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Me han tirado cosas algunas veces. En el ejercicio profesional, me refiero, y sin haber cubierto más guerras que las que la gente normal libra, unos porque no los despidan, otros por mostrar su desacuerdo y unos terceros por convencer a unos cuartos que son unos magníficos líderes y que harían bien confiándoles sus impuestos y su capacidad para hacer las leyes. Dentro del capítulo tirar cosas al muñeco (el tipo/a que está contando in situ lo que allí pasa a la audiencia interesada), quizá mi peor experiencia la tuve la noche del 14 de mayo de 1994. Aquella en que el Deportivo se quedó sin su primer título de Liga al no lograr ganarle al Valencia. Yo estaba preparado, con mi mejor traje, en una terraza con vistas a la plaza de Cuatro Caminos, sede de las concentraciones del deportivismo, para describir el ambiente a los televidentes. En el momento en que Djukic falló el penalti, varios de los vecinos de la urbanización a la que pertenecía la terraza decidieron que buena parte de la culpa la tenía aquel individuo que estaba, allí abajo, haciendo la estatua esperando que le diesen paso, iluminado por los focos. El problema de los focos es que crean como una burbuja de luz que hace que cualquier objeto que provenga del exterior oscuro se materialice de repente, como las naves que daban un salto en el hiperespacio en Star Wars. Es decir, no podías observar la trayectoria del cubito de hielo que te arrojaba el vecino del 11º o el bote que tiraban desde el 10º. Encima, al final ni me dieron paso.
No es mi intención frivolizar estos casos, ni menospreciar el peligro real que supone ser la encarnación de un medio y estar al alcance de la mano o del pie de los críticos con su línea editorial. Hacer un directo es concitar tanto a los que quieren saludar como a los que quieren manifestar su desacuerdo, en distintos grados, o incluso sus pulsiones sociópatas. Familiares y amigos de narcos, por ejemplo, eran muy poco comprensivos con los periodistas que merodeaban por sus posesiones, o por las salas de los juzgados, y tengo compañeros a los que apedrearon en más de una ocasión y en otra les rompieron la cámara. Incluso Alfredo Urdaci, en su época de director de informativos de TVE, las pasó canutas cuando intentó hacer directos en la crisis del Prestige. Pero a nadie se le ocurría ir con casco de ciclista, fuese la circunstancia que fuese. Es más, he revisado la colección “mis 100 mejores entradillas bélicas” de Arturo Pérez Reverte, y en ninguna llevaba casco ni nada que se le pareciese (bien es cierto que un casco de ciclista le hubiese servido de poco en aquellos conflictos). En resumen, ser periodista es una profesión peligrosa en muchas partes del mundo, pero en esta suele ser peor que alguien levante un teléfono que que te levanten la mano. O solía.
El Col.legi de Periodistes de Catalunya elaboró hace poco un comunicado en el que contabilizaba –a 22 de octubre– 65 agresiones a profesionales de la información (cronológicamente, la primera fue nuestra compañera Elise Gazengel). El comunicado, que respaldaron muchos medios y colectivos profesionales, entre ellos Reporteros sin Fronteras y la Federación Internacional de Prensa, reprobaba especialmente la actuación de los cuerpos policiales, tanto de los Mossos d'Esquadra como de la Policía Nacional contra “informadores/as agredidos/as que iban perfectamente identificados/as como tales”. Una sociedad en la que los periodistas deben de tener miedo de la policía y no de los malos, así en general, necesita un croquis para manejarse por los derechos democráticos. De forma casi enternecedora, el Col.legi finalizaba el comunicado viéndose en la obligación de señalar que “entendemos que puede haber personas molestas por la línea informativa de algunos medios de comunicación, pero esta línea no la deciden los profesionales que están a pie de calle cubriendo la realidad”. Menciono lo de enternecedora porque remitía al Consell de l'Información de Catalunya y al Consell de l'Audiovisual de Catalunya a los quejosos que considerasen que una información vulnerase el código deontológico de la profesión.
No en ocasiones, sino a diario, veo infracciones, aunque los no catalanes no tengamos Consejo de Información alguno al que acudir. Pero el problema no son las infracciones –o no solo– sino también las legítimas líneas editoriales. Si, en pleno uso de tu derecho a trazar la dichosa línea por donde quieras, confías el análisis de una situación seria y delicada a unos bocachanclas, no siempre sobrios, que tienen la sutileza argumental de un buldócer, estás tocando a degüello. Si anuncias como debate una berrea de decrépitos machos alfa que creen que todavía tienen algo que aportar, estás llamando información a algo que no lo es. Si asumes acrítica y disciplinadamente marcos conceptuales tales como nacionalismo (de los demás) = independentismo= violencia=golpe de Estado=terrorismo, no deberías extrañarte, no ya de que pongan en duda tu objetividad, sino de que te etiqueten directamente como el enemigo. Si dedicas la apertura de tu medio al desparrame que pueden organizar unos cientos de indignados, amateurs o profesionales, y no a manifestaciones de tal calibre y magnitud como no se han visto en la Europa actual, estás ejerciendo tus prerrogativas de jerarquizar las noticias como consideres, pero también estás dando el mensaje de que es más rentable el vandalismo que la protesta cívica, o como decía Neil Young, it's better to burn out than fade away (supongo que Neil se sorprendería muchísimo de que el mensaje haya calado en los principales medios generalistas españoles).
No es solo –y no es poco– un problema deontológico. Cuando todos los ciudadanos tienen una cámara y una red social para difundir lo que graban, que un medio intente ocultar un hecho lo único que consigue es desacreditar al periodismo en su conjunto. Y no valen las excusas de las buenas causas. O al menos no valían antes. Durante la II Guerra Mundial, para dar credibilidad al espía doble Eric Chapman ante los alemanes, el MI5 británico necesitaba fingir la voladura de las instalaciones donde se construían los aviones de Havilland, y para ello solicitaron al Times que incluyese una discreta nota sobre un “incidente” en una factoría. El editor, Robert McGowan Barrington-Ward, pese a lo conservador del periódico y a que él mismo era un héroe de guerra, se negó, argumentando que el Times no había dado noticias falsas en toda su historia. Su colega del Daily Express respondió lo mismo, pero acabó colando la noticia en la edición internacional. Quizá por eso, en aquella época la gente –por lo menos la británica– todavía confiaba en la prensa.
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Autor >
Xosé Manuel Pereiro
Es periodista y codirector de 'Luzes'. Tiene una banda de rock y ha publicado los libros 'Si, home si', 'Prestige. Tal como fuimos' y 'Diario de un repugnante'. Favores por los que se anticipan gracias
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