Tribuna
El libertario y el voto
La habilidad de los poderosos ha divido a la sociedad en dos partes. La trampa, es que, en el fondo y salvo algún detalle, son iguales
Javier Sádaba 4/11/2019
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En principio parece que un libertario no debe votar en una democracia representativa. En dicha democracia los partidos políticos son sus columnas y los votantes los que las sostienen. Y no hay Sansón que ayude a derribar a aquellas o a convencer a estos. Por otro lado, si para un libertario el voto es un acto vacío que perpetúa aquello contra lo que se lucha, lo puede utilizar como elemento de distorsión y sin ningún respeto. Puede hasta votar por molestar. En el primer caso se trata de un no votar lógico. En el segundo, de un voto coyuntural o que se usa para fastidiar. Las circunstancias dirán si es más adecuada la opción que se atiene sin más a los principios o la que vota en una concretísima circunstancia o por reírse del sistema. Hay argumentos a favor de las dos posturas, aunque yo me inclino por la primera. La coherencia es preferible a la incoherencia y, además, quien vota, diga lo que diga, colabora con el sistema.
Llaman más la atención los que votan dentro de la democracia existente y que, ridículamente, son considerados como ejemplares ciudadanos. Estos se visten de domingo, dicen, o les dicen, que es un día en el que se festeja la libertad y hasta se sienten ufanos por colaborar a que se mantenga la vida y la convivencia, si no en todo el planeta, sí en nuestro trozo de tierra. Es para algunos una especie de romería, de sentirse importantes, de ser fieles a una tradición familiar o simplemente votar por votar, como quien va a un importante partido de fútbol del equipo de toda la vida. Es obvio que los individuos, y no por ignorancia culpable, no son responsables de que en una elección racional no se pueda obtener la votación más perfecta. Existe una demostración matemática que muestra su imposibilidad. Pero sí se puede, si el acto de votar no es un puro juego, estar informado de lo que se vota y tener la suficiente libertad para optar por lo que uno desee. Es en este punto en donde aparece todo el paripé de las votaciones en general. Digamos antes de seguir que lo de la información y la libertad suena a cuento de hadas.
Y es que se supone que el ciudadano, palabra con la que a tantos se les llena la boca, cumple los siguientes requisitos si no se limita al juego de la gallina ciega. Supongamos que pertenece a un partido, al PSOE por ejemplo, que se autodenomina de izquierdas. Si no es un robot o una marioneta, habrá, como mínimo, echado un vistazo al programa que va a votar. Deposita su voto y no como mero rito sino como compromiso o promesa que cumplirá lo que se esconde en la doctrina que abraza. Y los cuatro años siguientes actuará en función de aquello con lo que se ha comprometido. Sus actos cotidianos serán el reflejo de su ideología. Volvámonos a otro partido, el PP que no hace falta que se proclame de derechas, lo lleva en la solapa. El recorrido será el mismo, solo que en sentido contrario. Se advertirá enseguida que lo que acabo de decir es ciencia ficción. La mayor parte de los alegres votantes meten en la urna la papeleta como la podían tirar al aire y, aparte de otras cuestiones que tienen que ver con la tradición o la presión familiar o social, se inclinan por el más guapo, el más apuesto, el que mejor hable, aunque no diga nada, o el que les gusta como gusta un buen bocadillo o una tila cuando estás nervioso. Esa es la ceremonia. Una ceremonia que parecería banal pero, en realidad, es perversa y corrompe lo que queda aún de una vieja y noble idea democrática.
La razón es que el voto disimula que todos están haciendo lo mismo bajo la cínica creencia de que son muy distintos. Si lo decisivo en la vida es la conducta, no lograríamos diferenciar a los que votan a uno u otro partido salvo en raras excepciones. Su vida sociopolítica se rige por los mismos patrones. De ahí que el esquema real sea el siguiente. La habilidad de los poderosos, cada vez menos pero con más, frente a los muchos, cada vez más pero con menos, o una fuerza mágica que todo lo domina, ha partido en dos la sociedad, A y B. A cree que todo lo que dice y hace B es malo, impresentable, destructor y antidemocrático. B, por su parte, opina lo mismo de A. Son como las dos partes de un círculo. Lo que sucede, y ahí está la trampa, es que, en el fondo y salvo algún detalle, son iguales. El sistema aplaude. Se simula la democracia eliminando la argumentación, la libertad de los individuos y con una publicidad que es el pasto de unos y de otros. Por lo demás, las conductas, que es lo que importa, son semejantes. Y quien se salga del círculo será tachado de todo lo que realmente importa a un libertario: la diferencia respetada, la unión no forzada, la solidaridad encauzada, la autogestión en vez de la imposición.
No hay que hacerse muchas ilusiones de que esto cambie. Solo queda registrarlo y, si es posible, desenmascararlo y, cuando los dioses nos sean favorables, cambiarlo. Pero de arriba abajo, y no de lado a lado para continuar engañando. Como en el circo, uno hace de listo y el otro de tonto. Pero el circo, bello y sabio, es una cosa y la vida política es otra. Hoy precisamente ni bella ni sabia.
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Javier Sádaba
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