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'La tertulia del Café de Pombo'. José Solana (1920). Museo Reina Sofía.
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Un veinteañero llega a la capital dispuesto a triunfar en el periodismo. Sueña con ser escritor, aunque de momento se conforma con colaborar en algún periódico o revista. Ese es su plan: vivir de la prensa hasta que un editor descubra su talento.
Durante algunos meses, acumula ideas en una libreta, escribe artículos en silencio, prepara un plan de ataque. Hasta que un día se planta en una redacción y solicita que alguien le atienda. Le echan a patadas en una, en dos y hasta en tres ocasiones, pero a la cuarta se apiadan de su carita de niño. Le llevan al despacho del director, podría ser la oportunidad de su vida. El mandamás lee uno de sus textos y, cuando termina, le mira a los ojos mientras chupetea una de las patillas de sus gafas. Entonces le dice que le cae bien, que le recuerda a él mismo cuando era joven, que le publicará un artículo y luego ya veremos.
El veinteañero ve luz al final del túnel. Alguien le está haciendo caso, y lo demás llegará con el tiempo. Y así de contento se siente cuando el director le saca de su ensoñación y le devuelve a la realidad al aclararle que, como sin duda habrá supuesto, no paga las colaboraciones externas, pero que publicar en su medio le dará mucho prestigio. El alma del chaval se oscurece, no esperaba esa respuesta, comprende que en este oficio pagar el alquiler es imposible. Por supuesto, acepta colaborar gratis.
Seguro que muchos aspirantes a escritor o periodista se han sentido identificados con la historia hasta aquí narrada. La frase “no pagamos, pero el prestigio…” es un clásico de la profesión, y en la actualidad no hay casi nadie a quien hayan retribuido su trabajo desde el principio. Pero lamentamos tener que informar a los lectores de que el veinteañero de nuestro relato no es un coetáneo, sino alguien que arrancó su carrera allá por el año 1900. Y es que hay cosas que nunca cambian… y menos en el periodismo.
El joven que buscaba un medio en el que publicar era Rafael Cansinos-Assens, y la primera vez que alguien le dijo que no le pagaría fue en 1897, en la redacción de la hoja Vida Nueva, donde pese a todo publicó un texto. Cuando aquella misma tarde llegó a casa y anunció a sus familiares que pronto verían su nombre impreso, su tío soltó una carcajada y dijo: “Una firma que no es reconocida por ningún banco…”.
Leer las memorias de Cansinos-Assens es comprender que las alegrías, penas, vicios y virtudes que hoy acompañan a nuestros escritores son un calco de las que habitaban el corazón de sus antecesores
Cansinos-Assens ha pasado a la historia como unos de los grandes cronistas de la vida literaria española. Llegó a Madrid cuando la Generación del 98 iniciaba su declive, recorrió ese periodo que la crítica bautizó como la Edad de Plata y murió durante un franquismo que le impuso el silencio, entre otras razones por sus posibles antepasados judíos. Durante su vida prefirió la noche al día y se adentró tanto en el ambiente literario de su tiempo que, siendo ya un hombre mayor, decidió escribir unas memorias colectivas de su época, es decir, un libro en el que contaría todas las verdades sobre los escritores, periodistas, actores, políticos y demás caras visibles con las que se codeó en el Madrid comprendido entre 1900 y 1936. El resultado de aquel trabajo fueron tres tomos recogidos bajo el título La novela de un literato, un documento de un valor documental extraordinario que, sin embargo, el editor Manuel Aguilar se negó a publicar en la década de los 60. Esas páginas desnudaban el alma de demasiada gente y no había que ser un lince para prever las demandas judiciales. Así que el gran libro de Cansinos-Assens se quedó en un cajón durante mucho tiempo y no vio la luz hasta 1982, cuando la editorial Alianza consideró que todos los personajes allí retratados ya habían muerto y que, por tanto, no había peligro de acabar en los tribunales.
La novela de un literato debería ser la biblia de cualquier aspirante a escritor y periodista. Y no sólo porque es la fotografía perfecta de una época, sino también porque demuestra que el mundillo literario nunca cambia. Leer las memorias de Cansinos-Assens es comprender que las alegrías, penas, vicios y virtudes que hoy acompañan a nuestros escritores son un calco de las que habitaban el corazón de sus antecesores, y que las nuevas tecnologías han cambiado la forma de trabajar, pero no han alterado ni un ápice la personalidad de quienes han decidido dedicar su vida a las letras. En otras palabras, La novela de un literato demuestra que no hace falta que César Aira clone a Carlos Fuentes, porque cada veinte años, tal vez cada treinta, nace un autor idéntico al mexicano. Todos los arquetipos que pueden verse en el mundillo literario contemporáneo ya existían en el pasado –el escritor llorica, el engreído, el solitario, el acaparador de premios, el polemista, el indigente, el borracho, el revolucionario, el rencoroso…– y los profesionales de ahora no son más que una repetición de los que ya existieron. Nada es nuevo en literatura y mucho menos sus protagonistas.
Pongamos un ejemplo: en la actualidad, las editoriales se quejan de que los periodistas venden los libros que les envían a los libreros de la madrileña Cuesta de Moyano o del barcelonés Mercat de Sant Antoni, pero esa práctica ya se daba a principios del siglo XX. Cuenta Cansinos-Assens que los reporteros y literatos que no tenían donde caerse muertos se apostaban en la Puerta del Sol a la espera de que apareciera algún autor famoso a quien pedirle que les firmara un ejemplar de su última novela. Tan pronto como lo conseguían, lo vendían en los “baratillos de viejo” a un precio mayor, costeándose de este modo el café que se tomarían en la tertulia de turno. Pero no era ésta una práctica exclusiva de los pelagatos, ya que los escritores de más prestigio también sacaban tajada –tal y como ocurre en la actualidad– con los ejemplares que sus colegas les enviaban firmados. De ahí que haya pasado a la historia la frase que Antonio Machado soltó el día en que Martínez Sierra le regaló su última novela, titulada Sol de tarde. Lo que el poeta dijo tras vender el libro –con dedicatoria incluida– y tener el dinero en la mano fue: “Sol de tarde, café de noche”.
Pero en La novela de un literato no sólo vemos que la picaresca del sector sigue siendo la misma, sino que el tipo de escritores que conforman el universo literario contemporáneo no se distingue del de aquel entonces. Por ejemplo: Alejandro Sawa era el típico autor a quien todo el mundo admiraba por su forma de vivir y a quien sin embargo nadie leía, pues la calidad de su trabajo dejaba mucho que desear. ¿Y acaso no conocemos todos a uno o dos escritores de nuestra época de quienes podríamos decir exactamente lo mismo? Otro ejemplo: Francisco Villaespesa se las daba de gran poeta cuando, en realidad, sus colegas lo veían como un diletante que, además de sablear a todo quisque y soltar una mentira cada dos frases, carecía de una cultura básica en alguien de su oficio. Y ahora, díganme, ¿no les viene ningún nombre actual a la cabeza cuando leen estas líneas? A mí, varios.
Y así podríamos seguir durante todo el día, porque encontramos en La novela de un literato a escritores que montan escándalos tan sólo para conseguir publicidad (Cristóbal de Castro), que aseguran haber leído libros que ni siquiera han hojeado (el mismo Cansinos-Assens, como confiesa honradamente), que saben que la gente los adula porque pagan las consumiciones (Felipe Trigo), que se las dan de escépticos y deprimidos cuando en verdad sólo son alcohólicos (Manuel Molano), que dicen que renovarán la literatura y desaparecen cuando les dan la oportunidad de hacerlo (Hamblet Gómez) y, en definitiva, que hacen exactamente lo mismo que hoy vemos en nuestros cenáculos.
Leer La novela de un literato es descubrir no ya que todo ha sido escrito, sino que nosotros mismos ya hemos existido. Es imposible recorrer las mil quinientas páginas que componen esta trilogía sin soltar una sonrisa cada cinco minutos mientras se piensa: “Ostras, este tipo es igual que Fulano, Mengano o Zutano”. Y sólo hay que poner un poco de humildad y paciencia para encontrarse a uno mismo entre sus páginas.
Pero La novela de un literato no es el único libro donde se descubre el asombroso parecido entre pasado y presente. Sin ir más lejos, se acaban de publicar El todo por el todo (Errata Naturae), novela en la que Henri Calet recoge los arquetipos que pulularon por el París del siglo XX, y La novela de la Costa Azul (Periférica), en la que Giuseppe Scaraffia convierte en literatura los chismorreos que rodeaban a los intelectuales que veraneaban en el litoral francés. Pero la trilogía de Cansinos-Assens habla de nosotros, de los escritores españoles, y podemos reconocernos hasta en el modo que tienen de agarrar el botijo.
La vida íntima de los escritores ha sido siempre objeto de interés por parte de la crítica y los lectores. En realidad, hay autores –y no son pocos– de quienes es más interesante su día a día que las novelas, poemarios o guiones que escriben. No en vano Francisco Ayala dijo en cierta ocasión que “valdría la pena que alguien prosiguiera la tarea [de Cansinos-Assens] y completara el cuadro” (El País, 17 de noviembre de 1995). No crean que no hay quien lo ha pensado. En este país todavía hay cronistas que no explican en sus artículos las cosas más divertidas de los autores con quienes tropiezan en las presentaciones, pero que tal vez estén recopilándolas para, algún día, convertirlas en un libro. Quién sabe…
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Autor >
Álvaro Colomer
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