TRIBUNA
La investigación improbable
Retóricas de la excelencia, políticas de la precariedad
Javier López Alós 11/12/2019
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Las coincidencias siempre dan que pensar y si algo se ha visto compatible en el contexto de la ciencia y la universidad los últimos años es el aumento de la precariedad con los anuncios y llamados a la excelencia. Así, programas y doctorados de excelencia, campus y agencias de excelencia, proyectos y culturas de excelencia, indicadores y un largo etcétera de excelencias, vienen a compartir tiempo y espacio con el deterioro de las condiciones laborales de las personas involucradas en ellas, cuenten estas con el sello de excelencia o simplemente aspiren a recibirlo algún día. Si no estoy muy equivocado, este discurso se ha convertido en ubicuo y forma parte de la globalización neoliberal a la que nuestras instituciones culturales y educativas se han entregado con entusiasmo. Por eso, aplicada con intensidad variable y con resistencias históricas distintas, lo mismo en España que en Francia, en México que en Italia, en Reino Unido que en Chile: la excelencia se ha convertido en un atributo indispensable en el mercado global de la producción de conocimiento sin que la pregunta por a costa de qué ni de quién importe demasiado.
La implantación del principio de competitividad en el “mercado de la ciencia” ha sido contestada prácticamente desde el principio. En cuanto a la retórica de la excelencia, sus inconsistencias métricas y semánticas, así como sus perniciosos efectos en el mundo de la investigación (fraude, plagio, irreproducibilidad, etc.), cabe decir otro tanto. Una muy buena síntesis de todo ello, junto a importantes sugerencias de mejora, puede encontrarse en un artículo conjunto de 2017 a cargo de cinco académicos de universidades de Reino Unido, Australia y Canadá en el que denunciaban el fetiche de la excelencia. También en nuestro entorno, al menos durante los últimos veinte años hemos podido escuchar justificadísimas críticas a la inanidad, laxitud y hasta penoso gusto de las planificaciones educativas que tomaban el término excelencia poco menos que como flatus vocis y distintivo de vanguardia. Sin embargo, me parece que no se ha reparado lo suficiente en el hecho de que el principio de excelencia es un elemento fundamental en el incremento de la desigualdad y los procesos de precarización. Por su carácter instituido, predominio y extensión, creo que, más que de consecuencias no previstas o indeseadas, no es ningún abuso hablar aquí de políticas de la precariedad enmascaradas con el prestigio de la excelencia.
Para que este artículo tenga alguna utilidad que exceda la confirmación de lo que ya se pensaba antes de leerlo y se ha decidido seguir pensando después de hacerlo, propongo evitar, sin perjuicio del grado de verdad que puedan encerrar, los dos lugares comunes que suelen ocupar todo debate público sobre la universidad y la ciencia: la infrafinanciación y la retahíla de vicios y corruptelas de nuestras instituciones públicas, argumento que no pocas veces se usa para justificar la escasez de fondos y ulterior desmantelamiento de lo público. Es cierto, nunca se insistirá lo suficiente en la palmaria contradicción que se soporta entre las apelaciones a la calidad y excelencia investigadoras y la escasez de recursos destinados a apoyarlas. Pero creo, a explicar por qué dedico estas líneas, que se trata de algo que va más allá. A su vez, la disfuncionalidad del sistema y sus múltiples injusticias ni son privativas de ningún país (cada cual tiene, a partir de su propia historia, algunas patologías características, además de muchas comunes a cualquier institución) ni pueden solucionarse en modo alguno a través del paradigma de la excelencia. Antes al contrario, en la medida en que incrementa la desigualdad entre sus miembros y la vulnerabilidad de la mayoría, lo normal es que las agrave y cree algunas nuevas.
Excelencia: qué es y para qué sirve
En principio, excelencia es la cualidad de quien destaca sobre el resto, de quien es sobresaliente. Más en concreto, dicha superioridad tiene que ver con ciertas cualidades o con un desempeño particularmente virtuoso en una actividad. Ahora bien, si nos centramos en el ámbito de la investigación, surgen las primeras dudas. Excelentes, ¿respecto a quién? ¿Nos dice eso algo respecto al interés, utilidad social o bondad de lo investigado, en suma, las cualidades intrínsecas de la investigación? ¿Nos informa de las razones por las que destaca? ¿Hasta qué punto destaca justamente porque destaca, porque, al otorgarle la excelencia, se le hace sobresalir? Cuando la excelencia se convierte en un reclamo y es autorreferente, algo falla. Es como si alguien tuviera que gritar a pleno pulmón para avisar a la audiencia de que lo pueden escuchar por los altavoces.
La calificación de excelencia es sinónimo de éxito, pero el éxito (o al menos una expectativa muy fundada de que se dará) es condición sine qua non para la obtenerla. Dicho de otro modo, es tanto una confirmación de un éxito existente como base para el éxito por venir, un distintivo por la superioridad alcanzada en la competición, sí, pero, sobre todo, una ventaja competitiva para el futuro. De ahí que una estructura científica articulada en torno a este principio sea generadora de fracaso, literalmente, productora de una precariedad legitimada por la objetividad y ecuanimidad de la pura competencia (que es cualquier cosa menos pura). Venga el ejemplo: yo corro en moto y usted en bicicleta, de manera que, como he demostrado que soy muy buen piloto, la organización me ofrece una moto nueva. Usted siga pedaleando, no afloje y recuerde que lo importante es no rendirse nunca.
la excelencia no tendría como función principal la de reconocer las capacidades de una selecta parte de la población investigadora, sino que constituiría el argumento para excluir al resto
Según este diseño, en el que ser y tener coinciden, la excelencia viene a ratificar las posiciones previamente dadas y las diferencias existentes: se es excelente porque se cuenta con el certificado de excelencia, que se tiene porque se es excelente. La afinidad con la fantasía de la meritocracia neoliberal es evidente. La idea que se trata de transmitir es que cada cual está donde objetivamente le corresponde según sus capacidades y valía, consideradas desde la más absoluta neutralidad. Pero no es solo que no se compite en igualdad de condiciones (y aquí encontramos sesgos de clase, de raza o de género, por nombrar solo los más reconocibles), es que la excelencia es una herramienta que sirve para consolidar y agrandar la brecha. Lejos de ser simplemente una descripción fría de la realidad, interviene en ella de forma decisiva para afianzarla. Hace de la excelencia algo más excelente si cabe. Esto es, peralta aquello que previamente ya se encontraba más alto, a la vez que niega el valor de y la posibilidad de ayuda a todo lo que queda por debajo. Se trata, por lo tanto, de un mecanismo de segregación en beneficio de quienes se supone, y esto es lo que significa etimológicamente el término, ya sobresalían. Análogamente a la evolución del resto de la estructura social de nuestro tiempo, lo que resulta de aquí es una investigación de dos velocidades, según la cual ciertos grupos se afanan por seguir instalados en los circuitos de la excelencia y la gran mayoría forma parte del precariado intelectual.
Ante este panorama, la clase media universitaria e investigadora no puede sino empequeñecer –sobre la baja no hace falta insistir ahora–, pero es observando la parte más alta donde mejor se identifica la perversidad del asunto y lo que mejor nos informa del error mayúsculo de la emulación del precario intelectual en su aspiración a la excelencia. En primer lugar, si solo a quienes se reconozca (y certifique) su excelencia pueden seguir desarrollando algo parecido a una trayectoria investigadora, si se establece una división entre excelentes y no excelentes, ¿qué ocurre con el principio de excelencia entre los primeros una vez cruzado el puente? Quiero decir, cuando todos son excelentes, entonces solo se trata de una diferencia de grado y es justamente ahí donde las condiciones laborales resultan más homogéneas. Así las cosas, la excelencia no tendría como función principal la de reconocer las capacidades de una selecta parte de la población investigadora, sino que constituiría el argumento para excluir al resto. En segundo lugar, y esto es clave, ser investido con la distinción de la excelencia tampoco asegura frente al malestar, pues la lógica competitiva nunca cesa y, con ella, la amenaza de perder. O de solo poder ganar sintiéndose (o siéndolo por completo) tramposo.
Excelencia a la defensiva
¿Qué consecuencias tiene esto en la investigación que se hace y qué cabe esperar? Sin perjuicio de que estas breves notas se puedan y deban desarrollar más, destacaría dos declinaciones principales del miedo. La primera es el miedo a no renovar la excelencia, a salir del circuito; y la segunda, justo el contrario, el no llegar nunca a entrar en ella y que esto signifique, en una lógica de todo o nada, perpetuarse en la precariedad. La traducción práctica de estos temores es raro que no conduzca a planteamientos de investigación por lo general conservadores en los que el error penaliza, lo sensato es seguir protocolos y paradigmas consolidados, se avanza más por la cantidad de trabajo acumulado que por su calidad y los resultados tienden a la irrelevancia. En suma, resultados que, aunque formalmente cumplan todos los requisitos de su disciplina, vaya por dónde, el común de los mortales no denominaría precisamente excelentes. Por decirlo aún más claro: el modelo es tan nocivo para los científicos como para la propia ciencia.
El hecho de que la excelencia signifique al mismo tiempo un reconocimiento habilitante para seguir ejerciendo la profesión y una meta de la propia tarea investigadora implica que se considere un bien preciado que debe conservarse a toda costa, o sea, que sería dramático perder. De este modo, una parte no pequeña de los esfuerzos de quienes aspiren a conservarla serán de autojustificación: la excelencia pasa de ser un medio para la investigación a convertirse (su acreditación burocrática) en un fin en sí mismo. Añádase la lógica precaución y cautela frente a cualquier cuestionamiento formal o informal de una valía que constituye asimismo un derecho y una salvaguarda. ¿Qué apertura al diálogo franco con cualquiera puede salir de ahí? ¿Qué reconocimiento de los propios límites, insuficiencias o ignorancia, que son precisamente las bases de cosas como la interdisciplinariedad, la colegialidad o el trabajo colectivo, que son la base, en fin, de la propia ciencia como institución social? ¿Cómo no ver la relación con el resto de actores del sistema (estudiantes, colegas, personal investigador, cuerpo administrativo…) la peor de las amenazas, la aterradora posibilidad de que acaso alguien descubra que las diferencias entre la gran mayoría de la comunidad investigadora y universitaria tienen mucho más de contingente que de necesaria? Una aceptación desacomplejada de lo azaroso de nuestras trayectorias contribuiría a reducir manifestaciones de soberbia tanto como de pleitesía, suspicacias y rencores.
En cambio, los actuales procesos de selección consagran una suerte de lucha por la supervivencia en la que sólo quedarán los más aptos, los llamados excelentes. La situación del resto con respecto al ecosistema científico es límite, indefinida y extremadamente vulnerable. Para unos y otros, el valor supremo de la supervivencia es la adaptación. Además de cómo incide en la subjetividad de sus protagonistas, es importante que pensemos ahora la adaptación en lo que se refiere a la agenda de investigación y los parámetros susceptibles de corresponder a la calificación de excelencia. Puede reconocerse una normatividad de la excelencia (el tipo de cosas que se supone deben hacerse para lograrla o confirmarse en ella), tan reglada y previsible hoy por hoy que, desde este punto de vista y por decirlo claro, quizá pocas cosas hay más vulgares que llamar a la excelencia.
Final. Qué estamos haciendo
Visto lo visto, cabe preguntarse si lo que define agendas, temas y métodos de investigación no es tanto lo que interesa, aquello por lo que se tiene genuina curiosidad intelectual y se considera lo suficientemente importante como para dedicar años de trabajo, como eso que se prevé –o alguien ha avisado– tiene más posibilidades de obtener financiación. Importe o no, se considere social y científicamente relevante o no, una inversión como cualquier otra. Entonces, a medio plazo, la investigación improbable será aquélla apreciada como un bien social por la mayor parte de la población, pues la distinguirá ocupada en algo más que en su propia justificación y sus intereses particulares, en legitimar que merece sobrevivir porque es económicamente rentable, excelente y destaca en un inmenso océano de precarios a la deriva.
Desde luego, se necesitan más recursos, pero eso no basta. No hay ninguna razón para pensar que una distribución de fondos basada en los esquemas actuales, aunque se aumenten, vaya alterar los comportamientos y patologías que observamos. En el límite, incluso puede tener efectos contraproducentes en este sentido, convirtiéndose en reclamo de aventureros y oportunistas, cuyos abusos, eso sí, se cometerán en pos de la excelencia.
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Javier López Alós. Su último libro, Crítica de la razón precaria. La vida intelectual ante la obligación de lo extraordinario, obtuvo el V Premio Catarata de Ensayo.
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Este artículo se publica gracias al patrocinio del Banco Sabadell, que no interviene en la elección de los contenidos.
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