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“He mandado a luchar a mi Armada contra los hombres, no contra los elementos”, es la excusa que se le atribuye a Felipe II ante el fracaso de su plan para invadir Inglaterra y destronar a Isabel I. Al parecer, de lo que se encargaron los elementos fue sobre todo de castigar la retirada de la escuadra, circunvalando la isla por el norte y el oeste, después de un enfrentamiento sin resultado militar claro. Lo que frustró los planes del monarca español fueron sus propias decisiones y una mejor técnica de combate naval del adversario, que prefería cañonear de lejos en vez de romperse la cara en el abordaje. Y lo que en realidad consta que dijo, o escribió, fue: “En lo que Dios hace no hay que perder ni ganar reputación, sino no hablar de ello”, que no deja de ser otra forma de sacudirse la responsabilidad.
Cuatro siglos y pico después, se produjo otro momento “a por ellos, oé”. La guerra de Cuba o hispanoamericana fue jaleada por la prensa de ambos países que, si en el caso español navegaba a favor de corriente en las clases altas (las que podían evitar mandar a sus hijos al matadero), en el norteamericano tuvo que vencer incluso la oposición del presidente McKinley y de la mayoría de las fuerzas vivas, contrarias a la contienda. El ejército español perdió la guerra contra un rival no superior en número y compuesto mayoritariamente de voluntarios y Felipe II no fue en esta ocasión el responsable, pero el castigo mayor tampoco lo infligieron los hombres: de los 60.000 españoles muertos, menos de diez mil fallecieron en acción de guerra y del resto se encargaron las enfermedades. La conclusión, ya saben, fue lo que aquí se llamó la pérdida de las colonias y una considerable depresión entre la intelectualidad.
Sin embargo, quien mejor expresó el zeitgeist de la época fue un humilde marinero de Cangas, Indalecio Soliño, que fungía de fogonero en uno de los buques de la Compañía Trasatlántica que auxiliaba como transporte a la Armada española y que se quedó sin máquina, vergonzosamente inerme y a la deriva, a veinte millas del puerto de La Habana. “Acabouse o carbón”, resumió escuetamente. Acabado el carbón ultramarino, el pecholatismo impreso y tribuno se centró en el norte de África, con los resultados que también conocemos.
Ahora, sin poder culpar a herejes, meteoros, mambises, yanquis y norteafricanos (a estos, al menos mientras se queden allí), la cruzada se ha desplazado a Cataluña. Tampoco aporto novedad alguna si les cuento que la rebelión/sedición fue eficaz y contundentemente desactivada, pero la victoria puede tener los efectos que describió en un editorial el Washington Post después de la victoria contra España: “Parece que nos está llegando una nueva conciencia: un sentimiento de fuerza acompañado de un nuevo apetito [...] Ambición, interés, sed de conquista territorial, orgullo, puro placer de pelear, sea cual sea el nombre que le demos, estamos animados por una nueva sensación. Nos enfrentamos a un extraño destino. El sabor del imperio está en nuestros labios, como el sabor de la sangre en la selva”.
Así, en titulares o en programas de salseo, desde resueltas presentadoras a columnistas corajudos curtidos en mil batallas, pasando por pollospera que están de bajada después de alcanzar el principio de incompetencia de Peter, se fajan en el empeño de defender al débil: al Sistema, a la Historia (al menos a la de toda la vida que nos han enseñado), al Bipartidismo, a la Transición, a la Monarquía, a España Global y a nuestra imagen internacional, injustamente agraviados y torvamente asediados por una caterva que firma manifiestos y cavila otras asechanzas. Unos abajo firmantes que ni siquiera se atreven (nos atrevemos) a decir lo que dijo el presidente Aznar en junio de 2001, y no en la intimidad, sino por los micrófonos de Radio Nacional de España: “la independencia [en aquel caso la de Euskadi] es legítima si no se impone por la fuerza” y se limitan a decir ese clásico de las parejas en situación inestable: tenemos que hablar.
Como en el plan de Felipe II, hay dos armadas. La misión de la otra es atacar las decisiones que pueda tomar el Congreso. Es natural y legítimo tener una propia visión de cómo debería ser el tetris del gobierno de España, pero sin sobreactuar, y el constitucionalismo extremo es tan comedido como las interpretaciones de Jim Carrey. Uno de los intelectuales de guardia no sospechosos de derechismo –ni de lo contrario–, Javier Marías, desaprovechando la ocasión, como creador que es, de tirar de las orejas al líder socialista por esa iniciativa infame de la censura digital, lo que le reprocha es la coalición con Podemos: “Sánchez, político soso y adusto, ha desestimado el factor aversión y no compensará las pérdidas que éste trae. Con su coalición súbita y cínica se ha enajenado para largo tiempo a millones de españoles, sin conquistar a ninguno nuevo”.
Como sin duda Marías conoce mejor a Sánchez que yo, o tiene más amigos comunes que le informan, doy soso por bueno. Pero ¿adusto? Es decir, según la institución en la que acampa el escritor, “poco tratable, huraño, malhumorado, desabrido…” ¿Qué calificativo le tendríamos entonces que aplicar, por ejemplo, a Aznar?, ¿alguno en proceso de elaboración en la RAE, ante la insuficiencia semántica de los conocidos? En cuanto a la coalición, el cinismo es casi consustancial a la política, y más a la española, como acaba de demostrar el alcalde de la capital, vistiéndose de ecochulapo después de hacer bandera de su campaña el cierre de Madrid central y la lucha contra la imposición de la bicicleta. Pero ¿súbita? Si necesitamos dos convocatorias electorales y media (las municipales) con sus correspondientes resultados para que se produjese lo que estaba claro que se tenía que producir en la primera. ¿Le parecería menos cínica una coalición del adusto Sánchez con líderes que le han llamado desde okupa a felón y acusado de tener las manos manchadas de sangre?
En la campaña por la presidencia de los EUA entre George Bush y Al Gore, hace exactamente 19 años, Woody Allen escribió un artículo a favor de Gore en el que reconocía que era un candidato poco atrayente, pero su rival era alguien claramente incapaz para el cargo. Se titulaba “Votaré al soso”. Como también saben –me estoy tomando quizá demasiado a pecho lo de llegar el último a las noticias– el soso perdió ante el incapaz, y el resultado fue una guerra que ha desestabilizado desde entonces una parte considerable del mundo. Aquí ganó el soso y la parte de la sociedad que, aún sin gran entusiasmo, y con diferencias, lo prefiere a los incapaces. Lo que ocurre es que hay prensa y pensadores a los que les pasa como a los tigres de las novelas de Salgari: una vez que ha probado carne humana, no quieren cambiar de dieta.
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Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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