Tribuna
El final del silencio
ETA se vio alentada y arropada por gentes de izquierda, en toda España, que en muchos casos no compartíamos ni su ideología nacionalista excluyente y antipluralista ni sus objetivos pero dábamos por buena su existencia
Eugenio del Río 4/12/2019
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Poco antes de morir prematuramente, Rafael del Águila, una de las figuras más sobresalientes de la filosofía política española, ultimó un libro titulado Crítica de las ideologías. El peligro de los ideales (Taurus, 2008). En sus páginas se refería a grandes ideales políticos como emancipación, autenticidad, democracia. El autor mostraba su vinculación con grandes desastres que ha padecido la humanidad.
Personalmente, a lo largo de mi vida, he podido verificar que muchas buenas personas, cuando se adueñan de ellas algunas ideas, seductoras pero perversas, son capaces de cometer actos de suma crueldad.
Los capítulos de la serie, admirable y sobrecogedora, de Jon Sistiaga y Alfonso Cortés-Cavanillas ETA, el final del silencio vienen a confirmar esa apreciación.
Conocí ETA por dentro hace ya muchos años, cuando aún no había atentados. En otoño de 1965 nos incorporamos a la organización un grupo de amigos, la mayor parte guipuzcoanos, pensando que podríamos desplegar en ella una actividad antifranquista útil. Teníamos la esperanza de que esos jóvenes, ansiosos de combatir al franquismo, serían capaces de dejar atrás la influencia de la ideología tradicional imperante en el nacionalismo vasco, una ideología alejada del pluralismo y recelosa hacia los trabajadores inmigrados llegados del Sur de España.
Nos equivocamos. La propia ETA produjo anticuerpos para liberarse de quienes veníamos a alterar el ecosistema ideológico en el que se había gestado.
La parte de ETA de la que yo formaba parte, no identificada con la ideología nacionalista que tuvo su origen en Sabino Arana, en unión de grupos radicales de otros lugares de España formó más tarde el Movimiento Comunista (MC).
ETA, por su parte, libre ya de nuestra presencia, emprendió un camino en el que pasaría a desempeñar un papel primordial la violencia política, que irrumpió en el verano de 1968, y que dejó un saldo final de 829 personas asesinadas.
Aquella violencia se justificaba como una opción legítima dado que se estaba luchando contra una dictadura. Pero lo que se puso en marcha fue una dinámica que no iba a detenerse tras la reforma política de 1977 y que iba a ser sometida a los condicionamientos y a las servidumbres características de las organizaciones armadas, además de a la influencia sectaria de la ideología nacionalista vasca de siempre.
ETA, desde el comienzo, mostró un carácter doble, paradójico: luchaba sin duda contra el régimen franquista, pero eso iba hermanado con una firme voluntad antidemocrática de imponer a la sociedad vasca sus propios fines, lo que incluía el predominio de la parte coincidente con sus ideas sobre el resto de la sociedad.
ETA dispuso de las vidas humanas para alcanzar sus propósitos: la creación de un Estado independiente que unificara a Vizcaya, Guipúzcoa, Álava, Navarra y las tres comarcas vascas en territorio francés. También perseguía que el euskera llegara a su plena presencia en su soñado horizonte monolingüe.
A lo largo de los años ETA constituyó un poder paralelo, basado en los atentados mortales, la extorsión, las amenazas. A su alrededor creció un amplio movimiento popular hondamente arraigado, dotado de una fuerte presencia legal y de buen número de cargos políticos en las instituciones.
Del clima social resultante da cuenta eficazmente la serie de Cortés-Cavanillas y Sistiaga.
Estoy obligado, en lo que me concierne, a aludir a un hecho relevante. ETA se vio alentada y arropada por gentes de izquierda no solo en Euskadi sino en el conjunto de España, personas más o menos radicales, que en muchos casos no compartíamos ni su ideología nacionalista excluyente y antipluralista ni sus objetivos pero dábamos por buena su existencia y su actividad.
Explicar esto a personas de generaciones posteriores, y, en particular, a jóvenes de hoy, es una empresa poco menos que imposible. El mundo ha cambiado mucho, como también lo ha hecho España. Carecemos de puntos de referencia actuales que puedan servir para hacerse una idea de cómo era aquel contexto.
Aun siendo escéptico acerca de los resultados que pueda obtener, resumiré algunas razones que pueden tener cierta capacidad explicativa.
La primera es que vivíamos en un marco internacional especialmente tenso, en plena guerra fría, bajo un peligro de guerra nuclear, con diversos procesos de descolonización, con el recuerdo fresco de la guerra de independencia de Argelia, que duró desde 1954 hasta 1962, con el eco poderoso de la dominación de Palestina, y, muy especialmente, ante las imágenes diarias de la guerra de Vietnam, cuyo impacto sacudió vivamente las conciencias de la juventud en buena parte del mundo. Asimismo, fue una época en la que florecieron las experiencias guerrilleras, sobre todo en América Latina.
La dictadura franquista, por su parte, con sus encarcelamientos y torturas, traía cotidianamente la violencia a nuestras vidas.
Los conflictos violentos eran moneda corriente en el mundo y el recurso a la violencia para alcanzar objetivos políticos estaba al orden del día.
Creo que también influyó en nuestra actitud hacia la violencia política una visión de las cosas revolucionaria, elemental y binaria. ETA luchaba contra un Estado al que nosotros, desde una perspectiva extremadamente simplificadora, veíamos como un enemigo. Y esto era así no solo en relación con el régimen franquista sino también después de la Reforma Política de 1977. Entendíamos que en la lucha que enfrentaba a ETA con el Estado no debíamos ser neutrales y que tenía razón para rebelarse mediante el uso de las armas. Quienes teníamos esta percepción pensábamos que debíamos confluir en una lucha común contra el Estado.
Asimismo, algo que nos descolocó en cierta medida fue la aparición con éxito de Herri Batasuna en abril de 1978. Hasta entonces nos habíamos mostrado más distantes y críticos hacia ETA pero el importante apoyo popular que alcanzó esa opción en las elecciones de 1979 nos llevó a pensar que en algo nos estábamos equivocando.
Una vía de legitimación del mantenimiento por parte de ETA de la actividad violenta se basaba en el argumento de que la reforma política era algo así como una operación de maquillaje del franquismo. Sin asumir las afirmaciones más exageradas, fuimos bastantes quienes tiramos de ese hilo unilateral, que cargaba las tintas en unos aspectos y pasaba por alto otros. Destacábamos lo que había de continuidad con el franquismo y dábamos poca importancia a las discontinuidades. Las conspiraciones golpistas en curso, que culminaron en 1981, vinieron a reforzar esta forma de razonar.
En toda la izquierda radical que cobró cierta fuerza en el último antifranquismo estaba extendida la idea de que la utilización de medios de lucha violentos era lícita no solo frente a regímenes políticos dictatoriales, como era el franquismo, sino también como una vía para acabar con todo tipo de injusticias y para fundar una organización, social, económica y política considerada preferible, llámese socialismo o comunismo.
Si se admite que una minoría puede acabar con vidas humanas, es decir, aplicar la pena de muerte y, además, hacerlo por su mera decisión, para alcanzar su ideal particular de sociedad, queda la puerta abierta para todo tipo de crímenes, como fue el caso.
Durante años me negué a condenar los atentados a policías y militares, “para no hacer el juego al enemigo”; tampoco puse objeciones a los secuestros; empecé a tomar distancia cuando los muertos eran empresarios, que simplemente se habían negado a pagar el llamado impuesto revolucionario; pasé a criticar las bombas que mataban indiscriminadamente (de manera especial, la de Hipercor, en Barcelona, en junio de 1987, que causó 21 muertes y 45 heridos); y condené resueltamente los atentados contra responsables políticos, culpables de pertenecer a tal o cual partido y de disentir con las ideas de ETA.
Bastante antes del asesinato de Miguel Ángel Blanco, en julio de 1997, que tuvo un impacto decisivo en la opinión pública y al que el documental que comento le presta merecida atención, mi distancia con la acción violenta de ETA era ya muy grande. Me costaba hablar de terrorismo, pero ¿qué otra cosa podía ser el terrorismo?
Me conmovió especialmente el asesinato de José Luis Lacalle, con quien había participado en la constitución de las Comisiones Obreras de Guipúzcoa (en 1966), y, el mismo año 2000, el de Ernest Lluch, a quien había conocido al final de los años sesenta y a quien aprecié y admiré.
Así y todo, lo cierto es que fueron demasiados los años en los que fui cómplice de la violencia de ETA.
Mi caso, como el de otros, fue una elocuente demostración de que cuando una persona es atrapada por ciertas ideas se convierte en un peligro para la sociedad. No es que fuéramos malvados; éramos, digámoslo así, personas normales. Pero al asumir ese papel, al estar dominados por esas ideas, no nos hicimos mejores; todo lo contrario. Quien ha vivido eso no sale indemne.
Quien acepta esas atrocidades sufre un deterioro moral; se erosiona la capacidad de compadecer; se atrofia la sensibilidad ante el sufrimiento de las víctimas; se asienta una actitud de desprecio por las vidas de aquellos a quienes, tenidos por enemigos, se les desposee de su condición de seres humanos. Estoy hablando de un universo mental enloquecido y de una auténtica devastación moral.
El recurso a la violencia para alcanzar fines políticos deforma psíquica y moralmente a quienes la practican y a quienes la apoyan.
La izquierda radical a la que pertenecí tuvo en su haber el mérito de haber contribuido, en la medida de sus fuerzas, a la crisis del franquismo; alimentó un espíritu de rebeldía necesario en aquellos años; dedicó importantes esfuerzos a impulsar movimientos sociales… Pero cargó con carencias de bulto, entre las que figura la que estoy comentando en estas líneas. De ahí la necesidad de claridad autocrítica y de una reconstrucción moral a la que, con frecuencia, le cuesta abrirse paso.
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Eugenio del Río
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