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Hubo un momento en que en los balcones había pancartas con el mensaje “refugees welcome”. No hace tanto de una manifestación que llenó las calles de Barcelona defendiendo la llegada de refugiados. Las redes sociales han ardido este verano contra el bloqueo del barco de Open Arms. Pero los que llegan aquí siempre son los otros. Y si son distintos a como los habíamos imaginado, o no se parecen a nosotros, tienen otro color de piel y llegan jóvenes, solos y sin familia, saltan las alarmas y empiezan las excusas. La llegada de menores de edad extranjeros los últimos años ha solido ir acompañada del eterno miedo a lo desconocido. Un miedo que ejerce de barrera, porque lo más fácil es mirar hacia otra parte y hacer como si no los viésemos.
Pero también hay quien va más allá y rechaza abiertamente estos jóvenes, estigmatizados bajo las siglas MENA, el acrónimo de “Menores Extranjeros No Acompañados”, un término jurídico que se ha acabado usando para crear un concepto que estigmatiza y deshumaniza a la vez. En mayo, el rechazo social hacia estos jóvenes se manifestó de nuevo en Rubí, a raíz de la apertura de un centro para menores extranjeros no acompañados. Vecinos del barrio donde se tenía que ubicar protestaron durante una visita de la DGAIA y la alcaldesa del municipio se posicionó al lado de los vecinos.
El centro tenía que servir para trasladar a unos cien jóvenes que desde hace un año viven en un hotel de Sant Just Desvern. El traslado estaba previsto para el verano, pero después de la polémica, por ahora no hay fecha. Cuando estalló el conflicto, escuchamos declaraciones cruzadas de la DGAIA, la alcaldesa de Rubí, partidos político, entidades y la asociación Exmenas. Todo el mundo dio su opinión. Pero a los protagonistas de esta historia aún no los hemos escuchado. Puede que un modo de perder el miedo a lo desconocido sea conocer de primera mano los jóvenes que llegan para continuar con sus proyectos de vida. Porque, ¿de quién hablamos cuando nos referimos a estos cien menores extranjeros no acompañados que tienen que ir a vivir a Rubí? ¿Cómo es su día a día? ¿Cómo encaran el futuro? ¿Qué sueños tienen?
Hablamos con 7 de los 114 jóvenes que viven en el hotel City Park de Sant Just Desvern (Barcelona): Fofana, Issa, Lamarana, Solo, Dani, Camara y Mohamed. Desde hace unos meses, su casa es este hotel. En concreto, las tres plantas del centro Kirikú para menores extranjeros no acompañados, habilitado en este hotel de cuatro estrellas que combina la actividad del establecimiento con la del día a día del centro, en el que trabajan unos cuarenta educadores. Nos abren puertas para descubrir cómo son sus rutinas en un centro atípico como este, que en los últimos meses se ha convertido en hotel y casa a la vez.
Mohamed, 16 años, Mali
La entrada es espacio de encuentro. Entre turistas que llegan y se van, trabajadores del hotel y los jóvenes que viven en el centro. El trato es cordial. No hay problemas de convivencia. Pero cada uno tiene claro cuál es su lugar y no hay mucha relación entre unos y otros. Al lado del mostrador de la entrada, una puerta conduce a las tres plantas inferiores habilitadas como centro para los jóvenes. A la izquierda, un ascensor. Hoy una de las educadoras tiene un esguince y lo coge con uno de los chicos, pero desde recepción avisan que no se puede usar: “Los ascensores son para clientes”. Cada uno tiene claro su lugar.
Mohamed tiene la sensación que lleva tanto tiempo viviendo en el centro, que ya no se acuerda exactamente cuando llegó: “hace mucho”, resume entre risas. Habla con la misma calma que transmite cuando se mueve por el centro. Paso lento pero decidido. Cuenta que llegó de Mali sin conocer nadie y en el centro ha hecho muchos amigos. En general lo pasan bien, pero también admite que tiene momentos tristes. Para Mohamed, más que pensar en el futuro, lo más difícil de vivir aquí es “recordar el pasado”
Sekou, 16 años, Costa de Marfil
Colores neutros. Iluminación tenue. Es un pasillo de hotel con acceso a las habitaciones. Pero en estas no se alojan turistas ni congresistas. Se han habilitado literas, y hay sitio para cuatro, seis o ocho personas, depende del espacio. Sekou comparte habitación con cinco compañeros más. “Soy de los que voy a dormir primero”, explica. Y se levanta cada día a las siete. Lleva el móvil en el bolsillo y aprovecha para escuchar música, y destaca el rapero francés Booba. “También me gusta cantar”, añade. Pero tiene claro su sueño y no pasa por la música: quiere ser futbolista.
Sekou tiene la mirada seria, excepto cuando habla de fútbol: entonces le brillan los ojos. De pequeño ya jugaba cada día al salir de la escuela. Ahora le gustaría encontrar un club para entrenar, pero de momento juega con los otros chicos del centro en un campo de fútbol cercano. Sueña con poder jugar de defensa en algún equipo y llegar a representar a su país, Costa de Marfil. Y si el fútbol no funciona, le gustaría trabajar de lampista o mecánico. Más allá del trabajo, piensa en viajar y conocer países de Europa. El mundo es muy grande.
Solo, 17 años, Guinea
La habitación es el territorio personal. Es su casa dentro de este centro donde viven más de cien jóvenes y que forma parte de un hotel aún más grande, en el que cada noche se aloja gente diferente. En la habitación tiene sus cosas y es el lugar para los momentos de intimidad. También es un espacio compartido en el que se hacen bromas. Su habitación tiene dos pisos y alberga a seis personas, cuatro en las literas de abajo y dos más arriba. Las diez de la noche es la hora límite para estar fuera del dormitorio. Una vez dentro, hay quienes optar por dormirse mientras que otros escuchan música o hablan por el móvil. “Miro internet, escucho música... Tengo una aplicación que me avisa cuando hay noticias”. También consulta el Journal de Guinea para saber lo que pasa en su país. “Hace dos semanas estaba fatal, pero ahora está todo un poco más calmado”, cuenta.
De martes a sábado, Solo hace de aprendiz en un restaurante de Barcelona, cerca de Plaza España. Disfruta “cocinando, cortando pescado, gambas, carne...”. Vuelve al centro a las tres y por las tardes estudia. “Los domingos estoy cansado”, explica, y solo tiene ganas de jugar al fútbol. Solo habla despacio y se toma su tiempo para responder. La mirada directa y una media sonrisa. Tiene las cosas claras y cuenta que es tranquilo, pero que también se enfada fácilmente. “Después se me pasa rápido, soy así”, admite. En el centro conoce a muchos chicos y comparte actividades con ellos, pero afirma que “de amigos en quien confiar, sólo tengo uno”. Hablan mucho, “de la vida en el centro, de mi país, del suyo, de qué haremos en un futuro...”. Piensa en el futuro “cada día” y dice que lo único que le asusta es “tener problemas”. A lo que aspira es a “tener una vida mejor y poder estar tranquilo”.
Dani, 16 años, Somalia
Las escaleras son oscuras. La luz se ilumina con un sensor, un poco lento, al detectar cuando pasa alguien. Si no estás habituado y te coge bajando a media escalera, pasarán unos segundos antes de que vuelva a encenderse. Pero los jóvenes hace meses que suben y bajan estas escaleras y ya se las conocen. Pueden moverse bien sin luz y sin tropezar. Dani ha sido uno de los últimos en llegar al centro, apenas hace dos meses. Es de Somalia y habla un inglés perfecto. Ahora aprende catalán y castellano, que no le resulta muy fácil, pero asegura que “es muy divertido” y mejora día a día. Le gusta la vida en el centro: destaca la buena relación que tiene con los otros chicos y también con los educadores, “el ambiente general es muy positivo”. Y agradece vivir en una ciudad más pequeña que Barcelona, porque “se está muy tranquilo”.
Dani sonríe todo el rato. También cuando recuerda su país. En el centro solo hay dos somalíes. El otro también llegó hace poco. Admite que echa de menos muchas cosas, pero sabe que “no se puede tener todo” y ahora busca el modo de integrarse, “de hacer nuevos amigos y aprender bien las lenguas para seguir estudiando”. No duda al responder a qué le gustaría dedicarse: “mi prioridad es trabajar en cocina; si no sale, me gustaría ser socorrista en las playas para salvar gente, sería un gran trabajo”. Y la sonrisa se le ensancha un poco más.
Camara, 17 años, Guinea
En la planta menos 2 está el comedor. En realidad, dos comedores, uno al lado el otro. Uno es para los clientes del hotel. Y justo al lado, hay otro para los chicos del centro. Suelen coincidir en el desayuno pero cada uno sabe dónde tiene que ir. El comedor de los jóvenes también sirve para alojar los talleres y las clases y como sala de reuniones para jugar a las cartas o a la Play. Hay un gran ventanal, que da al exterior, y unas cortinas largas, clásicas de hotel, que tapan la luz los días más soleados. Es uno de los puntos de encuentro de estos jóvenes que comparten una situación similar aunque cada uno la viva a su manera. Camara admite que no es fácil. Mira todo el rato a los ojos del interlocutor y mide sus palabras. La voz es dulce y pausada, pero habla sin tapujos. “La situación es difícil, pero he conocido a gente buena, compañeros, educadores y también personas fuera del centro; hay gente a la que no podré agradecer nunca todo lo que me han ayudado psicológicamente”.
Camara es de Guinea y cuenta que su país “está muy mal”. “Hay un presidente que quiere mantenerse en el poder para siempre”, dice. Se marchó por eso y por “otras muchas cosas” que no termina de aclarar. Estudia en un centro lingüístico en Barcelona y le gustaría matricularse en la facultad de Historia. Aunque está a gusto en el centro, reconoce que hay que tener “la cabeza muy en su sitio para vivir mucho tiempo aquí”. “Es muy difícil vivir en un sitio sin saber qué será de tu futuro, sólo las cosas que la gente pregunta, comer, dormir y esperar, esperar, esperar”. Le cambia la mirada cuando habla de esta espera: “esperas porque te dicen que esperes, esperas porque tampoco sabes qué va a venir, siempre esperas”. Y la incertidumbre duele.
Issa, 16 años, Mali
Los bares de los hoteles son extraños. Al menos de día. Hay poca gente, se convierten en sitios de espera, de paso. Aquí hay uno situado justo detrás del mostrador de recepción. La barra es semicircular. El ruido de la máquina de café se confunde con algún cliente que acaba de llegar y pregunta algo en inglés en la entrada. Desde aquí también se accede a una terraza de cemento con cuatro mesas y sillas de mimbre. En la barra hay cuatro taburetes, donde hoy se sienta Issa. A los dieciséis años, hay quien ya tiene una mirada desafiante y quien aún conserva la inocencia. Issa es de los segundos. Educado y tímido, los ojos le ríen al poco rato de la conversación.
Muchos de sus compañeros sueñan con el fútbol, pero él reconoce que no le gusta especialmente. Y, en cambio, siempre que puede, aprovecha para ir a pasear por Barcelona. “Me gusta porque veo mucha gente negra, como yo”, explica sonriente, “y porque veo que la gente trabaja mucho, aquí hay trabajo”. Mirando al futuro, su objetivo es el trabajo: “mi sueño sería trabajar de lampista o electricista y ahorrar mucho para poder vivir”. Para conseguirlo, tiene claro que quiere estudiar. De momento, va a clases de catalán y castellano. Y lo complementa con otros métodos que le ayudan a aprender los idiomas: “utilizo Google Traductor con el móvil y escucho música española”. Pero no todo es estudiar y con el móvil también desconecta. “Lo uso para escuchar música de Mali”, explica. Y recomienda artistas de su país, como Toumani Diabaté o Aya Nakamura.
Lamarana, 16 años, Guinea
Desde la terraza de la planta principal se accede a la piscina. Se llega cruzando una terraza y bajando unas escaleras. Es pequeña y poco honda. De fondo, se oye el tráfico de la carretera, coches, buses, tranvía. Pero rodeada de césped y árboles, transmite calma. Con el buen tiempo, todo el mundo busca el momento para bañarse. Tanto los turistas, que quieren relajarse después de visitar Barcelona, como los jóvenes que aprovechan para huir del calor. Cuando no es verano, no se baña nadie. Pero continúa siendo un lugar tranquilo, incluso más, alejado del bullicio del hotel y del centro. Lamarana se ha bañado alguna vez, pero él, para distraerse, prefiere el skate. Lo ha descubierto hace poco y se lo lleva a todas partes. “Cuando tengo que salir, salgo con el skate”, explica. Y cada día aprovecha para patinar, solo o con algún educador.
Lamarana se abre enseguida. Habla como si no te acabara de conocer. Es directo y se explica sin manías: sobre él, sobre la vida en el centro o sobre lo que le gusta hacer. Pero también sabe lo que no quiere contar y algunas preguntas las responde solo con media sonrisa que también hace de respuesta comodín. No le gusta estar solo, “prefiero estar siempre con gente”. Es muy sociable y cuenta que pasa muchos ratos con los amigos que ha hecho en el centro. “Jugamos, salimos y hablamos. De lo que nos pasa aquí, cosas buenas, cosas malas... Un poco de todo”. Y cuando le preocupa algo en serio, en quien confía es en los educadores del centro. Aquí está muy a gusto, pero también explica que le gustaría vivir solo, o con amigos. A corto plazo, se imagina trabajando de electricista o en una cocina y viviendo en Barcelona. Y mirando más a largo plazo, viajando por Estados Unidos: “Tengo amigos allí y me gusta la vida que llevan”. Dice que tiene unos cuantos sueños, no quiere contar ninguno en concreto pero tiene claro que “tienes que tener muchos sueños para conseguir cumplir alguno”.
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@carmevt
Fotos: Raül Clemente (@clemente_raul // IG @raulclementemolina)
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Autora >
Carme Verdoy
Autor >
/
Autor >
Foto: Raül Clemente
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