Elogio de la tumbona
Hay una Catalunya que no retoca la lorza para hacerse un selfie, que lleva sillas plegables y tortillas de patatas a los conciertos, que es sin pretender demostrar que está
Marga Durá / Fotogalería: Mireya de Sagarra Vilassar de Dalt , 25/09/2019
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Nací en la década de los setenta y veraneaba en un pueblo de montaña del Maresme con mis abuelos y mis padres, en un pequeño apartamento al que nos mudábamos con vetustas maletas desbordadas. Cada mañana peregrinaba con mi abuela y con mi madre a la piscina municipal, cargando tumbonas y bocadillos de tortilla.
Ellas charlaban con sus amigas sobre esas hamacas de tiras o esas tumbonas floreadas nada estilosas ni ergonómicas, pero plácidas. Iban pintadas como puertas (y tiene mérito porque no existía el maquillaje waterproof) y mostraban sus cuerpos imperfectos sin afán de exhibir. Los hombres lucían barrigas peludas y, en el mejor de los casos, torsos bellos y poderosos, pero sin atisbo de abdominales.
“Alegría” es el término más repetido por los asistentes para describir qué les provoca la música que están bailando. Una alegría que, como buena emoción, raras veces cuenta con una explicación intelectual
Y yo chapoteaba feliz, incluso me lanzaba de cabeza por el trampolín (entonces no estaban prohibidos), hasta que era requerida para zamparme el bocadillo de rigor. Inmediatamente tocaba zambullirse, porque si no debía esperar dos horas para hacer la digestión. Las madres de aquella época vivían en el terror de que pereciéramos de un corte de digestión y, sin embargo, no se preocupaban lo más mínimo de embadurnarnos de protector solar.
Yo pensaba que ese tipo de veranos se había perdido, como decía Philip K. Dick haciendo de ventrílocuo de Rutger Hauer “como lágrimas bajo la lluvia”. No recuerdo el momento concreto en que empezaron a denostarse las tumbonas y los bocadillos. Seguramente fue al rebufo de la fiebre preolímpica, cuando empezamos a enorgullecernos de la ciudad en la que vivíamos. El mundo entero la miraba y la elogiaba y los barceloneses, ufanos, representamos el papel de ciudadanos cosmopolitas con tanto ahínco que nos lo creímos.
Y es bien sabido que un aspirante a cosmopolita de pro no acarrea tumbonas ni bocadillos. Y aún menos a su familia: deambulan solos por su urbe con la expresión de suficiencia del que lo ha vivido todo y no necesita nada ni a nadie. Así que estos complementos pasaron a ser patrimonio de “los domingueros”, de los que no se habían enterado que su ciudad se estaba convirtiendo en un escaparate y debían ofrecer su mejor perfil. De los que preferían ser en vez de estar.
Disculpen el egotrip, pero es que hace un par de domingos me topé con una magdalena de Proust. O mejor dicho: con el olor a tortilla y a croquetas en una piscina. Y me puse nostálgica.
El lugar y el momento fueron el concierto por el 37 aniversario de Radio Tele Taxi, en Illa Fantasia. Un concierto solidario, al que se accede con descuento previa donación de comida para el Banco de Alimentos, que la distribuye entre la población necesitada (solo en la puerta se recogieron 21.925 kilos). Más de 30 artistas, desde Estopa a Omar Montes pasando por Kiko y Shara o Ecos del Rocío hicieron bailar de lo lindo a abuelas y a adolescentes, que plantaron sus tumbonas y se zamparon sus bocatas y sus croquetas caseras y se pasearon en ropa de baño sin constreñir barriga.
Yo quería hablar de ese otro tipo de ocio que se da en Barcelona, alejado tanto del Sonar, como de la Cursa de la Mercè, como dels Castellers. Una oferta cultural que apela sobre todo a hijos y nietos de emigrantes andaluces, sin ocho apellidos catalanes (yo apenas tengo dos), un grupo del que se suele hablar poco y muy superficialmente, habitualmente desde perspectivas que oscilan entre la condescendencia etnocentrista o el interés electoralista. Una misión peliaguda para una cronista que por otra parte tampoco cuenta con raíces andaluzas, y que no quiere contar las cosas con mirada exótica o caer en el tópico buenista, ¡ay!
Este público escucha, en su mayoría, Radio Tele Taxi, hija de ese personaje tan excesivo como ambiguo que es Justo Molinero –extaxista, locutor, amigo de poderosos, parodiado por humoristas y movilizador de masas–. Y han acudido hoy en masa: más de 9.000 asistentes, además de un surtido cartel de músicos para los que en muchos casos la emisora ha sido el medio para conectar con el público que los ha encumbrado.
“Alegría” es el término más repetido por los asistentes para describir qué les provoca la música que están bailando. Una alegría que, como buena emoción, raras veces cuenta con una explicación intelectual. Como ocurre con el sentimiento de pertenencia a una tierra, a esta, a aquella, a las dos.
“Yo vine de niño a vivir aquí, pero no sé qué me pasa que, cuando vuelvo a visitar a mi familia, con solo ver el cartel de comunidad de Andalucía se me saltan las lágrimas. Me encanta vivir en Cataluña, pero hay algo que me tira y que no puedo definir”, me comenta un cuarentón. Su hija, de trece años, tiene los ojos cuajados de lágrimas, pero por otra razón muy diferente: ha logrado coger un balón hinchable dedicado por su grupo preferido, Kiko y Shara, y lanzado desde el escenario. Acaba de colgar una foto en sus redes sociales y la emoción primigenia y tangible de hacerse con su pelota autografiada da paso a otra más intangible: la de la espera de los reconfortantes likes. “Es que es la música que siempre he oído en casa”, me contesta educada y con ganas de que la deje en paz para consultar su móvil.
“Yo tengo 70 años y nací en Jaén y llevo más vida en Cataluña que en Andalucía. Soy catalana, pero esta es la música que me emociona. Y este es mi ambiente. ¿Dónde has visto a la gente divertirse tanto, mayores y pequeños, sin complejos?. Y que conste que bailo sardanas, pero allí no veo a la gente pasárselo tan bien”, me confiesa otra asistente.
Y me alivia su comentario, pues ya no tengo que ponerlo en mi boca. Aquí todo el mundo se divierte como un enano, como no he visto en ningún concierto moderniqui. Quiero evitar el tópico del andaluz jocoso y jolgorioso, pero entonces mi momento proustiano me recuerda que hace muchos años, tal vez en una galaxia muy lejana, los míos y yo nos divertíamos así o al menos de forma muy similar.
En aquel entonces, quizás solo porque era muy pequeña, yo no había oído hablar de la Barcelona charnega, o, al menos, no denostándola, y menos aún reivindicándola desde lo hipster, que es lo que toca ahora. Y aunque en la efervescencia de la transición nuestros padres discutían de política hasta la saciedad, los niños correteábamos ajenos en grupos que ahora se etiquetarían ampulosamente como multiculturales.
Cierro el segundo egotrip del artículo para volver al escenario de Illa Fantasia, justo en el momento en el que aparece Pere Aragonés, vicepresidente de la Generalitat, presentado con entusiasmo por Justo Molinero. El abucheo atronador que recibe reduce su discurso a dos frases y el político se va con la cola entre piernas. Nota a pie: ninguno de los medios que reseñarán el acto en días siguientes menciona el abucheo, pese a destacar la presencia de Aragonés.
“Tampoco hace falta chillarle a nadie”, me comenta una señora. “A mí me llama mi tierra y me gusta esta. Y entiendo que a los que son de familia de aquí, les llame esta y por eso se ha liado la que se ha liado. Son sentimientos y cada cual tiene los suyos”.
La aseveración espontánea encierra una gran verdad de sobras conocida. Cuando en la política se habla de sentimientos en vez de ideas todos nos volvemos más manipulables. Los sentimientos no se argumentan, pero sirven para aglutinar, para pertenecer a un grupo, para ser “los unos” y no “los otros”. Quede ahí el apunte político y sigamos con la fiesta.
Aquí todo el mundo se divierte como un enano, como no he visto en ningún concierto moderniqui
Aprovecho para darme un garbeo por el parque acuático. Me sorprende no toparme con ningún turista y comprendo que ese recinto tiene lo bello de las cosas que no se hacen por mostrar si no para disfrutar. Imperfecto y práctico. Me fascinan sus dimensiones a la antigua usanza, tan pensadas para que un humano corriente y moliente las pueda recorrer sin extenuarse. Hace unas semanas llevé a mi hijo a Port Aventura e hicimos horas de colas ordenadas por frías vallas metálicas, en las que nadie se relaciona con nadie y que despertaron en mí tendencias suicidas. En mi incultura de globalizada, ni me planteé que aún existieran lugares en los que él pudiera disfrutar y yo, incluso, me pudiera llevar una tumbona bajo el brazo.
El concierto se alarga hasta casi la noche con el bullicio de grupos que lo dan todo y con un sonido, todo se ha de decir, bastante chusco para un evento multitudinario. Antes de acabar, charlo con una chica de unos 20 años, que me espeta: “Yo aquí me quedo hasta el final. ¿Sabes por qué? Pues porque esta música no la puedo escuchar en otro lugar. A mí me gusta bailar de todo. Y sí que hay unas pocas discotecas en las que ponen solo este tipo de canciones, pero el problema es que no pinchan las otras y estoy cansada de tener que estar siempre decidiéndome por unas o por otras”.
Sus palabras se me antojan un metáfora ideal de hablar de “esta” o de “aquella” Barcelona. Pienso que a mí también me gustaría estar en un lugar en el que no tuviera siempre que decidir. Pero igual es que me ha dado demasiado el sol y estoy a punto de insolarme o a lo mejor mi madre tenía razón y sí estoy al borde de un corte de digestión. Es hora de volver a lo que quiera que sea que es ahora mi ciudad.
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Marga Durá /
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Fotogalería: Mireya de Sagarra
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