El cumpleaños de Evo Morales
Crónica de un aniversario celebrado hace seis años con el entonces presidente de Bolivia en su casa de Cochabamba, recientemente saqueada
Rafael Gumucio 13/11/2019
Evo Morales y el escritor Rafael Gumucio.
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Este cuento es viejo. Ni el que lo escribe ni Evo Morales, su protagonista, somos los mismos. Entre medio hubo elecciones, golpes, pillaje a esta casa que aquí describo. La historia siempre fue más compleja de lo que queríamos y esperábamos pero algo de la frescura y novedad de ese tiempo aún existe. Con sus errores y escasos horrores, Evo es lo mejor que le ha pasado a Bolivia en más de medio siglo. Esperamos que eso siga siendo, después del devenir infiel de la historia, de alguna u otra manera cierto.
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—Falta el Beni nada más —se lamenta Evo Morales, presidente casi vitalicio de la Republica Plurinacional de Bolivia, tomando de a sorbo una Gattorade que le ayuda a recuperarse del partido de fútbol que perpetró a cuatro mil metros de altura esa misma mañana. El Beni, en el selvático norte, es la única región donde no ganó las elecciones. Próspera y ganadera, ahí los dueños de la tierra aún controlan el voto de sus inquilinos, explica Evo.
Es una casa cualquiera de un barrio cualquiera de Cochabamba. Los vecinos saben que el presidente pasa algunos días ahí cuando quiere descansar de los cuatro mil kilómetros sobre el nivel del mar en los que vive normalmente. Le gusta no ser nadie en Cochabamba. Abre él mismo la casa sin guardias, empleados, asesores, carpetas, celulares. Sólo un hombre muy bajo y barbado, que el presidente presenta como “mi embajador en Chiquitolandia”.
Evo no se ha quitado la camiseta azul de su equipo de futbol, el Sports Boys (que lo contrató de volante central esta temporada, convirtiéndolo en el jugador profesional más viejo del mundo). Es la víspera del cumpleaños de Evo Morales (el 26 de octubre), una fecha que solía pasar por alto cuando era un dirigente cocalero, porque de chico le enseñaron que cumplir un año menos de vida no es para celebrar. Fecha que ha ido celebrando desde hace unos años, más como una forma de reunir a su equipo de trabajo, de agradecerles, de cohesionarlo, de hacerlo parte de su leyenda, que empieza en el lugar mismo donde suele celebrar los cumpleaños, en la zona cocalera del Chapare, donde, partiendo como encargado de deportes del sindicato campesino, se hizo dirigente de todos ellos.
“Se sabe cuando empieza, pero no se sabe cuando termina”, me avisa mi primo Marco sobre el cumpleaños en el Chapare.
“Trópicos en estado salvaje”, nos advierten otros miembros de la comitiva, 40º Celsius como si nada.
Los que sobreviven son para siempre, esa es la gracia. Un calor y una humedad que litros de chicha, cerveza y Singani (un aguardiente de 80% de alcohol), con que brindan abundantemente sus amigos y ministros, no ayudan a conjurar. A mi primo Marco, que ha sido tres veces candidato a presidente en Chile y es hijo del líder asesinado del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario), lo invitaron como un gran honor a la fiesta en el Chapare.
Me invitó a mí porque somos como hermanos (o quizás lo somos, no he vuelto a verlo desde más o menos ese cumpleaños) y yo quería conocer Bolivia, de donde nuestros ancestros comunes vienen.
—Yo tengo que comenzar las clases el lunes. Y tengo la radio —me disculpé cuando me ofreció el fin de semana entero en el Chapare.
¿Pero cómo puede entender Marco, mi primo, mis disculpas de funcionario? Su papá murió teñido de rubio en el techo de una casa en San Miguel donde su amante paría un niño muerto. Le dispararon a contraluz el 5 de octubre de 1974. Y eso fue sólo el comienzo de la vida de mi primo, que tenía cinco meses y no ha dejado desde entonces el vértigo de ese techo, la presidencia, los viajes, todo un torbellino.
Y yo que tengo que llegar a la oficina el lunes y no puedo faltar a la radio ni para el cumpleaños de Evo Morales.
—Tienes razón, huevón—me responde, porque después de todo soy su primo mayor y quizás algo respeta que sea un funcionario, que haya en esta familia al menos un funcionario—, las huevadas que no se sabe cuándo terminan dan miedo. Le voy a decir que nos vamos antes del cumpleaños. No, huevón, curados en la selva con unos mosquitos del tamaño de un humano.
Y mi primo empieza una larga tratativa por teléfono con Evo y sus asesores para que convertir la semana de cumpleaños en el Chapare en una visita de noche en la casa de Cochabamba.
—No entiendo nada de lo que habla —se queja mi primo, colgado al teléfono mientras Evo se exaspera porque tampoco vamos a verlo jugar fútbol a las orillas del lago Titicaca—. Lo del fútbol es peor desaire que el cumpleaños—se queja mi primo.
Evo quiso ser futbolista, cuenta siempre que puede. Entró al sindicato en la comisión deportiva. Luego fue trompetista y ahí, cuando los dirigentes fueron diezmados por el Estado, derivó en jefe y dirigente cocalero, manifestante eterno en las puertas de la Paz y luego presidente. Uno de los pocos que ha terminado su mandato y otro y otro más. Uno de los pocos que ha hecho que Bolivia sea más rica y más igual y sobrevuelen La Paz teleféricos rojos y amarillos y verdes, el metro en las alturas en esa cuidad en que todo es al revés y los ríos no corren sino que resbalan y las casas se abrazan unas a otras rodando hacía la catedral de arena gótica en que termina el valle que no es un valle sino un pozo sin fondo, uno ojo sin pupilas entre coronas y más coronas de nieves y lava y mercados de pulga en que puedes comprar fetos humanos y helicópteros de guerra, más infinitos restos de cosas sin nombre ya.
–Estoy tomando tabletas—se disculpa Evo por no acompañar al resto, que toman Johnny Walker etiqueta verde y maní japoneses que fuimos a comprar a la botillería de la esquina cuando el “embajador en Chiquitolandia” nos mostró los amplios refrigeradores de la casa absolutamente vacíos.
—Es alto este huevón de Evo. Como que le sobran veinte centímetros —le comento a mi primo mientras vamos a comprar a la botillería de la esquina.
Un barrio cualquiera de cualquiera cuidad latinoamericana, pienso. Cochabamba, la cuidad donde reinaron los Gumucio alguna vez, una ciudad cualquiera de Latinoamérica. Y la casa de Gil de Gumucio, el palacio colonial en que durmió Simón Bolívar, que es una destartalada casa de adobe entre dos anillos de carretera.
—No lo entiendo nada—comenta mi primo—. Pensé que era por el teléfono, pero en persona es peor. ¿Cuánto es?
El botillero le da un cifra que pagamos en infinitos billetes.
—Pensé que Cochabamba era un imperio, con razón somos tan mal hechos. Con razón nos sale todo mal. Hace frío, huevón. ¿Dónde esta la casa?
—Igual es raro ser presidente de un país y vivir solo en una casa de futbolista de segunda división. No digo que viva en una mansión, pero estar solo, tan solo. Qué raro.
—Son todos raros, huevón, los políticos. Te lo digo yo, los conozco a todos, personalmente. Están enfermos todos de la cabeza. Yo soy el huevón más normal de la política mundial y estoy completamente loco. Ahí está la casa.
Sale a abrirnos el “embajador en Chiquitolandia”. Volvemos al cuarto de estar, donde Evo sonríe como sonríen los niños, con todos los dientes amarillos que brillan más aún en contraste de su piel morena. Ese rostro cuadrado que no permite adivinar en qué esta pensando, no porque esconda nada sino porque parece que no haya distancia entre él y él mismo, que no haya secreto, que la política sea todo él, y no el juego de piezas y de intereses y de razones que es para el resto, sino la misión de ser Evo Morales y ganar elecciones. Ser esa máquina de símbolos, ese engranaje sin fin de sí mismo que es Evo Morales escuchando en el equipo gigante las canciones de su más reciente campaña. Eso y los muebles, los cuadros, los galvanos, que son regalos de otros mandatarios, iraníes, chinos, venezolanos, claro, porque Chávez prefería reunirse en Cochabamba que en La Paz, donde no aguantaba la puna. “El hermano menor”, dicen; hablan en clave de Maduro, que no hace nada bien.
Odio a Maduro, el latinoamericanismo, el populismo, trato de recordarme a mí mismo. He escrito sobre eso muchas veces. Es de las pocas cosas que tengo claro. ¿Pero odio realmente todo eso? Mojo mis labios en el whisky que con cada vez más imprudencia dejo entrar en mi boca. ¿Qué odio, el populismo o el pueblo? ¿La mentira o la verdad? ¿Que termine siempre mal o que empiece casi siempre bien? ¿Mussolini, Perón, Fidel? ¿Los hombres, los machos de la especie? O simplemente los que creen, quieren, piensan que puede cambiar todo, yo que en el fondo no quiero cambiar casi nada. Y sin embargo los teleféricos rojos y amarillos, el cielo que es en La Paz el suelo, el suelo que en La Paz es el cielo, o al menos la biblia con sus estalactitas de arenas y sal, con sus callejuelas de tejedoras, vendedores de chombas y chalecos. No hay otra cosa que occidente, quiero pensar, pero esto es otra cosa.
—¿Cuánto años cumple, Presidente? —le pregunto a Evo Morales, cometiendo la imprudencia de no tutearlo como todos naturalmente lo hacen, como él mismo no deja de hacerlo nunca desde que mi primo y yo tocamos el timbre con la vergüenza de dos pubertosos que no se acuerdan si los invitaron o no a la fiesta.
—Llegué presidente a los 44 —responde coquetamente—. Llevo nueve años.
¿44 más 9? No tener una calculadora a mano.
Cuenta sus años en presidencia, pienso apurado. Esos son los años que importan, no su vida, su papel.
—53 años—responde por mi “el embajador en Chiquitolandia”.
Ni una cana, ni una arruga, pienso yo, los brazos desnudos sobre la mesa de vidrio, las piernas abrazadas a las sillas altas del bar donde nos instalamos para mayor incomodidad. El poder que pulverizó la lozanía de Obama, que le hizo perder la mitad del pelo a Ricardo Lagos, que blanqueo hasta la barba del imperturbable Lula, no parece haberle hecho a Evo Morales la menor mella. Evo Morales pareciera vivir el poder no como un deber o una venganza, sino como un juego. No se ha casado. Le recomienda a sus ministros que no se casen para estar disponibles a toda hora para seguir en esa perpetua campaña electoral, ese campamento que hay que levantar y volver a instalar sin fin que es su vida: Una fiesta, como ese cumpleaños que dejó de ser sinónimo de un año menos de vida para convertirse en la celebración de un año más de este gobierno plurinacional, revolucionario, antimperialista, socialista, que no tiene más ambición de cambiar para siempre las bases sobre el que el país intentó hasta ahora su historia. Nuevo nombre, bandera, constitución nueva. ¿Nuevo Evo?
—¿Leíste mi libro? —me pregunta a quemarropa.
Le digo que leí El Jefazo, del argentino Martin Sivak, retrato cercano de Evo en el poder.
—No, ese no, el otro.
—Mi vida de Orinoca al Palacio Quemado —me explica “el embajador en Chiquitolandia.
—Léelos, vas a llorar. Vas ver, vas a llorar —insiste Evo.
Quiere regalármelo, pero no tiene ningún ejemplar consigo.
Su vida. Isallavi, en Oruro, la comunidad aimara, el fenómeno del Niño, que calentó el Pacífico, mató con sus vientos el pasto y las llamas del altiplano. No hubo comida de un día para otro. No había nada, se tuvieron que ir, cuenta Evo, sin dejar esa sonrisa que no es del todo una sonrisa pero que tampoco es otra cosa. ¿Qué es? ¿La imperturbable tranquilidad de siglos? ¿La infancia que no termina cuando no empieza de todo tampoco? Un brindis y otro del whisky que sólo el no toma. Mi primo levanta las cejas para ver si quiere salvarme de esa música sin verbos, en que los adjetivos se saltan también al sujeto, porque se basa en una complicidad anterior, una lengua subyacente que es y no es el aimara de su infancia en el altiplano, que es esa sonrisa con que está todavía en Orinoca.
Su vida no ha cambiado, quiere que pensemos, porque algo en él también lo piensa. Vuelve a Isallavi todos los años, nos cuenta, no en su cumpleaños de blanco, sino en su cumpleaños de aimaras. El rito que lo vuelve a confirmar que es Evo Morales. Para él y solo él matan una llama y lo bañan entero en su sangre. Ahí confirma un año más que es el rey que esperan, aunque no descienda ni de cerca de las familias de los caciques. Lo sangran y lo consagran, todo rojo encima del altiplano desierto donde empieza otro año de siglos, otro siglo de años.
—Ahora tengo Papa, antes no lo tenía.
El miércoles Evo viaja a Roma. En un gesto inédito, el papa Francisco alargó la típica entrevista de una hora o dos con los mandatarios que van a visitarlo para cenar una noche entera con el único presidente de América Latina que no terminó el colegio.
Levanta el vaso de Gattorade para celebrar. Pienso que para el Papa también el lenguaje, pero aún más la presencia física, la forma de ejercer el mando de Evo Morales, debe de resultar al mismo tiempo extraña y conocida. Es la iglesia en que creció, en que crecí. La iglesia de la Teología de la Liberación contra la que el Papa Francisco luchó en Argentina, son las ideas que lo formaron, que creyó imposibles, en las que no puede sin embargo no reconocer algo de sí mismo.
Estamos aquí por el papá de Marco, el guerrillero muerto en el techo de su casa, al borde del sol, gordo y solo en su pelo teñido. Pero son mis padres los que vuelven a mí en este salón decorado de la manera más impersonal de un barrio cualquiera de una Cochabamba cualquiera. Son mis padres que no murieron en ese techo en que murió el papá de Marco, quizás porque creían en Dios, en Cristo, la Iglesia en algo más allá de la sangre y el miedo. O porque quizás tuvieron miedo, mucho más miedo que el papá de Marco.
¿Tiene miedo Evo? Admira al Che, y al papá de Marco, pero su gobierno es realista, capitalista, astuto. Evo Morales tiene 54 años. No murió cuando mueren los héroes. Acababa de ganar su cuarta elección. Los empresarios, que lo odiaban, lo aman. La inversión extranjera también, pero esta seguro de que es revolucionario, no como la Bachelet, insiste, que se vendió. “Todos se vendieron”, dice. Él no porque viene de la tierra. Porque las llamas del Orinoca, porque la sangre, porque el Chapare, porque el futbol al lado del Titicaca, y vuelve a contar la historia entera, el fenómeno del Niño, la llama en que es bautizado cada vez, cómo Santa Cruz se rindió a sus encantos.
Las luces del equipo saltando al ritmo del regatón andino con que Evo acaba de hacer campaña. Su propia música con su propio nombre en cada estrofa, que escucha sin parar, el día entero, la música de su campaña.
Son las doce, avisa “el embajador en chiquitolandia. Evo esta oficialmente de cumpleaños.
—¡Un brindis!
Mi primo improvisa unas palabras sobre Chile y Bolivia y América Latina, y nuestra historia común, nuestro futuro en común. Y otro brindis y otros hasta que me toca a mí, a quien nadie conoce más que como el primo de mi primo.
No sé qué decir, digo No se cómo decir. Esto era imposible cuando yo era niño. Se hablaba de esto cuando yo era niño, sólo de esto, de que algún día el pueblo, alguien del pueblo y sin sangre y sin muero, que algún día esos que no son, esos que no hablan… pero sin balas en el techo, sin muertos en octubre… pero era imposible.
No digo que yo era el que decía que era imposible. Callo mis dudas, mis burlas, y que ese pueblo no es mejor que los que tienen el poder, o es mejor porque no tiene poder y sí lo tiene.
¿Entonces qué los diferencia de nosotros? ¿La esperanza? ¿Los sueños?
Los sueños se tienen dormido y no hay ninguna revolución que hagan un ejercito de sonámbulos. ¿Qué son los sueños, digestión mental, alucinaciones? Levantando mi vaso de Johnny Walker etiqueta verde, callo que era yo el que no quería creer que era posible, el príncipe aimara bautizado de sangre que llena el cielo de su capital de teleféricos rojos y verde y amarillo. Y el pueblo unido tomándose el palacio quemado sin volver a quemarlo sino sesionado ahí con sus sombreros y faldas de colores y sus chales y sus hijos milenarios colgando de sus senos también milenarios en pleno salón de honor del Palacio de Gobierno.
Por eso brindo, por el socialismo sin filas y uniformes. Esa utopía. Y callo cuánto odiaba, cuánto odio esa palabra que inventó un pobre ministro decapitado por ser fiel a una religión que no quería dejarle al rey el capricho de cambiar de reina. Y las comunidades cristianas de base, digo, balbuceo, creo decir, el socialismo cristiano, la fe, la austeridad, los últimos serán los primeros, todo eso traducido al idioma de las intuiciones, el poder, aquí mismo presidente, Evo, perdón, usted, tú, perdón, eso soñábamos, despiertos, siempre, y nos habríamos reído de saber que era con camiseta de futbol azul, y regatón andino y “el embajador en Chiquitolandia” y el jefazo que mira discretamente su reloj dorado y el resto de los asistente comprenden que es tarde.
—Gracias, compañero, por sus palabras —y su mano toma mi hombro y se emociona, o casi, o un poco.
Se hace el silencio por un segundo. Hasta Evo recuerda que el viaje al Chapare mañana es largo y sinuoso. No hay otra manera de llegar que no sea en incómodas camionetas. Recogí el maní que descuidadamente repartimos sobre la mesa, mi primo cierra las botellas de whisky. El presidente de las Republica Plurinacional de Bolivia devuelve las sillas que él mismo fue a buscar a la cocina amplia y vacía de esa casa en que le gusta jugar a no ser presidente.
“El embajador en Chiquitolandia” apaga el equipo y algunas luces. La escenografía ya cumplió su misión y Evo Morales nos va a dejar a la puerta de la casa. Bromea a la entrada de ésta, jugando a inventar sobrenombres. Se asegura que hemos subido a las camionetas que nos devuelven al hotel para cerrar la reja del antejardín y volver a la casa
—Lloraste, huevón —me reta mi primo—, huevón, en el brindis lloraste de verdad. Con lágrimas, de verdad.
Y la vergüenza viene en una sola ola como un especie de orgullo que el primer giro de la camioneta en una rotonda disuelve dentro de mi pecho.
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Rafael Gumucio
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