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Falda de lujo con colcha barata al fondo

A propósito de ‘Cicatriz’, de Sara Mesa

Rebeca Martín 9/10/2019

<p>Una libreta manuscrita.</p>

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Frialdad, crudeza, extrañamiento

Hace ya unos cuantos años mi profesor de literatura, uno de esos docentes rigurosos y torrenciales que encauzan vocaciones en los institutos de secundaria, se sorprendió al verme con un libro de Patricia Highsmith bajo el brazo. Mi profesor me dijo lo mucho que le gustaba Highsmith y cuánto le impresionaban la frialdad y la dureza de sus novelas; y si bien los motivos a los que él atribuía esa gelidez no vienen al caso, estos días he recordado sus palabras mientras leía Cicatriz (Anagrama, 2015) de Sara Mesa, una autora, cierto es, muy distinta a Highsmith, pero que, como ella, acostumbra a imprimir una crudeza inolvidable a sus novelas. De ahí que los comentarios sobre la obra de Mesa suelan circunscribirse al campo semántico de la frialdad y la dureza, y de ahí también que obras como Cicatriz susciten un extrañamiento que nos intriga e incómoda, que despierta nuestra curiosidad a la vez que nos repele.  

Gran parte de este extrañamiento radica en los recursos y técnicas que despliega Sara Mesa: el uso del presente (al que también recurre con similar contundencia y efectividad en una obra alejada de la ficción: la reciente Silencio administrativo); el estilo libre indirecto que filtra el mundo interior de los personajes, Sonia y Knut, e incluso las conversaciones que mantienen entre sí; los cuadros desordenados cronológicamente, como si la trama se hubiera quebrado y tuviéramos que recomponer minuciosamente sus pedazos… Incluso la selección de lo que se cuenta y lo que no contribuye a descolocar al lector: bien avanzada la novela, descubrimos que Sonia ha tenido un hijo, pero nada sabemos de las razones que la han llevado a ser madre, ni tampoco de su embarazo ni de la cesárea que revela la cicatriz de su vientre; es más: ¿cómo se llama el niño? Tal vez ponerle nombre a un crío de dos años no añada nada a la acción, pero sin duda su ausencia constituye un detalle indicativo de la atmósfera que quiere crear la autora y de dónde pretende dirigir la atención del lector. La afectividad, es obvio, no desempeña un papel fundamental en las peripecias de Sonia y Knut. Basta comparar la masoquista relación de dependencia que ambos se empeñan en cultivar con la ternura que une a Casi y el Viejo en la última novela de Mesa, Cara de pan (Anagrama, 2018); basta comparar, en efecto, la empatía y la compasión que despierta en el lector esta desigual pareja con la perplejidad en la que nos sumen los protagonistas de Cicatriz.

El escenario principal de la novela es una ciudad de provincias ubicada a unos setecientos kilómetros de Cárdenas, espacio imaginario que Mesa ha convertido en escenario habitual de su narrativa. Cárdenas, ciudad en la que vive Knut, nada tiene de singular, y tampoco lo tienen la localidad de Sonia ni la cotidianidad en la que se le escurre su vida, anodina hasta decir basta. Y sin embargo es el modo en que se nos sirve esa cotidianidad, tamizada por los ojos de una Sonia que a ratos parece una autómata, lo que provoca el extrañamiento. Si en las anteriores novelas de Mesa —El trepanador de cerebros (Tropo, 2010), Un incendio invisible (Fundación José Manuel Lara, 2011; Anagrama, 2017) o Cuatro por cuatro (Anagrama, 2012)— el extrañamiento se conseguía a través de la exacerbación de la excentricidad y la excepcionalidad de personajes, situaciones y espacios, a través, en fin, del coqueteo con la hipérbole y lo grotesco, el camino que elige la autora en Cicatriz es mucho más sutil por lo que tiene de representación realista. 

Así, la ciudad en vías de desmoronamiento, el parque temático decadente, la residencia geriátrica poblada por ancianos fantasmales o el internado que alberga una red de pederastia dan paso a la monotonía de la oficina, al piso vulgar de una barriada o a la ensoñación artificiosa y hortera del centro comercial en Cicatriz. Del mismo modo, la abstracción simbólica que encierran figuras como el funcionario Bennamousa y sus informes y agencias de estirpe kafkiana (Un incendio invisible) o Andrzej Wybrany, el venerable (y a todas luces falso) fundador del colich de Cuatro por cuatro, se disuelven en beneficio del mundo saturado de referencias reconocibles que hallamos en Cicatriz. La «sensación de simulacro, de pastiche, de irrealidad» que embarga al doctor Tejada en Un incendio invisible es la misma que se apodera de nosotros mientras leemos esta novela, repleta de sucesos rebuscados, chocantes, estrambóticos. En Cicatriz, por el contrario, nos enfrentamos a la nada del devenir cotidiano y al intento de los personajes de sortearla como buenamente pueden.

«Su vida es sin duda una vida artificial» 

Con estas palabras describe Raphaël de Valentin a Fedora, la mujer por la que bebe los vientos y que, está convencido, guarda algún escurridizo secreto. El comentario del joven protagonista de La piel de zapa de Balzac bien se podría aplicar a la vida de Sonia: esta también se nos antoja un tanto artificial, pese a que conocemos al dedillo el secreto que esconde y, de hecho, asistimos a su gestación. Toda la novela se vertebra en torno a la relación de Sonia y Knut —o el individuo que se hace llamar Knut, como el escritor noruego Knut Hamsun—, una relación que comienza cuando ella tiene veintidós años y se prolonga más allá de los treinta. Sonia tiene una beca en un archivo que encuentra absurdo y le aburre, una familia que considera una rémora y le aburre, una vida gris que, en definitiva, también le aburre. Sabremos, por lo que más adelante le cuenta a Knut, que ha tenido sus escarceos amorosos con hombres muy distintos, pero también que ya de niña disfrutaba enmascarándose e inventando historias por el placer de vivir otras vidas. Es, por supuesto, el aburrimiento el que lleva a Sonia a curiosear por chats y foros de Internet hasta dar con uno sobre literatura cuyos miembros le parecen más interesantes; y es ese mismo aburrimiento el que la decide a iniciar una relación epistolar (si las nuevas tecnologías admiten el término) con un hombre que le pide una foto para conocerla mejor. 

Knut empezará a enviarle libros escogidos a fin de comentarlos con ella (para otro artículo quedaría la glosa de la biblioteca que reúne Sonia a expensas de Knut, compuesta básicamente por novelas y cuentos de autores occidentales modernos), y de ahí pasará a los cedés, a los perfumes, a la lencería de lujo, a los zapatos caros, productos que roba en los centros comerciales. Sí, Knut ha hecho del robo un modo de vida: vive con su madre, no trabaja, reacio como es, según dice, a plegarse al gregarismo y al orden burgués, y roba para obtener todo aquello que desea (sus «adquisiciones», las llama). A Sonia le pide, eso sí, que le pague los gastos de envío; y le exige también que comenten los libros con una exhaustividad agobiante, que le detalle cómo le quedan unos zapatos que en realidad ella encuentra incómodos o unos sujetadores de encaje que la hacen sentir ridícula. Sonia, no obstante, se muestra complaciente y, en lugar de sincerarse con Knut, le sigue el juego, aunque por momentos se sienta acorralada en un callejón sin salida a causa de la situación que ella misma ha alentado.

Lejos de reproducir uno de esos tópicos esquemas narrativos que relatan de manera vertiginosa el nacimiento y la descomposición de un idilio con visos de morbosa anormalidad, Sara Mesa somete la relación de sus personajes a los avatares del tiempo. Así, a la vez que se acomoda a los usos de la sociedad en la que vive, firma un contrato laboral estable, se casa, se enreda en una hipoteca y tiene un hijo, Sonia recibe los regalos desmesurados de Knut, esquiva sus continuadas y puntillosas peticiones de atención, lo repudia cuando su vida oficial le ofrece los alicientes suficientes para sacarla de su marasmo, y recupera el contacto con él tres años después al darse cuenta de que las novedades (su matrimonio, su pequeño hijo) se han disipado ya. Pero nada parece colmar la insatisfacción de Sonia, que, como le afea Verdú, su marido, bebe cada vez más y sigue hundida en un hastío del que no le sacan nada ni nadie. 

La manera de subir la apuesta, de intentar sacudirse esa desidia, es concertar una cita con Knut, a quien nunca ha visto cara a cara. En este punto resulta tentador emparentar a Sonia con uno de los personajes prototípicos de la novela del diecinueve, el de la mujer adúltera. Sin embargo, el personaje de Sara Mesa no es Emma Bovary ni la Luisa de El primo Basilio, ni tampoco Anna Karénina o Ana Ozores. El propósito de Sonia es olvidarse durante unas horas de todas sus cargas y fingirse una «chica distinguida, elegante y despreocupadamente libertina» (p. 112), pero en ella no hay ni un ápice de la pasión rabiosa con la que los personajes de Flaubert, Eça de Queirós o Clarín se lanzan a los brazos de sus amantes, ni siquiera un atisbo de la ira que sienten por la vida monótona y opresiva a la que se han visto arrojados. En Sonia prevalece, una vez más, el deseo de impostura, aunque ¿qué obtiene de este fingimiento? Knut, con su traje chaqueta demasiado apretado, la voz alta y discordante, la piel irritada y desescamada por la foliculitis, los muslos gruesos y las manos sudorosas no parece el mejor compañero de viaje para semejante aventura. Ni siquiera los decepcionantes besos, y el abrazo que intercambian, excitan a Sonia, quien, aun así, continuará alentando sin demasiado entusiasmo las fantasías cada vez más poderosas que enardecen a Knut. En este sentido, Sonia está más cerca de los personajes abúlicos forjados también en el xix que de la mujer adúltera arquetípica.

Después de que muera su abuela, el miembro de la familia al que más afín se sentía, y después de que Verdú le pida el divorcio, Sonia intenta colmar el vacío sin fondo que la amenaza con más fantasías, e incluso promete a Knut que pasará una noche con él… dentro de un año. Y sin embargo, como reconocerá más tarde, Knut nunca ha despertado ningún deseo en ella: si alimenta sus fantasías y acepta sus regalos es, sobre todo, por una atracción fundada en el asco, en una profunda repulsión arraigada en ella desde el principio. Quizá habría sido mejor que Mesa no revelara tan abiertamente la raíz de los motivos por los que Sonia prolonga y estira hasta el absurdo una relación tan turbia e insatisfactoria; al cabo, una de las virtudes de Cicatriz radica en sus elipsis, en lo que calla y no revela, y una de sus fallas en los subrayados y en las imágenes demasiado obvias, como los paralelismos entre Sonia, el saltamontes achicharrado y el perro confinado a un patio interior. Sea como fuere, Mesa nos descubre abiertamente las razones de Sonia, y no resulta difícil detectar en ellas un probable afán de envilecimiento, una voluntad de autodestrucción de la que, no obstante, intentará despojarse de una vez por todas rompiendo por segunda vez con Knut. 

Antes señalaba que la vida de Sonia se nos antoja artificial, pero ¿en cuál de sus vidas debemos pensar? ¿En la vida de la Sonia oficinista, de la joven casada con un niño pequeño, la vida de la mujer preocupada porque bebe más cervezas y gin tonics de los que debería? ¿O en la vida de la Sonia que se escribe a escondidas con Knut y acepta sus regalos, la misma que empieza a percibir a su exmarido como un personaje irreal mientras halla soporte y consuelo en las fantasías de un tipo que se hace llamar como un escritor arrumbado por filonazi? Pero hay más: ¿en cuál de esas dos vidas encaja la Sonia que decide deshacerse de los regalos de Knut por eBay? ¿Y en cuál la Sonia que ha construido Knut en sus fantasías?

Perfumarse para cocinar

Más allá de algunas confesiones de orden biográfico, en sus inicios la relación de Knut y Sonia discurre por cauces intelectuales. Él le envía libros a ella para que los analice pormenorizadamente; y no se conforma con lugares comunes ni comentarios someros: exige profundidad, juicios originales y perfectamente fundados, escritos con la misma pulcritud y cuidado obsesivo que él pone en la redacción de sus extensísimas cartas. Uno de los temas recurrentes de su correspondencia es, de hecho, la escritura, pues Knut azuza a Sonia de continuo para que se anime a componer relatos o «pequeñas estampas narrativas». Con todo, su insistencia en que ella podría convertirse en una excelente escritora se basa en unos indicios cuanto menos endebles: ambos se conocieron en un foro literario, arguye Knut, ella le pidió unos libros y le confesó que ha escrito algún que otro poema. En realidad Sonia no ha mostrado ninguna pulsión creadora, ningún interés por consagrarse a la escritura, pero Knut se aferra a esos detalles para forjarse la imagen de una Sonia escritora. Y él, significativamente, se arroga el papel de tutor y maestro.

Cuando Sonia al fin se decide a escribir un cuento, Knut lo somete a una disección implacable. Su dictamen se abre con un encendido elogio («El relato es buenísimo», p. 50) que no tarda en verse desmentido por una ráfaga de críticas sobre la vacuidad y la inverosimilitud de ciertos detalles, por concienzudas enmiendas de orden semántico, gramatical y sintáctico, y por una valoración global que a Sonia le resulta ultrajante: exceso de retórica y metáforas, «escritura innecesaria y vacía», dependencia evidente de otros modelos o, directamente, copia… En una autora que, como Mesa, parece sopesar y pulir con esmero cada palabra, cada frase y cada párrafo de sus textos, este remedo de lección de escritura parece teñido de ironía. Pero, además, la tutoría literaria de Knut opera como una suerte de advertencia de lo que vendrá: en adelante, los comentarios de Sonia, incluso aquellos más espontáneos e inocentes, se verán registrados, fiscalizados y contemplados desde todos los ángulos posibles por un Knut inquisitivo y estomagante.

Knut no tiene empacho en reconocer que su carácter metódico y obsesivo roza la patología, como tampoco lo tendrá más tarde en confesar que sus fantasías con Sonia, los zapatos y la lencería fina son las de un fetichista. Él mismo, de hecho, atribuye sin sonrojo sus parafilias a un oscuro episodio infantil protagonizado por su madre. El problema es que los afanes controladores de Knut resultan, cuando no ridículos, francamente humillantes. Así, intenta convencer sin éxito a Sonia de que deje su trabajo y abandone a su marido y su hijo (bastará con que los visite de vez en cuando, dice) para dedicarse a escribir: él le pagará un sueldo. Cuando Sonia le dice que no le envíe más frascos de perfume, pues ya tiene demasiados, él le propone que se perfume para cocinar: «Eso te diferenciará del resto de las mujeres» (p. 99). Quizá la anécdota un tanto frívola del perfume empalidece ante el resto de acciones y ocurrencias de Knut (valga como ejemplo la saña con la que veja a M., otra de sus conquistas), pero nos da la medida del hombre ante el que nos encontramos: aunque casi da apuro señalarlo con tanta explicitud aquí, Knut es un machista de tomo y lomo cuya concepción de las mujeres se inscribe en una larguísima tradición misógina. A su parecer las mujeres son desmemoriadas, livianas, veleidosas; el símbolo de la feminidad, alecciona a Sonia, es el círculo en el que están atrapadas. En cambio, él va «en línea recta: rectitud y dureza, tal como determina la simbología masculina» (p. 151).

Uno de los mayores logros de Cicatriz reside en todo lo que tiene Knut de ambiguo y desconcertante. Pese a sus confesiones sexuales, pese al detalle con el que le acaba confiando sus fantasías a Sonia, Knut es un mojigato que utiliza eufemismos como hacerlo o bien escribe jod… y f… para referirse a los verbos que ya imaginamos. Una vez más, él mismo reconoce sin ambages su puritanismo y su aversión a la carnalidad. De lo que no habla abiertamente es del sentido provincial del que parece dotar los hechos, del significado religioso con el que otorga una dimensión trascendente a las causas y los efectos. Un día, después de que estén a punto de descubrirlo mientras adquiere varios productos para Sonia, ve a un chico caído en el suelo cuya mala fortuna interpreta así: «Sentí que Dios lo había querido castigar a él mientras instantes antes me salvaba a mí» (pp. 114-115). Y hay más ejemplos: «Nada que no estuviese previsto entonces en el orden del universo» (p. 148); «Ni siquiera se han arrepentido ante Dios. Si mañana viniese el diluvio ellos serían los primeros en ser arrastrados por el agua» (p. 159); «Pongo a Dios por testigo de que tengo precisamente esa certeza» (p. 163); «Lo que yo obtengo, solo Dios y yo lo sabemos» (p. 185)… Knut se revela como un caso clínico, más aún cuando, tras descubrir que Sonia vende sus regalos por eBay, desbarra, pierde el control, le envía sin venir a cuento fotografías de ancianos decrépitos y fragmentos de noticias sobre estrafalarios descubrimientos científicos. 

La Sonia de Knut es una entidad idealizada y mutante: una escritora en ciernes que progresa gracias a su mentor o la compañera de estudios que él nunca tuvo; su madre o su hija, su hermana incluso, «si no tuviéramos que preocuparnos por ciertas cortapisas incestuosas» (p. 136); un objeto de veneración inalcanzable, casi como las damas del amor cortés; la amante que lo contempla impertérrita mientras él se acuesta con otras, la mujer que se deja ultrajar sexualmente… Sin embargo, Knut no tiene más remedio que acabar aceptando el carácter terrenal e imperfecto de Sonia. Y es aquí donde cobra pleno sentido la cicatriz que da título a la novela, la marca de Sonia que Knut entrevió durante su encuentro en Cárdenas y en la que, para él, se cifra la verdadera naturaleza de su amada, una naturaleza fea y corrupta que ya no puede seguir obviando.

Vuelta a empezar

No hay duda: Knut es un cínico que adora los artículos de lujo facturados por esa sociedad burguesa de la que despotrica; un hombre de la periferia, de presumible extracción obrera, al que no le importa que el recepcionista nocturno de un hotel se vea perjudicado por sus mentiras; un machista impenitente al que cuando no le funcionan las consabidas estrategias de control y socavamiento de la autoestima ajena recurre a los ruegos y el victimismo; un fetichista con ínfulas providencialistas cuya idea de la felicidad es robar en un centro comercial mientras su amada lo contempla con arrobo… 

Sin embargo, Sara Mesa dista mucho de ponernos las cosas fáciles cuando de juzgar y poner etiquetas a sus personajes se trata. Al cabo, uno de los rasgos más acusados de su narrativa es el tratamiento transgresor de temas comúnmente considerados tabú, como la pederastia. En el caso de Cicatriz, la cuestión palpitante no radica tanto en Knut como en Sonia. Y es que, pese a lo mucho que a ella le cuesta librarse de Knut por segunda vez y despojarse del hartazgo que le provoca («una espesa sustancia maloliente», p. 167), lo cierto es que vuelve a buscarlo al cabo de los años para anunciarle que acaba de publicar su primera obra. Quizá a los lectores nos sorprenda la noticia (¿realmente aspiraba Sonia a escribir un libro? ¿Eso no formaba parte de las fantasías de Knut?), pero no así a él: siempre supo que tarde o temprano ella acabaría haciendo algo así, dice. Por añadidura, la respuesta de Knut encierra un pequeño acto de contrición, ya que admite su obstinado error en querer transformar a Sonia en alguien que ella nunca podría haber sido; cuando le enviaba toda aquella ropa, dice, «estaba vistiendo a un personaje» (p. 173), un reconocimiento con el que rubrica lo que Sonia ya había comprendido tiempo atrás: «Siente que Knut hizo planes para ella mucho antes incluso de conocerla, o siquiera de intuir su existencia» (p. 160). 

En todo caso, ¿por qué Sonia escribe de nuevo a Knut? ¿Acaso se siente culpable? Tal vez en su cabeza resuene la advertencia que él le hizo tras encarnizarse con aquel primer relato ya lejano: «Acuérdate: algún día te llegarán los elogios, y entonces deberías recordar que el primero que destacó tu valía fui yo» (p. 51). ¿O es que, tras la novedad de la escritura y la publicación, el hastío y el desencanto se abaten una vez más sobre ella? La presentación de su libro en Cárdenas es gris, las expectativas de ventas, deprimentes, la relación con su editor, de una vulgaridad aplastante. A la salida de la presentación, mientras toman unas tapas, la charla gira en torno al dinero, las subvenciones, la crisis… Todo tiene la pátina de una farsa en la que la literatura brilla por su ausencia, tal y como Knut le había anunciado en su última carta («Mi recomendación es que te alejes de toda esa farsa lo antes posible», p. 175).

Knut, siempre Knut. En la memoria de Sonia, este cobra la forma de una «amalgama de palabras, paquetes, etiquetas escritas en mayúsculas, sujetadores, zapatos de tacón, fotografías, espejos, cámaras de seguridad, vigilantes de incógnito, clínicas de cirugía estética, libros, más libros, mensajes, presiones, mentiras, sueños» (p. 192). Y, aun así, en las últimas páginas de la novela lo busca por las oscuras calles de Cárdenas hasta llegar a uno de los lugares que recorrieron durante su único encuentro, un sórdido edificio de oficinas semiabandonado. Cicatriz acaba donde comenzó: si la novela se abría con Knut y Sonia penetrando en ese espacio desangelado, concluye con Sonia de camino al mismo edificio, esta vez sola, pero convencida en su fuero interno de que allí se reencontrarán ambos. A los lectores nos queda la amarga sensación de que Sonia está condenada, se diría que incluso predestinada, a dar vueltas en una rueda sin fin, como si, en definitiva, Knut le hubiera marcado de antemano el sendero circular que debe recorrer y ella, enfrentada al vacío de su existencia, no tuviera otro remedio que rendirse a él.

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Autor >

Rebeca Martín

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