leganés… y ya no volvimos. Esta ciudad nos dio trabajo y una vida mejor, muchas veces dura pero siempre más digna que la que se dejaron allí tantos jornaleros y ganapanes precarios en aquel campo de hambruna de postguerra y santos inocentes. Yo no soy de esos heroicos pioneros que entrevisté algunas veces en Aluche, que dejaron el arado romano por el torno en la Pegaso o un puesto de dependienta en el Corte Inglés. Yo fui un privilegiado que vine a Madrid con el pretexto de estudiar Sociología, pero sobre todo porque toda la poca literatura que había leído y me gustaba, de Machado a Pla, de Umbral a Vicent, de Galdós a Barea, de Sender a Celaya, hablaba bien y mal de Madrí.
Mientras cocino me pongo a Loquillo: “Madrid... / Llévame en tu coche a algún vicio por ahí. / Búscame en las ondas alguien que hable para mí. / Dile a Pepe Risi que ya puede sonreír, / él mató al silencio en las calles de Madrid”.
Por entonces, cuando llegué, La Movida se estaba agotando y la Villa y Corte seguía teniendo mucho de poblachón manchego con ínfulas, además yo no buscaba el moderneo pijo o el alaskeo lacio que luego tan bien se han encargado de destripar Victor Lenore y Sabino Méndez, sino la ciudad leída en las novelas y escuchada en casa, porque mi abuelo Fernando había sido mancebo de botica en los años veinte y había visto la pulga de la Chelito y mi abuelo Teodoro había sido amigo Azaña en el Ateneo, porque mi padre había nacido en la calle Ruíz y jugaba a las canicas en la plaza Dos de Mayo antes de la guerra y mi tío Teodoro trabajaba en el edificio de Correos frente a la Cibeles y me contaba cómo se hacían aquellas ollas ferroviarias de guisos de patatas con los animales que a veces atropellaba el tren de vapor de su juventud. Así que algo de “gato” tenía en mis genes y mucho de “liebre”, de niño de pueblo, de antropólogo al revés que decía mi profesor Jesús Ibáñez, mirando la vida en la ciudad como ese lugar exótico y asombroso, marciano y remoto al que se observa siempre con deslumbramiento e intriga. Primero viví en Aluche, luego en la calle Segovia, en la calle Toledo junto al mercado, en uno de los edificios de Banús de la Avenida Donostiarra que salen en una peli de Almodovar, en la moderna Ciudad de los Periodistas con vistas a la Vaguada donde no vivía ningún periodista, en el Lavapiés profundo de Ministriles, después en la calle Aguilón junto al sucio Manzanares y el engendro de la M-30, en el Getafe adosado de los felices años de burbuja ladrillil hipotecando mi alma y parte del cuerpo, más tarde junto a la glorieta de Quevedo y ahora en Canillejas junto al estadio del “Atléti”. En todas partes visité sus pequeños colmados y sus ultramarinos, sus antiguos mercados y sus bodegas de granel, sus extintas casquerías y los modernos “simagos” que luego se convirtieron en todo el entramado de monstruosas y deslumbrantes grandes superficies, tiendas gourmets y franquicias gastró para turistas que han ido cambiando la faz de la tierra para alguien como yo que compra y cocina a diario empanadillas, croquetas, cocido, callos, berenjenas o pollo con tomate; que trafica con Pimentón de la Vera con los amigos; que cuando en aquellos tiempos remotos no me llegaba la pasta he guisado carpas del lago de la Casa de Campo, palomas que se posaban en la terraza, yerbas comestibles robadas en el Jardín Botánico y luego he sido capaz de gastarme un sueldo entero, si no por un plato de lentejas, si por un menú exorbitado en cierto restaurante de postín cerca de Colón que ya no existe lleno de marquesas, banqueros y alibabás. Es la flaqueza del bolchevique, las cosas que se hacen por amor, la irresponsabilidad de cuando no eres padre, los vicios del glotón sobre todo si te gusta el foie o aquel carro de postres que tenían o sus humildes callos a la madrileña.
Hablar de los abuelos me ha llevado a don Agustín Lara: “Madrid, Madrid, Madrid, / en México se piensa mucho en ti / por el sabor que tienen tus verbenas / por tantas cosas buenas que soñamos desde aquí; / y vas a ver lo que es canela fina / y armar la tremolina / cuando llegues a Madrid”.
La ciudad tiene hoy muchos problemas: su demografía y su urbanismo se ha salido de madre y el “Gran Madrid” fagocita ya todas las ciudades dormitorio de alrededor donde vivimos muchos porque es imposible vivir de mileurista en Madrí centro. Los turistas comienzan a ser horda o invasión y pronto nos picará la turismofobia. La gentrificación hace que muchas de las calles más castizas, con tantas franquicias, se parezcan hoy a un aeropuerto. Los coches estaban devorando la ciudad y la boina marrón es casi una seña identidad más característica que el oso y el madroño. Además las diferencias norte-sur en servicios y hasta en esperanza de vida hace de Madrí una ciudad bipolar cada vez más dura. Pero vivo en Madrid desde hace más de treinta y cinco años, ¡he sufrido el Madrid tontinaco de Álvarez del Manzano!, ¡el megalómano de Ruíz Gallardón y el impresentable “relaxing cup of café con leche” de Ana Botella! como para tener la certeza de que Manuela Carmena y su equipo en sólo cuatro años me están devolviendo el Madrid que yo quería: más peatonal, más limpio, más amable, más barrio, más de sentirnos de nuevo como en casa en esta ciudad de todos los demonios. Ya sabéis que mi vicio es la fritanga y una alcaldesa que sabe hacer croquetas y empanadillas y que, además de ser buena en lo suyo, cocina para su equipo todas las semanas, se llevará mi voto y mi cariño, mi orgullo de sentirme de nuevo madrileño y mi receta secreta de “callos a la madriextremeña” si un día me la pide, que es la posesión más preciada que tengo.
Me faltaba el Sabina y su “pongamos que hablo”: Cuando la muerte venga a visitarme, / que me lleven al sur donde nací, / aquí no queda sitio para nadie, / pongamos que hablo de Madrid.
Pero no puedo acabar así de funebrista, ni guardarme para mí y para Manuela Carmena esta receta de callos madrilextremeños. Va mi secreto, apuntad: Compramos un kilo de callos de ternera en la casquería de nuestro mercado, los lavamos mucho y bien en agua fría y los ponemos a cocer en olla a presión y abundante agua junto a un clavo de olor, dos hojas de laurel, media cebolla, un diente de ajo sin pelar y sal. En veinte minutos estarán tiernos. Abrimos la olla, tiramos el agua, los enjuagamos de nuevo bajo el grifo y los cortamos en trozos de tamaño suficiente para embocarlos sin riesgo. Sofreímos en la cazuela, en buen aceite de oliva virgen media cebolla y medio pimiento rojo. Cuando está la verdura bien pochada añadimos media guindilla rota y un kilo de tomates buenos, maduros, soleados, pelados, sin pepitas y cortados en dados. Añadimos entonces los callos y dejamos cocer a fuego muy lento removiendo de cuando en cuando, durante media hora. El tomate se habrá deshecho y reducido. Probamos, corregimos de sal y añadimos ahora otro medio kilo de tomate apañado como el de antes, removemos y podemos al fuego sólo 5 minutos. Apartamos del fuego y dejamos reposar antes de guardar en la nevera porque estarán mejor de un día para otro. Calentar bien en el momento de comer y tener preparado un buen pan y un buen vino de Madrí, de Orusco o de San Martín de Valdeiglesias. Prescindo del morro, el chorizo y la morcilla pero os puedo asegurar que en esta receta, como decía un castizo emigrante ya jubilado de Aluche que me la enseñó: ¡he perdido relojes mojando pan en este guiso de callos!
Posdata: Sabina tenía otra versión alternativa al final de la canción que me gusta mucho más “pongamos que hablo”, mucho mejor: “Cuando la muerte venga a visitarme, / no me despiertes, déjame dormir / aquí he vivido, aquí quiero quedarme / pongamos que hablo de Madrid”.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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