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Bula fiscal.
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Los cambios de ciclo histórico comportan requerimientos profundos de adaptación y transformación social. La evolución del mundo en las últimas décadas pone en cuestión casi todos los paradigmas sociales y económicos dominantes hasta el momento. Presenciamos cambios económicos, geopolíticos y demográficos que dejan obsoletos los viejos modelos explicativos y las políticas inerciales que no se enfrentan a las necesidades reales que nos exigen esos cambios.
Heredamos, además, una crisis con extraordinarios costes sociales. La tambaleante recuperación económica sigue sin resolver los altos índices de desigualdad, paro y precariedad laboral y social o la subsistencia de debilidades estructurales del modelo socioeconómico gestado en la última mitad del siglo pasado.
Para quienes creemos que sin justicia fiscal no hay justicia social, es especialmente preocupante observar cómo esos cambios están afectando gravemente a la recaudación y a la equidad de nuestros sistemas impositivos.
La fiscalidad sobre las empresas tiende a recaer exclusivamente sobre las medianas y pequeñas, necesitadas de una sede física. Las grandes empresas se deslocalizan sin problema. Un reciente informedel FMI (no parece fuente sospechosa de izquierdismos demagógicos) lleva un título expresivo por sí mismo: “El ascenso de las inversiones fantasma: las sociedades instrumentales socavan la recaudación de impuestos en mercados avanzados, emergentes y en desarrollo”.
Según este informe, el 40% (15 billones de dólares) de las inversiones extranjeras directas en el mundo en el año 2017 fueron “inversiones fantasma”, es decir, operaciones de las multinacionales entre sus filiales para eludir el pago de tributos. Y esa proporción ha crecido más del 33% en menos de una década. “Una multinacional puede usar ingeniería financiera para transferir grandes sumas de dinero por todo el mundo, trasladar activos intangibles muy rentables o vender servicios digitales desde paraísos fiscales sin tener una presencia física”, señala el informe.
El término internacional acuñado para denominar estas estrategias de planificación fiscal que trasladan los beneficios a países de escasa o nula tributación y eluden de esta forma el pago del impuesto sobre sociedades es BEPS (en inglés Base Erosion and Profit Shifting, en español “Erosión de la base imponible y traslado de beneficios”). Así se denomina también el proyecto puesto en marcha por la OCDE a partir de 2013 que trata de combatir estas prácticas de evasión fiscal. Más de un lustro después, tenemos más estudios que realidades.
El problema anterior se agrava en el caso de las empresas digitales, englobadas popularmente ya bajo la denominación de GAFAs (por Google, Amazon, Facebook, Apple y otras similares). Estas empresas operan en prácticamente todo el mundo, pero no necesitan el “establecimiento permanente” que debería vincularlas al pago de tributos en cada jurisdicción fiscal. Sus prestaciones quedan así fuera de los sistemas tributarios convencionales. Muchas de ellas, además, obtienen sus beneficios fundamentalmente de la información que extraen de sus propios usuarios, formalmente gratuitos. Y ello queda prácticamente exento de impuestos. La denominada “tasa Google” intenta ser una primera aproximación a un tratamiento más adecuado del negocio de estas empresas.
Como vemos, aproximaciones lentas, desordenadas, poco eficientes…
A lo anterior, hay que añadir la creciente desfiscalización de las rentas financieras y del capital, con vías de evasión evidentes, presión fiscal inferior de forma manifiesta y tratos de favor de los activos más especulativos frente a las formas de ahorro más populares. Ineficiencia y falta de equidad en el mismo bloque.
Como resultado de todo ello, el peso recaudatorio de los impuestos recae de forma creciente, ya casi exclusivamente, sobre el trabajo asalariado, el ahorro modesto y determinados consumos de proximidad. Quedan fuera del pago de impuestos, precisamente, los capitales, los ingresos y los consumos más ligados a niveles altos de renta y riqueza, frente a la presión soportada por las clases medias y bajas.
No es de extrañar que la mayoría de la población, la que sustenta la recaudación, no entienda aquello de que la presión tributaria es baja. Porque, objetivamente, para las rentas del trabajo y el consumo cotidiano, no lo es. El problema está en las enormes inequidades del sistema y los elevados y desiguales niveles de fraude y evasión.
Estos últimos crecen de tal forma, gracias en buena medida a la impunidad de las guaridas fiscales, que el clamor de denuncia se hace oír ya en las instituciones internacionales. Un contundente informe aprobado en primavera por el Parlamento Europeo estima que se escapan de la recaudación pública europea al menos 200.000 millones de euros anuales por diversas grietas de deficiente regulación o tratos escandalosos de favor a determinados contribuyentes. Para sellarlas, entre otras medidas, el documento propone la creación de una fuerza policial y una unidad de inteligencia europeas.
Desgraciadamente, la experiencia muestra las enormes dificultades que acompañan en la Unión Europea cualquier intento de poner coto a las políticas tolerantes con la evasión, el fraude y las guaridas fiscales.
Los fenómenos descritos conllevan que nuestros sistemas tributarios se muestren crecientemente regresivos, inequitativos e insuficientes para financiar servicios públicos esenciales. El futuro parece dibujarse todavía peor: esas fuentes que sostienen la recaudación presente son declinantes. La evolución tecnológica está propiciando un descenso creciente del peso de las rentas de trabajo asalariado y la precarización del empleo. El comercio global de bienes y servicios se concentra más y más en esas empresas oligopolistas que, ya hemos visto, eluden el pago de impuestos impunemente. El trabajo asalariado y el comercio de proximidad van perdiendo peso creciente en la economía del siglo XXI, con lo que se resienten también las recaudaciones impositivas.
¿De dónde pueden venir entonces los recursos públicos en el futuro? Es evidente que el sistema tributario heredado del pasado siglo no responde a las circunstancias del presente. Ello repercute en un deterioro creciente de las finanzas públicas, tanto en términos de ingresos como de equidad, progresividad, eficiencia y cumplimiento de obligaciones tributarias.
Tales cambios y la preocupación, justificadamente creciente, por las amenazas medioambientales hacen necesaria una reflexión académica profunda sobre cómo ha de ser la fiscalidad del siglo XXI, de forma que pueda dar respuesta a los retos antedichos.
Es necesario que los investigadores, alejados de las contiendas políticas y de las urgencias cortoplacistas, diseñen un sistema coherente de tributos que reemplace los viejos esquemas, que estimule el cuidado ambiental y la eficiencia económica, que garantice los recursos suficientes para la financiación del gasto público. Todo ello imprescindible tanto para garantizar los derechos de ciudadanía como para mantener la progresividad y la justicia fiscal.
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Juan A. Gimeno es miembro de Economistas sin Fronteras. @EconomiaJusta
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y esta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.
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