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En primera persona

João Gilberto, un whisky con cola, y todos los recuerdos

El creador de la ‘bossanova’ se convirtió en el hilo conductor de nuestras vidas. Mi padre y yo teníamos su música. Y así nos teníamos. Así nos salvábamos

Agnese Marra 14/08/2019

<p>João Gilberto</p>

João Gilberto

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Llego tarde. Pero a veces la actualidad se atraganta. La memoria necesita tiempo y silencio. Precisa de ese espacio para el deleite, para echar unas lágrimas, o dejar que salga la sonrisa a media asta. La carcajada, incluso. 

El 8 de julio murió João Gilberto. Sí, uno de los más grandes de la historia de la música. Sí, el creador de la bossanova -junto al otro genio, Tom Jobim-. Sí, aquel bahiano bajito, con unas gafas que ocupaban todo su rostro, un traje como uniforme, y um banquinho e um violão como herramientas.  

El 8 de julio, como si también muriera un poco de mí, me sentí como uno de esos guionistas malos que recurren a un túnel de imágenes para resumir la vida del moribundo. Porque podré contonearme con los Rolling Stones, emocionarme con el Polaco Goyeneche, viajar a otra dimensión con Tom Waits, o hacer un poco de teatro imitando a la hermosa Mina. Pero el único músico que me ha acompañado desde la cuna --literalmente, lo usaban de nana para dormirme--, al que escuché en mis mejores momentos, y al que canté en los más dolorosos, ése, fue Joao Gilberto. 

Y aquí las imágenes. Un poco sin sentido, como esos fuegos artificiales en los que se sabe desde dónde sale la bengala pero nunca dónde puede caer.    

Sábado. Mediodía. A partir de las 12 mi padre dejaba el café y empezaba el whisky con coca-cola. Sentado en la mesa de comedor, en uno de los extremos --el único momento en el que se sentaba como anfitrión-- era el aperitivo, el descanso. Su mano derecha con el Winston entre los dedos marcaba el compás sobre la mesa. Tac, tac, tac, O pato vinha cantando alegremente, qüem, qüem …. Um cantinho, um violão. Esse amor, uma canção…Tristeza não tema fim, felicidade sim… 

Desde el sofá lo observaba fascinada. Era uno de sus cortos momentos de felicidad. Yo tendría entre siete y doce años. Intentaba entender esas letras pero mi duro oído solo me dejaba distinguir palabras sueltas: coracão, tristeza, o marggg (con esa R carioca, casi francesa). Tarareaba con él, era bueno verle feliz. 

Sí, todo empieza con el padre. No sé si es la edad que me hace regodearme en los tópicos con menos vergüenza, o los orígenes rioplatenses que me llevan al psicoanálisis barato. O que es así, y punto. Pero Joao Gilberto y su melancolía, su modo obsesivo, su pasión por el fútbol, y ese vivir en un mundo paralelo, como a la contra, me recuerdan a mi padre. 

También puede ser porque él siempre me decía que había dos cosas que le habían salvado la vida: el humor, durante los cuatro años que estuvo preso por la dictadura uruguaya. Y la bossanova, que le traía el calor que le había arrebatado Suecia en sus dos primeros años de exilio. 

El caso es que mi padre hacía por imitar a su ídolo, y lo cantaba bajito. Me explicaba detalles de la armonía, alababa esa sencillez que solo trae el perfeccionismo. Me hablaba de la música brasileña como quien recomienda el último antidepresivo sin efectos secundarios. Nunca llegó a saber que viví ocho años en ese Brasil de sus sueños, tan alejado de la realidad. Ni que su música también me salvaría de exilios diferentes.  

Sábado. Madrugada. Un CD de grandes éxitos en el radiocasete que me habían regalado por mi cumpleaños de 15, esa fecha en la que que para los latinoamericanos tu hija se convierte en mujer en tan solo 24 horas. Pero entonces ya tenía 23, por primera vez un brasileño me cantaba a Joao Gilberto. La primera vez que lo escuchaba en boca de otro pero en su idioma original. Chega de saudade, esa música con la que se estrenó la bossanova, esa canción que en 1959 volvió loca a una generación de músicos brasileños, que estudiaban en las academias de Rio de Janeiro como el que memoriza una oración en la catequesis. Esa melodía susurrada al oído -- de la única forma que se debe cantar-- y esa parte de la letra que nunca había entendido:

Pois há menos peixinhos a nadar no mar

Do que os beijinhos 

Que eu darei na sua boca

Ese chico, catorce años después, está conmigo. El arte del susurro, debe ser. 

La bossanova siempre canta al amor como algo efímero. Como un hedonismo en el que los corazones rotos se recuperan con salir a dar un paseo a la playa, o ir a tomar un chope gelado --una caña bien fría-- con los amigos, porque el nuevo amor siempre está a la vuelta de la esquina.

Él siempre me decía que había dos cosas que le habían salvado la vida: el humor, durante los cuatro años que estuvo preso por la dictadura uruguaya. Y la bossanova, que le traía el calor que le había arrebatado Suecia en sus dos primeros años de exilio

Tengo que reconocer que también hubo amigos a los que intenté convencer de las bondades de don João y no tuve éxito. “Siempre canta igual”,  “todas las músicas se parecen”, “me aburre”, me llegaron a decir. Es cierto, Joao Gilberto se repite, pero la repetición es un gesto de perfeccionismo, un juego en el que la misma frase cambia un tono apenas imperceptible, y en esa modificación cambia el mundo. 

Este verano escuchaba el disco João Gilberto in Tokyo, con canciones de seis minutos --el doble de lo habitual-- en las que el bahiano canta la misma estrofa hasta siete veces. No hay ninguna igual. Como un ejercicio de improvisación, igual que el actor que declama el texto las veces que haga falta hasta encontrar la voz que funciona ese día. Mañana será otra. 

João Gilberto cantaba a la pasión con la meticulosidad del cirujano. Con la dulzura del niño incrédulo al descubrir que el hielo se derrite. Con la obsesión del creador, eternamente insatisfecho. 

Última imagen.

Un día cualquiera de la semana en una residencia madrileña. Tenía 25 años y el Alzheimer ya se había comido a bocados a mi padre. El hombre que siempre fue gordito era esquelético. Alguien que se había dedicado a manosear las palabras, darles la vuelta, el sentido y lo que hiciera falta, las había perdido todas. Su carcajada fácil y ruidosa se llenaba de silencio. Su mirada pícara estaba bañada en formol. 

Sin capacidad de diálogo, sin reconocimiento, sin carne, solo me quedaba un as en la manga: A garota de Ipanema. Olha que coisa mais linda, mais cheia de graça… Y así esa tarde, y dos o tres más, las palabras aparecieron. Mi padre cantó esa música y alguna otra como el que respira sin darse cuenta. Hasta hubo un brillo en sus desgastados ojos, y un amago de sonrisa en sus finos labios, ya sin el marco del bigote que siempre le había acompañado. 

Fue así como Joao Gilberto se convirtió en el hilo conductor de nuestras vidas. En la raíz que sobrevive en tierra arrasada. Mi padre y yo teníamos a João. Y así nos teníamos. Así nos salvábamos. 

João Gilberto murió demenciado. Hacía años que no salía de casa, nada tan extraño para un misántropo. Para un hombre apartado del mundo con la música como única conexión con el otro. El músico aparece en un último vídeo casero con su familia. También estaba esquelético y sus gafas parecían todavía más grandes. Su guitarra apoyada en las rodillas, sus dedos huesudos y torpes, le susurraba a su nieta. 

Entre susurros se nos fue Joao, sabiendo ya, que era eterno. 

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