Relatos de verano (y IV)
El sociópata, condenado
A Polonia Castellanos, fundadora de la Asociación de Abogados Cristianos la vinculaban a El Yunque, secta cuyos adversarios fundacionales son el comunismo, el pueblo judío y la masonería
Aníbal Malvar 26/08/2019
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El sociópata se acomodó en la silla de los acusados de aquel coqueto juzgado de Valladolid. En seguida, a su izquierda, subieron al estrado dos mujeres muy rubias, muy arias, de carnes generosas y blancuzcas que sonrieron satisfechas como si vinieran de haber ingerido un suculento desayuno en Auschwitz. La más jefa, elegante y ufana fue inmediatamente reconocida por el sociópata. Polonia Castellanos no solo tenía nombre de dar ganas a Woody Allen de invadirla cada vez que se escuchara Wagner. Había fundado 11 años atrás la Asociación de Abogados Cristianos, una especie de oenegé piadosa e implacable que se dedicaba a rescatar seres humanos al estilo Open Arms, pero no de las olas marinas, sino de las procelas del pecado y la inobservancia católica. Y el pobre sociópata era una de aquellas almas náufragas y rescatables. “Closed arms, my lovely”, pensó el sociópata en un arrebato de dadaísmo chandleriano impropio de tan tedioso y plateresco juzgado vallisoletano.
Polonia se había hecho muy popular por su insaciable afán de perseguir coños insumisos, vírgenes procaces, chuminos rebeldes, concejalas en ropa interior y feministas de lengua fácil. Pero que nadie saque, de lo enumerado aquí, conclusiones erróneas sobre sus veleidades amatorias. Entre pitos y flautas, estaba feliz y santamente casada con un respetable caballero llamado Alfonso González Rodríguez-Vilariño, muy admirado en la ciudad del Pisuerga por su habilidad para perder elecciones bajo las siglas de Vox. No es que su esposa Polonia regresara siempre triunfante de sus persecuciones vaginales y de otro cariz (actores, periodistas, políticos, defensores del aborto o la eutanasia…), pero en la culata de la elegante dama había ya 60 muescas judiciales, muchas todavía pendientes de sentencia.
Se trataba de una mujer de rumorología peligrosa. Varios viejos amigos vallisoletanos y periodistas impertinentes la habían vinculado a El Yunque, una secta u organización secreta fundada en México en 1955, y después extendida por el llameante orbe, cuyos adversarios fundacionales son el comunismo, el pueblo judío y la masonería. Árdelle o eixo, que decimos en Galicia.
Pero la rubia Polonia también tenía sus fieles amigos. No todo va a ser lado oscuro. Uno de los más eximios se llamaba y llama Ignacio Arsuaga, y era sobrino tercero de Rodrigo Rato, que no es tercero cualquiera. A la sazón, también presidía la organización humanitaria Hazte Oír, con cuya caravana iba sembrando alegría y cultura por los pueblos de España, como La Barraca de García Lorca, con mensajes contra los homosexuales, los defensores del aborto, y supongo que contra los pérfidos anti-terraplanistas y las chicas ye-yés. La jueza María Belén López Castrillo (jueza tenía que ser) probó en 2014 la “esencialmente veraz” relación entre El Yunque, Hazte Oír, el PP, la Iglesia y la universidad San Pablo-CEU.
Los miembros de El Yunque nunca se llamaban yunqueros ni nada parecido entre sí. Solo se presentaban a sus prójimos con esta inquietante frase: “Soy de la organización”. También debían ser muy cinéfilos, pues pasaban de Woody Allen a Coppola y Scorsese en un abrir y cerrar de párrafo. El periodista José L. Lobo publicó hace años en El Confidencial que El Yunque llegó a España, a principios de los ochenta, gracias a la financiación del modélico empresario José María Ruiz Mateos. Regresamos a la cita cinéfila, por tanto. No ha habido mejor Supermán que Ruiz Mateos desde Christopher Reeve. Resultaba imposible no admirar a esta grey si eres un apasionado del séptimo arte.
De repente, al lado del banquillo de los acusados, al sociópata se le apareció Albert Einstein. No asustarse. Lo hacía tan a menudo como a los personajes de Rafael Reig se les aparece la virgen:
–¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio –le susurró el judío.
El sociópata no tuvo tiempo de meditar aquel cuántico susurro, porque enseguida entró en la sala el juez, que parecía recién salido de alguna docta y extenuante hibernación. Sentóse nalgamente el togado y un silencio de juicio final inundó la sala y, parecióle al reo, también el universo mundo.
–Damos comienzo a la vista del juicio ordinario 73/2019. La única prueba propuesta para celebrar hoy es el testimonio del demandado.
–Con la venia, señoría –intervino Polonia con bella voz–. Vamos a renunciar al interrogatorio –sonrió con bella malignidad.
El juez se quedó perplejo. Agitó su anatomía todo lo que la puede agitar un sabio recién deshibernado. Después asintió. El sociópata y Polonia cruzaron una sonrisa: “Pedazo de hija de la grandísima puritana, solo me has hecho venir desde Madrid a Valladolid para putearme y hacerme perder el tiempo. Pero no me perdería por nada el placer de haberte conocido”.
–Habiendo sido propuesto, nos gustaría que declarara la parte demandada... –protestó la abogada del reo.
–Si ustedes admiten un testigo y la otra parte no quiere... –farfulló, desorientado, el juez–. Venga, adelante.
–Muchas gracias, señoría. Con la venia –arrancó Polonia con la misma suavidad con la que te arrancaría los cabellos–. El artículo del demandado comienza diciendo: “Los defensores de decenas de miles de pederastas con sotana, y los que llevaban y llevan bajo palio a Franco, Mussolini y Hitler, han conseguido que un juez procese al actor Willy Toledo por cagarse en dios por Facebook”. No voy a leer todo el artículo porque no merece la pena.
Pero continuó leyendo.
–“Con esto no quiero ofender a vuestro dios, Asociación Española de Abogados Cristianos. A vuestro dios quiero condenarlo a cadena eléctrica en la silla perpetua. Y a vosotros también. Y a los jueces progresistas que no huelguean contra esto. Y que os permiten seguir sembrando vuestra hijoputez fascista sobre nuestra libertad de expresión y la inocencia de los niños”. Ninguna rectificación ha hecho el demandado a lo que se alega aquí. La palabra hijoputez, según la RAE, es un insulto –mintió Polonia, o quizá solo fue ignorancia (las dos posibilidades son igual de probables), pues el término hijoputez no está registrado en el diccionario de la Academia a pesar de Félix de Azúa.
Al final, Polonia solicitó una indemnización de 12.000 euros, lo cual al sociópata le confirmó que los neofascistas daban mucho más valor a sus excelentes prosas que sus atolondrados jefes. Quizá iba siendo hora de cambiar de bando.
La defensa del sociópata se limitó a pedir la libre absolución parloteando sobre naderías como la libertad de expresión, la inexistencia de animus injuriandi y zarandajas libertarias varias de muy difícil digestión para un público selecto. Por eso, quizá, el recién deshibernado juez pitó el final del proceso con más prisa y menos prudencia que jurisprudencia.
–Se da por terminada la vista. Se pueden marchar. Muchas gracias –y se irguió con inopinada agilidad, halando la toga al viento como una enorme y hermosísima mariposa negra.
Público y letrado hicieron más o menos lo mismo, pero con muy menor donosura lepidóptera. Los rumores del respetable, valorando la eximia calidad del espectáculo, casi impiden escuchar el quejido de una dama que demandaba amores desde el estrado.
–Señoría, con la venia, que se ha olvidado usted de mí –vino casi a gritar la voz importuna y casi ininteligible.
Era la fiscal. El juez se había olvidado de escuchar el alegato de la fiscal, circunstancia comprensible si uno tiene en cuenta la duración casi cuaternaria del proceso, que llegó a superar los veinte minutos. Se volvieron a sentar todos y el juez regresó a su estado hibernativo, como corresponde a un gran profesional. La fiscal pidió la desestimación y, en caso de discrepancia del togado, una notabilísima reducción de la pena. Un aburrimiento que aquella gente se podría haber ahorrado.
Ocho días después –la justicia española es velocísima en estos casos de gran alarma social–, el sociópata recibió en su casa una condena por 1.800 pavos. El sociópata pensó que ese juez se olvidaba de las fiscales, pero nunca de los amigos. Y se echó a reír. Para eso era un sociópata. Y por alguna delirante razón recitó estos versos con olor a calumnia del presunto poeta Pedro Sáez Serrano:
Concede primero garantías de impunidad,
inventa para la matanza luego un nombre prestigioso
(justicia, o quizá patria, o quizá dios)
…
Verás entonces surgir a la bestia humana,
ridícula, altanera,
engalanada de soberbia y asco,
vertiendo sangre de otros y apestando la tierra.
Y el sociópata volvió a reír antes de desaparecer en vuestro olvido.
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