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Son muchas las voces que se alzan últimamente para hablar de despoblación, vaciamiento y abandono. Pocas o ninguna lo hacen desde el pueblo. Tal vez sea por eso que el debate resulte un tanto embarullado. Se confunden las causas con las consecuencias y no se atina, en modo alguno, con las soluciones. Que el campo se ha quedado de la mano de dios está del todo claro. Los pueblos se vacían irremediablemente y esto está de actualidad. Se señalan, y con razón, los déficits en infraestructuras y servicios. Son pocos los colegios y quedan lejos. Escasean los centros de salud y están mal atendidos. De hospitales ni hablamos. Si te falla el corazón te puede llevar horas de carreteras tortuosas alcanzar el más cercano. Las conexiones a internet suelen ser precarias y en algunos rincones ni siquiera pueden soñar con tales adelantos. No hay farmacias, ni centros de entretenimiento, ni actividades culturales, que por no haber no hay ni cajeros automáticos. Este es el panorama y el relato de lo que no hay, faltaría el de lo que sí hay que es mucho más difícil de componer y mucho menos atractivo para las audiencias. Esta imagen desoladora no falta a la verdad y puede ser aplicada sin rubor a muchas comarcas. Pero no es toda la verdad y muchas veces enmascara las auténticas causas del problema. Si la ciudad se cree, se quiere creer, que todas estas carencias están en el origen de la despoblación del medio rural está muy equivocada. Podría citar decenas de pueblos donde estas demandas están razonablemente atendidas y, sin embargo, pierden población año tras año sin que nada ni nadie acierte a remediarlo.
El campo será campo o no será. Somos bosques y cultivos. Nuestra identidad y nuestra cultura emanan de la tierra y bailan al compás de las estaciones
Se buscan soluciones imaginativas para invertir esta tendencia pero en los pueblos estamos convencidos de que no hace falta tanta fantasía. Desde el turismo rural hasta el teletrabajo o las nuevas tecnologías. De las exenciones fiscales a la promoción de vivienda o las subvenciones, todas las propuestas son bienvenidas pero no bastarán para atender a un territorio tan vasto y tan diverso. El campo será campo o no será. Somos pastos y sembrados. Somos bosques y cultivos. Somos huertos y frutales. Nuestra identidad y nuestra cultura emanan de la tierra y bailan al compás de las estaciones. Y esta forma de vivir y de sentir, tal vez un poco primaria vista desde el siglo XXI, ha hecho posible las ciudades y ha alimentado al mundo durante milenios. Bastarían un poco de reconocimiento y un poco de respeto para asegurar su subsistencia.
Podríamos sobrevivir sin abogados, sin notarios y hasta sin jueces. Saldríamos adelante sin periodistas, banqueros o pilotos de aviación. Pero no duraríamos ni dos semanas sin el campo, es decir, sin los agricultores y ganaderos que producen nuestros alimentos. ¿Por qué entonces estas profesiones están en el peldaño más bajo del reconocimiento social? ¿Es que en este país no se come? Pues unos más y otros menos, unos mejor y otros peor, pero todos nos alimentamos cada día por la cuenta que nos trae. Basta acercarse a cualquier supermercado un sábado por la tarde, basta un vistazo rápido a esas colas y a esos carritos rebosantes, para comprender que la alimentación es un negocio, y no precisamente en decadencia, en esta sociedad sobrealimentada. El problema es que los beneficios, que no son pocos, se quedan por todas partes menos en las tierras de labor. Si los lineales están llenos de frutas y verduras, de carnes y pescados, de lácteos y cereales, es porque en algún lugar ignoto, y cada vez más despoblado, alguien se ha partido el lomo para arrancarle a la tierra esos manjares. Y la cuestión no es que ese alguien no tenga banda ancha o una atención sanitaria en condiciones, que también, la cuestión es que trabaja a cambio de miserias que es lo que se le ofrece por los frutos de sus fatigas. Son las multinacionales de la alimentación y las grandes superficies, ante la pasividad de las autoridades competentes y de la ciudadanía, las que imponen a los agricultores y ganaderos unos precios ridículos y abusivos que apenas cubren los costes de producción. Unos precios, por otra parte, que no representan más que una menguada fracción de lo que paga el consumidor cuando sale por la caja. ¿Adónde va a parar la diferencia?
Los jóvenes no son tan tontos como para aceptar esta extorsión y estas penalidades. Es cierto que muchos se marchan atraídos por la ciudad, pero también lo es que otros tantos se quedarían en sus comarcas
En la sociedad del bienestar, cada día más amenazada, aún se impone el convencimiento de que hay cosas demasiado importantes como para dejarlas en manos de la empresa privada. Estamos orgullosos de nuestra educación y sanidad públicas y casi nadie cuestiona su necesidad. ¿Pero hay algo más importante para el bienestar que la alimentación? ¿Por qué la abandonamos entonces al capricho del mercado y sus especuladores? La ley de la oferta y la demanda, obsesionada por el máximo beneficio, no quiere saber nada de la dignidad de los pueblos, la calidad de los productos, el respeto al medio ambiente o la salud de los consumidores. Y así nos va, claro. El fenómeno se repite a lo largo y ancho del castigado planeta. Sus consecuencias, variopintas y fatales, no caben en estas líneas. La despoblación, el asunto que nos ocupa, es solo la más evidente. Las pequeñas y medianas explotaciones tienen que echar las trancas. Las grandes se industrializan. Se resienten los salarios y las condiciones laborales. Se perpetúa la explotación y la economía sumergida. El relevo generacional es impensable. Los jóvenes, aunque sean de pueblo, no son tan tontos como para aceptar esta extorsión y estas penalidades. Es cierto que muchos se marchan atraídos por la ciudad y sus oropeles, pero también lo es que otros tantos se quedarían en sus comarcas, orgullosos de su tierra, si hubiese forma humana de sobrevivir.
La sangría demográfica no se detendrá mientras el precio justo no sea otra cosa que un viejo programa televisivo de entretenimiento. Se trataba de un concurso en el que los participantes tenían que acertar el precio de las cosas. En los campos jugamos a eso todas las temporadas. ¿A cuánto nos pagarán el kilo de naranjas, de almendras o de espárragos? ¿Qué recibiremos por la leche, el trigo o el aceite? De acertar estas adivinanzas no depende un premio fabuloso sino penurias. La viabilidad de los pueblos no pasa solo por mejores comunicaciones, equipamientos o servicios, demandas legítimas y necesarias, sino por aceptarlos tal y como son, reconocerles sus méritos y remunerar con justeza sus esfuerzos.
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Rafael Navarro de Castro es escritor, autor de La tierra desnuda.
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Rafael Navarro de Castro
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